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Ez. 18,25-28; Sal. 24; Fil. 2,1-11; Mt.21, 28-32.

 

Ez. 18.25-28. Liberes, pero responsables. Cuántas veces, ante las injusticias y la maldad presentes en el mundo, nos revelamos contra Dios. Cuántas veces hemos exclamado: si Dios fuera justo, no debería permitir tal y cual cosa. Ponemos a Dios en el banquillo de los acusados.  Pero él nos responde: “ustedes son responsables porque son libres”. A través de experiencias dramáticas, el pueblo de Dios ha tomado conciencia de la importancia de la libertad y del riesgo que comporta. No pocas veces se reniega de la libertad. Dostoievski decía que la libertad es el don más terrible que Dios pudo dar al hombre. (Solo que sin este don seríamos marionetas). El descubrimiento de la responsabilidad nos impide caer en el fatalismo, o en el infantilismo, que con frecuencia se reprocha a los creyentes.

 

Salmo. 24, 4-5.6-7.8-9. Este salmo refuerza nuestra meditación: Señor, enséñame tus caminos,/ instrúyeme en tus sendas,/ haz que camine con lealtad;/ recuerda, Señor, que tu ternura/ y tu misericordia son eterna;/ no te acuerdes de los pecados/ ni de las maldades de mi juventud;/ acuérdate de mí con misericordia;/ por tu bondad, Señor. El motivo literario de este salmo es “el camino”. En Hech., varias veces el cristianismo es llamado «el camino», 18,25-26; 22,4; 24,14. En los evangelios se nos habla de los dos caminos Mt, 7,14; Cristo enseña el camino del Señor.  Lc. 20-21.

 

Fil. 2,1-11. Término de la comparación. La oración de Jesús por la unidad ha chocado siempre con las discordias interminables de los hombres. Ya Pablo se ve obligado a conminar a los cristianos a la unidad. ¿Qué diremos de la iglesia, hoy? Debemos preocuparnos en presentar al mundo el rostro de una iglesia abierta, sí, pero profundamente unida. Para llegar a esta meta necesitamos tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. Él, que era Dios, se comportó como el más humano de los hombres. Se despojó de todo, incluso de su propia voluntad, murió olvidado, sin amigos; “se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz”, es decir, una muerte abominable, colgado entre los malhechores. Adán, queriendo ser como Dios, falló trágicamente; Cristo siguió el camino inverso, se humilló a sí mismo, se anonadó, y por ello es la cabeza de una humanidad con la novedad de Cristo.

 

Evangelio. Mt. 21,28-32. El ‘no’ puede convertirse en ‘sí’. Los fariseos han sabido decir sí a la Ley, pero ha opuesto un no rotundo al evangelio. Llega la hora en que aquellos que han rechazado la ley, darán su adhesión al evangelio. Ahí están los cristianos y están los otros; los cristianos proclaman tan mal su “sí”, en la liturgia y en la realidad de la vida, que los otros, los publicanos y las pecadoras, no ven en ellos verdaderamente el deseo de cambiar de vida; todo es tan tibio, tan sin chiste, una vela a Dios y otra al diablo, pero se llaman cristianos. Y, sin embargo, el Reino se manifiesta verdaderamente cuando aquellos que han dicho “no” podrán finalmente decir “sí”, sin renegar de ellos mismos. Por esto, los más urgentemente llamados a convertirse, son los “cristianos”, a fin de ser para los demás ejemplo que invita y que arrastra. La palabra anima, pero el ejemplo arrastra, decía mi ‘agüela’.

