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Is. 56,1,6-7; Sal. 66; Rom.11,13-15.29-32; Mt. 15,21-28

El evangelio es para todos.

Primera lectura. Resulta  fácil centrar el tema que unifica la liturgia de este domingo. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. La proclamación del Tercer Isaías nos manda en esa dirección: a los extranjeros que se han adherido al Señor, para servirlo, amarlo y darle culto… y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración. Y más aún, al final de su libro, este Profeta escribe: entre los extranjeros escogeré sacerdotes y levitas. Esto cuando el Señor “reúna a todos los pueblos” (66,18-24), que con esa visión estupenda termina el Tercer Isaías.

La misión  es un  tema  dominante, una de las preocupaciones  de la iglesia de nuestros días. La liturgia de este domingo nos deja al menos esta perspectiva: la voluntad salvíficouniversal de Dios; primero la comunidad de Israel y ahora el nuevo pueblo de Dios, que es la iglesia, tiene la misión de llevar todos los pueblos la salvación  de Dios realizada en Jesucristo. El pecado de Israel fue el exclusivismo, el nacionalismo engreído y la intención de hacer del Señor un Dios nacional. La iglesia, en sus momentos más gloriosos, ha sido una iglesia misionera, abierta a todos los pueblos. En esta dirección se mueven, pues las lecturas de este domingo. En nuestra circunstancia debemos hacer un esfuerzo por ajustarlas a nuestras necesidades pastorales.

El P. Luis Alonso comenta la primera lectura, Is. 56,1,6-7, de la siguiente manera:

1. Comienza una nueva etapa; de hecho es el inicio del Tercer Isaías. Algo importante está por llegar y hay que prepararse para recibirlo. Están por llegar la salvación y la justicia (Sal. 85,14): la salvación que Dios realiza, venciendo e inaugurando un nuevo régimen de justicia. Si la justicia se ha predicado y anunciado tantas veces y de todos los modos en el libro, ¿dónde está la novedad? En su apertura y signo universal, ya indicada en la denominación universal «el hombre, el mortal/ser humano», explicitada la imitación de dos categorías hasta ahora excluidas: el eunuco y el extranjero.

2. La apertura se consigue por una concentración y simplificación: de una parte el precepto humano universal de practicar la justicia, otra la observancia del sábado, signo de la nueva alianza.

3. Los extranjeros. Que guardan el sábado como signo de la alianza y que así expresan su entrega personal al Señor para «servirlo y amarlo», son admitidos en la comunidad del Señor. El Señor les ofrece participación plena en la vida litúrgica: acceso al templo, donde los lleva él mismo, la alegría de las fiestas, los sacrificios. En el nuevo orden, el templo será ante todo «casa de oración», y como tal estará abierta a todos los pueblos. Pero llegará un día en que ni siquiera ese templo será el lugar del culto y la oración. (ver: Jn.4). Como se puede ver, la fe es la que otorga la ciudadanía del pueblo de Dios. (Profetas. vol. I; ad loc.).

Salmo responsorial (66), nos habla del pueblo que pide la bendición, la recibe y alaba a Dios por ella. Como estribillo este salmo reporta: ¡oh! Dios, que te alaben los pueblos/ que todos los pueblos te alaben. La voluntad de Dios conocida se convierte en bendición; el pueblo pide que todos los pueblos alaben al Señor. Se trata, en el fondo, de la petición del Padre nuestro: santificado sea tu nombre. De múltiples maneras, la tierra recibe la bendición de Dios: Ef. 1,3; 1Cor. 10,16; Rom. 15,29, (cuando vaya a visitarlos, iré con la plenitud de la bendición del Evangelio de Jesucristo); Heb.6,7.

La segunda lectura nos relata, en forma dramática lo que para Pablo fue el ministerio del apostolado. Frente a un nacionalismo teocrático judío, Pablo tuvo que hacer valer la universalidad salvífica que Dios realizo por medio de su Hijo Jesucristo. Los capítulos 9-11 de Romanos constituyen una de las páginas más celebres y sentidas sobre la misión ad gentes tal como la entendió  Pablo. Se trata de la realización de la voluntad de Dios por encima de las estrecheces de mira propias de las religiones que acaban presentándose como la salvación misma.

Jesús y la mujer extranjera. La lectura  continuada de Mt. nos lleva hoy a una perícopa célebre: Jesús que se resiste a atender la súplica de una mujer siriofenicia, los discípulos que le ruegan la atienda porque viene gritando detrás de ellos; el diálogo desconcertante entre Jesús y la mujer que constituye el centro del relato y, en fin, con acento disminuido, la curación de la hija de esa mujer.

