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DOMINGO XXVI.  C.

Amós 6,1.4-7; Sal 145; I Tim 6,11-16; Lc. 16,19-31

 

Aquí, abajo, están los pobres que esperan ante la puerta de los ricos. Allá, arriba, serán los ricos los que suplicarán a los pobres acordarse de la amistad que les habían demostrado, de las riquezas que habían compartido, de la comunión de bienes de la tierra que han realizado a su favor. «Los ricos son extranjeros en la iglesia, observaba Bossuet, y pueden adquirir derecho de ciudadanía sólo a través del servicio a los pobres».

 

Amós 6,1.4-7 – La cultura del consumo – He aquí un lenguaje nuevo para el pueblo de Israel. Su situación es radicalmente modificada: por generaciones y generaciones ha vivido bajo la “tienda”, como nómada; ahora entra en un periodo de estabilidad (diríamos nosotros cultura del consumo. Compro, luego existo). Por muchos años, Dios ha tomado su defensa y lo ha ayudado, viéndolo humillado y errante. Pero ahora, la élite se procura su comodidad y bienestar oprimiendo a los pobres. He aquí porque el lenguaje de Dios ha cambiado. Es intolerable que su pueblo viva como un «arribista», como un nuevo rico. La economía del consumo, fundada sobre la fatiga de otros, no tiene la bendición de Dios.

 

Sal 145 – El salmo se presenta como himno: junto al afecto básico de la alabanza, se abre paso la confianza del salmista, como experiencia propia y como invitación a otros. La confianza se funda en los predicados hímnicos del Señor. vv. 6-9. Después de recordar la acción creadora, recuenta una serie de obras de misericordia, que caracterizan a Dios. v.10. En eso consiste el reinado del Señor. El Dios del universo es el Dios de Sión, porque eligió un pueblo y un templo.

 

Transposición cristiana. La misericordia de Dios se fue revelando en el A.T. preparando la gran revelación de la misericordia divina en Cristo. En la sinagoga de Nazaret leyó un día Cristo un pasaje de Isaías que expone el mismo tema que nuestro salmo, y comentó: «Hoy está cumplida esta escritura que habéis oído». (Lc. 4,21)

 

I Tim 6,11-16 – El testimonio – Profesar la propia fe no significa deleitarse con palabras ni poner la propia firma al calce en una declaración de principios. De esto estamos hartos. La única cosa que hace mella en la indiferencia generalizada es una experiencia vivida y auténtica; a este Dios indescriptible e invisible, el cristiano afirma haberlo encontrado y da testimonio de ello. El hombre Jesús, ante el escepticismo y la oposición, ha dado testimonio siempre, que Dios está ahí, en el camino del hombre. Pero encontrar a Dios significa renunciar continuamente a la idea personal que nos hacemos de él; hablar de Dios significa romper con valentía el silencio y quebrar los lugares comunes y las frases hechas.

 

Lc. 16,19-31 – La inversión de los valores – El evangelio de Lucas subraya con vigor el tema de la pobreza, tal como lo hemos visto a lo largo de su lectura en la liturgia, y el episodio de Lázaro y del rico epulón es un ejemplo luminoso de ello. Al pobre y al rico les está reservada una suerte completamente contraria a aquella que habían tenido en la vida: Lázaro, ahora goza los bienes del cielo, el rico es atormentado en el infierno. Hay en este relato una radical inversión de los valores que sería el mensaje fundamental de las bienaventuranzas. O del Magníficat. Cuando Jesús proclama bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los mansos y los hace el objeto privilegiado del anuncio de la Buena Noticia, expresa en términos inequívocos la ruina de los valores y de la mentalidad que significa el inicio de la nueva vida la cual inicia con él.

 

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La liturgia de este domingo es continuación de la del domingo pasado, cuyo tema prolonga. En efecto aparece en escena, de nuevo, el profeta Amós. Son páginas cargadas de siglos, y sin embargo actuales y frescas como si fueran escritas para nuestro hoy. El peor modo de escuchar este mensaje, sería el de felicitar a Amós o a Cristo por su elocuencia en denunciar la inconciencia de los ricos, sumergidos en el lujo y en el placer, prediciendo su ruina repentina: Amós, con un discurso inquietante; Jesús, con la parábola del rico epulón indiferente ante la miseria de Lázaro, que se precipita en el infierno entre tormentos. Podemos pensar que la línea de demarcación entre pobres y ricos pasa únicamente entre un grupo humano y otro, poniéndonos naturalmente de parte de los pobres, beatificados por Jesús.

Sin embargo la distinción pasa por nuestro corazón: algo del rico epulón, de los felices despreocupados de los que habla Amós existe dentro de nosotros. Es el mensaje central de hoy, se trata de una situación que persiste y que es necesario cambiar. La indigencia se cambiará en riqueza, el lujo en miseria. El único camino de salida que Dios nos ofrece es la conversión: Es decir, el esfuerzo de ponernos decididamente de parte de las bienaventuranzas.

Tal vez de ninguna otra cosa ha hablado el magisterio de la iglesia como de este tema. Hace ocho días me refería yo a la Encíclica Caritas in Veritate; ahora podemos leer, igualmente, la otra Encíclica: Dios es amor. A la postre, el discurso de Jesús no es en primer instante una crítica política, una crítica social, al menos no lo vez en primer lugar; es más bien un llamado al amor, al amor de Dios sobre todas las cosas y al amor al prójimo como nosotros mismo. (cf. infra.).

