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Domingo XXIX de Tiempo Ordinario B

Is. 53, 2.3.10-11; Sal. 32; Heb. 4,14-18; Mc. 10, 35.45

 

Oración opcional. Dios de la paz y del perdón, tú nos has dado en Cristo el Sumo Sacerdote que ha entrado en el santuario de los cielos en virtud del único sacrificio de expiación; concédenos encontrar gracia delante de ti, a fin de que podamos participar, hasta el fondo, del cáliz de tu voluntad y participar plenamente en la muerte redentora de tu hijo. Por NSJ…

 

Síntesis.

Is. 53, 2.3.10-11 – La expiación – Esta lectura está inspirada en los ritos hebreos de expiación: una víctima es inmolada por los pecados del pueblo, sacrificio que será sustituido, de una vez por todas, por el sacrificio de Cristo. El que quiera ofrecer su vida, ha de aceptar pasar a través del sufrimiento. Si la iglesia quiere ser una madre para la humanidad, si quiere dar a Cristo una posteridad, la iglesia ha de vivir el misterio pascual olvidándose de sí misma, a fin que los hombres se acuerden de Dios.

 

Sal. 32 – Himno, con la estructura típica: Introducción, motivo, conclusión. En nuestro salmo responsorial tomamos los versitos 4-5.20 y 22. Es un salmo, como todos, hermoso que invita a la esperanza, a la confianza en el presente de la dificultad. El justo, por serlo, ha de sufrir la persecución; superar esa prueba es el resultado de la confianza en Dios. (vv.16-17). En esta circunstancia el único auxilio viene de Dios. No se logra la victoria por las propias fuerzas, capacidades o estrategias; para nada sirven. «Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; con él se alegra nuestro corazón, en su santo nombre confiamos» (vv.20-21). Tal es la actitud típica del creyente. Cristo es el prototipo del justo perseguido y sufriente que enfrenta su situación con una confianza inconmovible en el amor del Padre. «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros/ como lo esperamos de ti», termina nuestro salmo.

 

El Padre Alonso hace la siguiente transposición cristiana: “El plan de Dios es un plan de salvación que no pueden frustrar los planes humanos adversos; que incorpora en su realización las acciones de los hombres, conocidas por Dios. La confianza, como enlace del hombre con el plan de Dios, se convierte en factor histórico activo, para encarnarse en la historia de la salvación. Como el plan de salvación de Dios no tiene límites de espacio o de tiempo, así este salmo queda abierto hacia el desarrollo futuro y pleno de dicha salvación, queda disponible para expresar la confianza de cuantos esperan en la misericordia de Dios.

 

San Pablo nos habla del maravilloso plan de Dios, que desea salvar a todos los hombres por Cristo: «A mí, el más insignificante de todo el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo, e iluminar la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo… Según el designio eterno, realizado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ef. 3,8.9.11).”

 

Heb. 4,14-18 – La obediencia que nos salva – El Señor que nos ha salvado no tiene nada de extraordinario: es un hombre que sufre, devorado por la angustia, torturado y escarnecido, probado en todo como cualquiera de nosotros. Él, no solo no ha evitado esta vergüenza, más bien, la ha adquirido y aceptado. Ante los sufrimientos de Cristo, ningún pobre se horroriza de sus propias miserias. Jesús enseña que la salvación no consiste en la “cultura del bienestar”, en el progreso técnico y ni siquiera en el elevarse por encima de la condición humana, como quieren ciertas líneas filosófico-religiosas, exaltaciones entusiastas, e incluso, ciertas líneas cristianas de exultación, de complicadas liberaciones. Más bien, Jesús nos enseña a aceptar nuestra condición de creaturas, de viandantes, marcados por la debilidad y la necesidad, luchando por lograr una humanidad capaz de amar. Creo que esta ha sido la línea de papa Francisco en su reciente visita a América.

 

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Is. 60, 1-6. Este domingo celebramos el DOMUND, y en este caso, leemos Is. 60, 1-6.