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El tema: Siempre es posible volver a Dios, cambiar el “no” inicial por un “sí” humilde y confiado.  La antífona de entrada, que condensa las liturgias penitenciales del libro de Daniel, (3,31ss.), nos ayuda en esa línea de reflexión. Las liturgias penitenciales tienen un ritmo: reconocimiento, tomar conciencia del propio pecado, de la bondad y justicia de Dios ofendidas, pedir perdón y arrepentirse, y Dios que, conforme a su inmensa, misericordia nos perdona. “Señor, tú eres justo en todo lo que haces. Tú eres justo y nosotros los injustos. Podrías hacer recaer sobre nosotros, Señor, todo el rigor de tu justicia, porque hemos pecado contra ti y hemos desobedecido tus mandatos; pero haz honor a tu nombre y trátanos conforme a tu inmensa misericordia”.  El tema se repite; los domingos pasados hemos venido reflexionando sobre la justicia de Dios que nos justifica, hemos leído los salmos que cantan la misericordia infinita de Dios, hemos cantado a ese Dios, lento para enojarse y rico para perdonar, que no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Entonces, Dios, es justo en cuanto que nos justifica, es el Dios del perdón y la misericordia, que no guarda rencor perpetuo, que no está siempre acusando. Así pues, reconocer nuestro pecado, reconocer la justicia de Dios, pedir perdón y acogernos a su misericordia “con el firme propósito de no volver a pecar”, es el ritmo de la liturgia penitencial.

 

Ez. 18,25-28. Pero queda la responsabilidad personal. Dios es justo; quienes somos injustos somos nosotros, reconocemos su justicia y debemos entender la responsabilidad de nuestras obras. Existe una responsabilidad personal intransferible. Es lo que canta el profeta.

 

Luis Alonso comenta de la siguiente manera: Del cambio de las generaciones pasamos a la vida del individuo en forma cruzada (quiástica), cortada por la objeción se presenta el doble caso justo-malvado, malvado-justo. El hombre se define sobre todo por su actitud presente, por una postura total frente a Dios; es cierto que los actos del pasado condicionan fuertemente e influyen en la condición presente, es difícil cambiar; pero no es menos cierto que el hombre no hereda fatalmente su pasado. Aunque no pueda aniquilar su pasado, puede liberarse de él, superarlo, frustrarlo. El mensaje de Ezequiel es optimista y exigente a la vez. Lo que determina radicalmente esta posibilidad, (el cambio), es la voluntad de Dios, que quiere la vida del hombre; por esta voluntad no hay paridad entre los casos, pues también el justo que se pervierte puede convertirse otra vez. Es lo que dirá San Pablo en Fil. 2,12: “con temor y temblor, (con grande empeño, pues se trata de una cosa muy seria), trabajad en vuestra salvación”.

 

La conversión incluye un cambio total de vida. Frente a la reconciliación colectiva que realizaba la liturgia del día de la expiación, (Yom ki pur), tenemos aquí un principio personal; lo que los profetas han predicado al pueblo, Ezequiel lo propone a cada uno. «Si recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá»”.

 

Mt. 21,28-32. Mateo ha reunido tres parábolas de ruptura: la de los dos hijos, los viñadores y el gran banquete. Las autoridades judías exigen a Jesús las credenciales de su delegación divina; Jesús les responde con estas parábolas. El rompimiento es inevitable. Jesús no tiene miramientos. Mateo añade, ahora, a los publicanos, las prostitutas. Jesús sabe que los fariseos han decretado su muerte.

 

Jesús toma las cosas a vuelo. Un padre tenía dos hijos; el primero fingía obediencia, el segundo indicaba lo contario. El que es capaz de cambiar el “no”, el que es capaz de rectificar, ese hace la voluntad del padre; el otro permanece en su autoengaño y, por ello, en su desobediencia. No hace, pues, la voluntad del padre. Los sacerdotes son cogidos en su trampa. ¿Cuál de los dos ha hecho la voluntad del padre? «Hay un trabajo religioso que no es el de Dios, que tiene el aire de responder a su voluntad, pero no conoce el verdadero alcance de las exigencias divinas». ¡Es tan fácil convertir la religión en ideología! Es la actitud de los ultras, derechistas, integristas, yihadistas, etc. Dios no necesita defensores, necesita testigos.

