[ A+ ] /[ A- ]

Domingo XXX de Tiempo Ordinario B

Jr 31,7-9; Sal 125; Hb 5,1-6; Mc 10,46-52

 

Oración opcional. Oh Dios, luz de los ciegos y alegría de los atribulados, que en tu hijo unigénito nos has dado el sacerdote justo y comprensivo para con todos aquellos que gimen en la opresión y en el llanto, escucha el grito de nuestra plegaria: haz que todos los hombres reconozcan en él la ternura de tu amor de padre y se pongan en camino hacia ti. Por NSJ…

 

Síntesis.

Jr 31,7-9 – De la derrota a la victoria – Son raros los hombres que, en el momento culminante de la crisis, saben discernir el camino a seguir. Jeremías es uno de ellos: en pleno desastre nacional, mientras el pueblo es deportado por los enemigos, él anuncia que este desastre tendrá, no obstante los signos en contrario, un final feliz. Si el pueblo permanece fiel, si persevera en la búsqueda de Dios, también en la tierra extranjera, Dios cambiará su prisión en libertad, su soledad en comunión: lo que ahora siembra el pueblo con lágrimas, mañana lo cosechará entre cantares.

 

Sal 125 – Cuando cambia la suerte – Es una acción de gracias pensando en el regreso del destierro, del desierto. El versito 4 nos hace pensar que ha sucedido una nueva desgracia y, entonces, hay que recordar con confianza el retorno del destierro, el regreso desde Babilonia. El recuerdo es primordial en la historia de los pueblos y en la vida personal; hay que sacar fuerza de nuestro pasado, porque nuestro pasado está grávido de la presencia misericordiosa de Dios.

 

El recuerdo de la liberación es intenso: aquella alegría inesperada se hace presente. En la liberación reveló el Señor su grandeza, de modo que hasta los gentiles pudieron reconocerla; y esta revelación activa es fuente de gozo para el pueblo, incluso en el recuerdo. La experiencia histórica se transforma en la imagen serena de la vida agrícola: sembrar para cosechar.

 

Cuando Cristo se apareció resucitado, también los discípulos creían estar soñando o ver un fantasma. Es el cambio inesperado de suerte. Y cuando subió al cielo, volvían llenos de alegría. Cristo ha utilizado la imagen agrícola, invitándonos a sembrar, dejando que otros cosechen; ni una gavilla se perderá cuando el Señor cambie nuestra suerte, en la gran vuelta a casa, porque «sus obras nos acompañan.»

 

Hb 5,1-6 – Sacerdocio universal – El sacerdote va de los hombres a Dios y de Dios a los hombres, cargado con los pecados de todos y portador del perdón de Dios. Él no vive en la diáspora (alejado, ajeno), de una situación común, sino en el corazón mismo de la multitud; ha sido elegido para dar testimonio de la misericordia incansable de Dios. Hay un solo y verdadero sacerdote, Jesús Cristo, que reúne en su persona la debilidad del hombre y la potencia renovadora del Altísimo. Pero todos los cristianos participan, a título diverso, a esa comunicación entre la tierra y el cielo; su misión es no traicionar ni a Dios ni a los hombres.

 

Mc 10,46-52 – Danos ojos para ver – Jesús se prepara para afrontar la pasión. Va camino a Jerusalén. Los apóstoles piensan solo en la gloria y el triunfo, no logran comprender los anuncios dolorosos del maestro. Están ciegos. La curación de Bartimeo, que le devuelve la vista, ¿abrirá los ojos de los discípulos? Nuestra hambre de alegría terrena, falsea a veces nuestra mirada, al punto de volverla ciega ante las exigencias de la salvación. Solamente nuestra fe puede darnos una clara visión del sentido de nuestra historia. El camino que lleva a la gloria del Resucitado pasa por la humillación del Gólgota. Y si Cristo se nos presenta bajo el aspecto del pobre y del sufriente, ¿nuestros ojos sabrán reconocerlo y nuestro corazón darle un poco de amor?

++++

El tema de este domingo podríamos sintetizarlo en la frase «cuando cambia la suerte»; cambiar la suerte es el tema dominante de los capítulos 30-31 de Jeremías. La I Lectura que forma parte del largo oráculo de salvación (Jr 30-31), una de las cumbres de la teología del A.T.; canta el retorno del destierro como un nuevo éxodo, incluso más glorioso que el primero, y que “cambiará la suerte del pueblo, como los ríos cambian la suerte del desierto”. Y el salmo 125 es un encendido canto lírico por el recuerdo de la liberación.