Un espléndido futuro – «¡Alégrate hija de Sión!» ¿De qué cosa debo alegrarme yo, iglesia de hoy? Las tinieblas siguen cubriendo la tierra, y si las naciones caminan hacia una luz creciente, sin embargo no se dirigen hacia mí. «Los reyes magos actuales toman otro camino». Los pueblos no se reúnen en torno a mí, y a mis hijos lejanos no los veo venir. Tal vez mi vocación es la de ser pobre pero indispensable como el Niño en el pesebre. Mi destino es encender en el cielo una estrella, para que conduzca a los pueblos hacia ese Niño. Y es que esta lectura se lee con especial significado en la fiesta de la Epifanía. Cristo es la luz del mundo que está en la humildad del Niño que llora en Belén la tristeza y el frío de nuestro mundo, la lejanía y dispersión de los hijos, la espesa oscuridad de nuestra cultura que pareciera que ninguna luz puede deshacer. «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz…» “Yo he venido al mundo como luz, para que ninguno que crea en mí quede en tinieblas” (Jn. 12,46). El DOMUND nos invita a considerar nuestra responsabilidad para que esa luz ilumine las tinieblas que nos envuelven.

Mc. 10, 35.45 – Inversión de las perspectivas – El buen sentido nos hace presentir que el éxito viene sólo al fin de una lucha. Los apóstoles comprenden de este modo la palabra de Jesús sobre su destino de sufrimiento: luego de una fase difícil, él «arribará a buen puerto», y el reino de Dios no será ya un sueño. (cf. Hech. 1,6). Por el contrario, según Jesús, las personas que «llegan» no transforman absolutamente nada. Al contrario, aquellos que cambian el mundo son propiamente los hombres continuamente confrontados y amenazados, como él; es jugándose el propio pellejo como se instaura el reino de Dios. El destino del Mesías es el del “siervo sufriente” que ofrece su vida por nosotros. Sólo el que se le asemeja es grande, y es reconocido como líder del reino de Dios. Veamos el ejemplo de los últimos papas, de los santos y santas mujeres de todos los tiempos.

 

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Las lecturas de este domingo poseen un hilo conductor que les presta unidad: la figura de Cristo, siervo sufriente del Señor (1ª. Lectura); sacerdote que sabe compadecerse de nuestra debilidad (2ª. Lectura). El salmo responsorial expresa la actitud fundamental del justo sufriente: Cristo es el prototipo del justo perseguido y sufriente que enfrenta su situación con una confianza inconmovible en el amor del Padre. «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros/ como lo esperamos de ti», termina nuestro salmo. El siervo de todos, aquel que está dispuesto «a dar la propia vida» por el rescate de todos, tema del evangelio que eclosiona las lecturas.

 

La 1ª. lectura es un fragmento del célebre IV Cántico del siervo del Señor, obra de un poeta anónimo postexílico. Al centro de la escena emerge un personaje misterioso al que se denomina simplemente “siervo del Señor”, a la manera como se denominaba a los grandes personajes fundadores en Israel. Incluso María es llamada “sierva del Señor”. Pero este “siervo” nace como un brote en un desierto solitario, aislado, sin genealogías triunfales. Su existencia es una gracia porque no puede ser generado y alimentado por la tierra árida del nacimiento. Es una presencia viva en el mundo muerto y desolado del pecado humano. Un hombre desfigurado, «no tenía figura humana, nada había de atractivo en él», entra en la sociedad, pero es despreciado porque su tormento es interpretado como castigo divino y por lo tanto se teme el contagio. Sin embargo, la muerte no es el fracaso total hacia el que camina esta vida de dolor inocente. Por el contrario, la muerte hace florecer el misterio de fecundidad que este retoño contenía. Aquí se inscribe el breve fragmento que leemos hoy: “el Señor hizo triturar a su siervo con el sufrimiento. Cuando el entregue su vida como expiación, verá a sus descendientes, prolongará sus años y por medio de él prosperarán los designios del Señor…”

 