 

  1. Sand resume así su comentario a este fragmento: “La parábola esta dirigida a la comunidad: un “no” al Padre no es irreparable; puede cambiarse en un “si” por medio del arrepentimiento. El ejemplo de esto no son los justos, sino los pecadores; precisamente porque son pecadores, ellos comprenden la necesidad de la conversión. Para los que se creen justos, la posibilidad de convertirse, retornar al Señor, está cerrada. De este modo, el llamamiento de Juan a la conversión, que preparaba la predicación de Jesús por medio de la conversión, tiene también valor para la comunidad; de hecho, realizar rectamente la voluntad del Padre presupone que la comunidad sea conciente de la necesidad, jamás realizada definitivamente, del arrepentimiento y la conversión.

 

Es importante que en este contexto Mt. hable «de creer». El tema, raramente tratado por él, forma la concatenación entre 21,18-22; 21,23-27; 21,28-32. Creer quiere decir el “sí” de la comunidad a la vida de la justicia; es la adhesión y el lazo con Dios, así como se exigía, tanto en la predicación del Bautista como en la de Jesús. La severidad de esta advertencia, la necesidad de cambiar, Mt. la expresa usando el tiempo presente: «en verdad les digo que los publicanos y las prostitutas van adelante en el Reino de los cielos»”.

 

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Un minuto con el Evangelio.

Marko I. Rupnik, SJ

 

En verdad os digo: los publicanos y las prostitutas os precederán en el reino de los cielos. Ésta es una de las palabras más duras que Cristo pronunció a los poderosos de Israel. Al mismo tiempo, son palabras llenas de consuelo y de esperanza para los pequeños y para los pecadores. Cristo  continúa confrontándose con esta mentalidad que domina a Dios, que se ha creado una imagen determinada de Dios y que ahora aplican sobre él.  Para él es agotador discutir con gente que filtra los mosquitos y se traga los camellos, gente que está convencida de que no tiene necesidad de Dios, más aún, de que lo hace todo y desde siempre como se debe.

 

Pero Cristo los hace caer en la trampa de la parábola y ellos deben admitir al fin que pueden quedarse fuera del reino de Dios: les precederán los que sienten la necesidad de la salvación, lo que se consideran pecadores.

 

Excursus.

En la estructura de la liturgia de la Palabra dominical, la perícopa evangélica va marcando el ritmo, de tal manera que la primera lectura y el salmo, por lo general, nos dan pistas de lectura para la evangelio del día. Los Evangelios son la «excelencia de la revelación» (D.V.). Sin embargo, algunos domingos la 2ª. lectura nos presenta un tema sugerente, como es el caso este domingo, cuando leemos el famoso himno cristológico de Filipenses, el más célebre del N. T. Por sí solo rebasa los límites de la homilía y su centro está en el anonadamiento del Hijo, en su kénosis, (exhinanivit), en su obediencia «hasta la muerte, y muerte de cruz». Los especialistas creen que se trata de un himno preexistente, destinado, tal vez, al uso litúrgico y que Pablo inserta en su carta. Particularmente me llama la atención «el motivo» por el cual Pablo hace uso de este himno: “….llénenme de alegría teniendo un mismo sentir, con un amor mutuo, concordia y buscando lo mismo. No hagáis nada por ambición o vanagloria, antes, con humildad tened a los otros por mejores. Nadie busque su interés, sino el de los demás. Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, …”. (La palabra griega usada por Pablo es: frónesis, que, más que sentimientos, se ha traducir por prudencia, sabiduría, una actitud positiva). Podemos decir: tener la misma actitud de Cristo, y a renglón seguido, Pablo, nos transmite el himno. La motivación es, pues, la de tener en la comunidad la misma actitud de Cristo, humildad, entrega, concordia y amor mutuo. Rechazar la vanidad, la vanagloria, los sentimientos de superioridad, el afán competitivo, la vanagloria, e imitar la humildad y la obediencia de Jesús. Un tema, pues, suficiente para la homilía.