1. La cuestión que se ventila parece ser el problema, según los especialistas, de la comunidad cristiana de los años 80´s, cuando se escribió el evangelio. ¿Cómo tratar a aquellos que querían entrar a formar parte de la comunidad cristiana, provenientes, sobre todo de la gentilidad? ¿Qué lugar ocupa Israel? Una cosa queda clara: la primacía de Israel, pero, al mismo tiempo, se subraya que el único modo de acceder al reino es la fe, la fe como la de esa mujer extrajera, una fe humilde y confiada, que no alega méritos de ninguna clase; simple fe-confianza, lo cual vale para judíos y no judíos. (Es el tema doctrinal de Rom). De hecho, Mt. subraya este aspecto cuando nos trasmite, a diferencia de Mc, el diálogo incisivo: yo no he sido enviado si no a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Ella se acercó a Jesús y, postrada ante Él, le dijo “! Señor, ayúdame!” Él le contestó: “no está bien quitarles el pan a los hijos para echárselos a los perritos”. Pero ella replicó: “es cierto, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. La respuesta provocó la admiración de Jesús que es, a la vez, el clímax del relato: mujer, ¡que grande es tu fe! Esta expresión de Jesús constituye la clave  del relato: ya no es la sangre ni la carne, (Jn. 1,13; 3,6: lo que nace de la carne es carne: diálogo con Nicodemo. 6,44.65), ya no son los nacionalismos, ni la “sangre ni la carne” ni ningún otro condicionamiento  lo que determine entrar a formar parte del pueblo de Dios, si no la fe. Tal es la enseñanza de este domingo.

Alexander Sand comenta así esta perícopa: el tema de la perícopa es la cuestión de la fe justa, que para Mt se realiza con el cumplimiento de los mandamientos y produciendo fruto; la perícopa quiere ofrecer indicaciones para la comunidad sobre lo que significa la fe y lo que ella comporta. Con ellos se alude al tema discutido en la comunidad «iglesia e Israel», puntualizando otro tema «posición prominente de Israel y salvación de todos». La verdadera y propia destinataria de la enseñanza es la comunidad de Mateo, que se distancia del hebraísmo contemporáneo. A ella le compete ahora predicar la salvación, y precisamente a todos los hombres sin excepción. La premisa es siempre la fe. Las prerrogativas de Israel no son revocadas, pero son medidas de manera crítica en relación con la salvación universal querida por Dios. La promesa del A.T. y el mensaje cristiano se unifican, en cuanto que la iglesia rebasa los estrechos limites temporales de la espera salvífica de Israel.

 A nosotros toca buscar caminos de actualización. Existen  ámbitos de gente que busca sinceramente la verdad, de gente que duda, que batalla para creer, con ellos debemos tener paciencia y darnos el tiempo de atenderlos y ayudarlos en sus circunstancias.  Existe hambre de Dios pero, no pocas veces, nuestra actitud juridicista y burocrática cierra las puertas a los que quieren acercarse a Dios. (No pocas veces  son las secretarias a quienes dejamos la iniciativa). Me decía un amigo;  los horarios para confesarse se parecen a los horarios para recibir facturas en Hipermart: recibimos facturas de 3 a 3,5 pm. ¿Hasta dónde hemos caído en el burocratismo? ¿Somos, en verdad, una iglesia de puertas abiertas? ¿Hasta dónde prevalece lo jurídico? El fariseísmo es algo que permanece ahí, siempre, más oculto que destruido.   Sacramenta  porpter homines; salus animarum, suprema lex.

 UN MINUTO CON EL EVANGELIO.

Marko Ivan Rumpnik.

 Jesús deja a los fariseos y escribas en sus discusiones estériles, apegados a la letra de su tradición. No consiguen aceptar el don que viene del cielo. Su religión ideológica les impide tener una mirada límpida sobre Jesús y corazón capaz de aceptarlo. Sus convicciones prevalecen sobre Cristo. Cristo se encamina hacia tierras  paganas, e inmediatamente un mujer extranjera grita hacia él pidiendo ayuda. Su oración se hace grito: «no pases de largo, Señor, mírame, tómame contigo hazme el milagro, hijo de David». Es una mujer pagana la que da a Cristo el título de Señor, es decir, Dios e hijo de David, es decir, Rey mesiánico y Salvador. La mujer pagana lo reconoce mientras que los suyos no le han reconocido. La mujer lo mira desde su propia verdad, es decir, desde una urgente, desde una enorme necesidad de ayuda, de salvación. Ella, como mujer, creada para dar la vida, mira a su hija moribunda, y por eso se dirige al que es la fuente, el señor de la vida, al único que puede darla.