La 2ª lectura, heb., nos habla de Cristo como del Sumo Sacerdote “que es capaz de compadecerse de nuestros sufrimientos, puesto que él mismo ha pasado por las mismas pruebas que nosotros, excepto el pecado.” Él es el auténtico pontífice, es decir, puente, entre Dios y los hombres; el autor expresa esta realidad cuando dice que Cristo “ha atravesado los cielos”, es decir, ha entrado en su ámbito divino luego de haber compartido nuestra naturaleza en el misterio inefable de la encarnación. Si ha atravesado los cielos, es porque antes también atravesó en sentido descendente nuestra esfera para participar de nuestra naturaleza. Siendo él nuestro sumo y eterno sacerdote, – se trata de un esquema sacerdotal y el oficio sacerdotal es la intercesión -, entonces “podemos mantener firme la profesión de fe en él y confiadamente podemos acercarnos al trono de la gracia para recibir misericordia, hallar la gracia y obtener ayuda en el momento oportuno”. Recibir, hallar, obtener. Es el hermoso tema de la misericordia de Dios, definitiva e irreversible, que se ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro. De aquí pueden brotar múltiples reflexiones con y para el pueblo.

 

En otro registro lingüístico, es lo que nos dice san Marcos respecto al sentido de la presencia y misión de Cristo. El destino del Hijo del hombre es «servir y no ser servido» (10,45). Este versito es muy significativo, sobre todo por la teología de la salvación que propone. La salvación no va a ser el resultado de golpes de poder, sino de una actitud de servicio. Contra la concepción de los hijos de Zebedeo, anclada en un mesianismo de reivindicación y poder, Jesús opone la lógica de un mesianismo de inmolación y de entrega. Este es el “cáliz”, es decir, la suerte, que Jesús ofrece a quienes quieren seguirlo. Incluso a estos “hijos del trueno” les asegura que habrán de beber su “cáliz” y habrán de ser “bautizados” con el autismo con que él será bautizado, alusión clara al martirio. «Cuando Cristo nos llama, nos llama a morir con él» (D. Bonhoeffer). Antes pues que asegurarnos puestos de honor en un reino mesiánico político, Jesús pone en el horizonte de sus discípulos un destino de sacrificio y sugiere una disposición total ante los hermanos. J. Delorme, escribía que “la autoridad que Jesús comunica a sus discípulos no es un dominio, sino una cualificación dada por Dios en orden a un servicio”. Algo de esto podemos ver en los gestos y palabras de papa Francisco en su reciente viaje a “las Américas”.

 

Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Cristo acababa de terminar el discurso sobre su Pascua, sobre su pasión, cuando se le acercan los hijos de Zebedeo diciéndole abiertamente: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir». Persiste tozudamente en toda la humanidad la espera de un Mesías taumaturgo, milagrero, poderoso. La humanidad experimenta su insuficiencia por lo que respecta a la vida. Todos, antes o después, experimentamos la muerte, pero varía la solución a esta precariedad y a esta insuficiencia ontológica. Lo que comúnmente se constata es que el hombre, siguiendo el amor a su propia voluntad, piensa que sabe lo que necesita para ser salvado. Cristo habla de la Pascua y, por tanto, del amor. Pero el hombre insiste en las satisfacciones de las expectativas sembradas entre la pasión y la vulnerabilidad de la carne. Cristo nos vuelve a proponer que participemos en su Pascua: que bebamos el cáliz.

 

Meditación.

Nuestra puesto en la iglesia, de algún modo se parece a la de Santiago y Juan…, Somos hombres, mujeres, comprometidos, porque hemos dado nuestra palabra, indudablemente generosa, al servicio de reino, pero no sabíamos todas las consecuencias de nuestra respuesta: poco a poco, a lo largo de las diversas etapas de nuestra vida espiritual, de nuestras caídas y logros, descubrimos que siempre había mucho que aprender sobre su significado real. «No saben, ustedes, lo que piden». Tampoco nosotros sabíamos lo que pedíamos cuando un día respondimos a la llamada de Cristo… Poniéndonos en su seguimiento, tal vez creíamos que el objeto de nuestra donación fuese la conversión de nuestra voluntad, pensando que se trataba simplemente de querer y desear bienes de un orden diverso respecto a aquellos a los que puede tender una voluntad no convertida. Por el contrario, poco a poco descubrimos, que, si bien, tal vez no seamos completamente infieles a la gracia de nuestra vocación, a su lógica misteriosa, el objeto de nuestra donación «somos nosotros mismos», en el sentido de que debemos aceptar que Otro sea señor y maestro de nuestra voluntad. Se trata de renunciar, de una vez por todas, a ser nosotros los artífices y sujetos de nuestra santidad. (C. Pasquier).

 

Let God be God. (Cardenal Newman)