Las profundas desigualdades que padecemos no se van a solucionar con las revoluciones; decía Pablo VI refiriéndose al siglo XX: este siglo que tiene la manía de las revoluciones. (Hoy, de las manifestaciones) Revoluciones del siglo XX cuyo resultado final todos conocemos. Y la miseria, con la pobreza, la enfermedad y la muerte, en sus peores expresiones, unidas a la indiferencia y a la insensibilidad de los poderosos siguen vigentes. J.P.II hablaba de la necesidad de una nueva revolución cultural, al estilo de la de Mao, pero de signo diametralmente opuesto: la revolución del amor. Y Pablo VI  expresó la urgente necesidad, a la manera de un proyecto histórico, crear la civilización del amor. Lo que hemos matado en nuestro mundo es el amor. Nos hemos vuelto más insensibles ante el sufrimiento de los demás y en nombre de ideologías, globalización por ejemplo, hemos sumido en la miseria zonas enteras del planeta. Sobre este particular el magisterio de la iglesia, en su cuerpo de doctrina social, contiene un acervo de riqueza inconmensurable. Haríamos bien en beber de esa fuente. Es lo que canta el salmo responsorial.

Evangelio: Comparto contigo el comentario que hace Roland Meynet al evangelio de este domingo:

Un abismo infranqueable. La muerte es el momento del juicio. Este juicio es definitivo y no hay posibilidad de apelación alguna…Pero este juicio no hace más que fijar, cambiándolas, lo que ha sido vivido por el hombre durante su vida. Es el hombre quien decide su suerte final por la conducta durante el tiempo de su vida. Es el rico mismo quien, cerrándose a las pequeñas necesidades del pobre que yace a su puerta, se condena a ser excluido sin recurso de la misericordia de Dios. Rehusando franquear hoy el abismo que le separa de su hermano pobre, él se separa para siempre de aquel que él llama, demasiado tarde, su Padre Abraham.

La preocupación por los hermanos. En el infierno, el rico pretende preocuparse de sus hermanos amenazados de sufrir la misma suerte que él enfrenta ahora. Él no piensa todavía en aquellos que son ricos y que cómo él no han tenido piedad de los pobres. No pide perdón a Lázaro, si no como siempre, no piensa más que en utilizar aquellos que puede para cualquier cosa en beneficio de su familia. Lázaro de repente ha sido promovido a sus ojos, pero a un rango de servidor, no al de hermano. Él que no trate al pobre como a su hermano, hijo de un mismo padre, que quiere que todos sus hijos tengan qué comer para vivir como hombres dignos y no como perros callejeros, no se conduce como hijo, porque no le permite a su hermano participar de la misma herencia.

Ahora es el tiempo de la salvación. Es ahora cuando el rico debe comprender al pobre que grita de hambre, es ahora cuando es necesario escuchar la voz de Moisés y de los Profetas. El llanto del pobre y  la llamada de Moisés y los Profetas no hacen más que transmitirnos la voz del padre que convoca para una misma salvación a ricos y a pobres. Un mismo Don los hará vivir a los dos, al rico y al pobre, a uno por haber recibido la vida y al otro por haberla donado. Es ahora cuando el pueblo debe reconocer en la palabra de Jesús, que hoy proclama el Reino de Dios, la misma voz que en la Ley de Moisés y en el llamado de los Profetas, y que repite siempre la misma cosa, que Dios es Padre y que aquel que no reconoce en su prójimo a su propio hermano y le cierra su corazón, no es hijo de Abraham, no es hijo de Dios. Es ahora cuando la llamada de Jesús a Israel, al que Dios había escogido primero, que lo hizo rico por la ley, por la alianza y las promesas, debe ser escuchada por él, y aceptar compartir con el pobre, con aquellos de fuera, con sus hermanos nacidos después, con  todos los pueblos llegados de la gentilidad, las riquezas recibidas y  reconocer en todos los hombres hijos de un mismo Padre y hermanos suyos.  (L´Evangile Selon Sait Luc. Analyse Rhethrique.   Vol. II Paris 1998.)

Excursus. 18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

En el Antiguo Testamento tenemos los llamados «pobres de Yahvé», personas que no han tenido nada sólido sobre lo que apoyarse, pero han depositado toda su confianza en el Señor, en la promesa de Dios. Pero confiar la vida a Aquel que es y que es fiel implica la vida eterna. Por eso, cuando el pobre Lázaro muere, es llevado por los ángeles al seno de Abrahán, porque Abrahán es su padre en la fe. En cambio, quien confía en sí mismo, en la gestión que hace de su vida y en los bienes que logra acumular, se pierde: por eso, el rico muere y es sepultado. Ha confiado en la tierra y ha sido cubierto por ella. Así pues, se repiten una y otra vez las dos vías que atraviesan el Antiguo Testamento: la vía del justo y la vía del impío. El rico quiere advertir a sus hermanos que cambien, pero le parecen insuficientes las figuras de Moisés y los profetas; quiere que alguien vuelva de entre los muertos. Aunque Cristo ha resucitado de entre los muertos, parece que esto tampoco basta para escucharle…