 

El P. Luis Alonso S., en la Biblia del Peregrino, comenta así Jer. 31: «Empezamos por describir la composición de conjunto, señalando su movimiento. El Señor se dirige a “los supervivientes de Israel” con un mensaje de esperanza: habrá un nuevo éxodo y una peregrinación a Sión, inaugurando una era de alegría y bienestar (2-6.8-9); el Señor se dirige también a un grupo no identificado (7) y a las naciones del orbe (10-14). Sus palabras pueden ser escuchadas por todos los diversos destinatarios. Al oír un mensaje tan dichoso, el pueblo interpelado desconfía por diversas razones: por el destierro, por la muerte de los varones, por los propios pecados. El pueblo se presenta en la figura de la “matriarca” Raquel o con el nombre antepasado de Efraín. A sus objeciones contra la esperanza, responde el Señor con el supremo argumento de su amor y reafirmando su promesa de fecundidad (15-17.18-20.21-22). Hasta aquí el proceso ha sido riguroso. Después de unos versos que se salen del marco (23-26), viene una triple promesa, en crescendo: fecundidad (27-25), responsabilidad personal (29-30), nueva alianza (31-34). El Señor confirma sus promesas con doble juramento cósmico (35-36 y 37). El capítulo está poblado de referencias temáticas y verbales a la gran liturgia penitencial de 2,1–4,4. Ese amor funda la esperanza humana, expresada en esos tres “todavía”. En ellos ocupa puesto principal la fiesta popular (¿litúrgica?), y la peregrinación al santuario de Jerusalén. La gran vuelta es el comienzo de la gran peregrinación. Cuando el reino estaba dividido, los del norte o Efraín acudían a Jerusalén. El camino del desierto se volverá maravilloso, por la protección paterna de Dios. El pueblo escogido es primogénito de Dios: por él Dios hirió a los primogénitos de Egipto, lo sacó de la esclavitud, y lo vuelve a sacar del destierro».

 

El mismo tema canta el salmo 125: «el cambio de suerte». Luis Alonso S. comenta este salmo así: «El recuerdo de la liberación es intenso: aquella alegría inesperada se hace presente. En la liberación reveló el Señor su grandeza, de modo que hasta los gentiles pudieron reconocerla; y esta revelación activa es fuente de gozo para el pueblo, incluso en el recuerdo. La súplica es enigmática: podría ser cita de la súplica clásica por la vuelta a Palestina. Pues ese “cambiar la suerte” es, sobretodo, “volver de la cautividad”, con un ligero cambio de vocales. Los torrentes de la estepa meridional se hinchan repentinamente con una lluvia fuerte y crean espacios de verde en medio de la aridez. La experiencia histórica se transforma en la imagen serena de la vida agrícola, siembra y cosecha.

 

“Cuando Cristo se apareció resucitado, también los discípulos creían soñar o ver un fantasma. Era el cambio inesperado de su suerte. Y cuando subió al cielo, volvían llenos de alegría. Cristo ha utilizado la imagen agrícola, invitándonos a sembrar, dejando que otros cosechen; ni una gavilla se perderá cuando el Señor cambie nuestra suerte, en la gran vuelta a casa, porque “sus obras los acompañan”».

 

También nosotros y nuestra época necesitamos «que nos cambie la suerte». Como cambió la suerte del ciego Bartimeo al encuentro con Jesús. La humanidad necesita liberación. Y esa liberación tendrá lugar sólo mediante el encuentro y el seguimiento de Jesús. Necesitamos ser curados de nuestra ceguera y seguir a Jesús hasta el lugar de su pasión.

 

Es el sentido de la perícopa evangélica de este domingo. El relato de la curación del ciego Bartimeo, sentado al lado del camino de Jericó, a la salida rumbo a Jerusalén, está cargada de simbolismos. El interés central de esta perícopa, no es el Taumaturgo ni su disponibilidad para ayudar, ni su bondad, ni su actitud humanitaria, sino el comportamiento de aquél hombre que tiene necesidad, que experimenta la necesidad, que tiene la gracia de sentir la necesidad. Malo cuando ya ni necesidad sentimos de Dios.

 

El ciego, a la vera del camino, ha oído hablar de Jesús; no tiene ninguna catequesis previa, no sabe a ciencia cierta quién es “ese Jesús”. De hecho el nombre de Hijo de David es problemático. Pero el hombre tiene confianza. Él lo llama con las palabras de súplica propias de las plegarias hebreas que descubrimos en los salmos (Sal 40; 122). Bartimeo en su «fe ciega» está en el camino del Kyrie eleison, Chryste eleison, de la comunidad que ora y profesa su propia fe. La iglesia ha heredado la súplica de Bartimeo y la pone al inicio de la celebración Eucarística.

 

La intención del evangelista, que ha puesto el relato en el contexto del viaje a Jerusalén, y ya muy cerca de la Ciudad Santa, la súplica «que yo vea de nuevo», revela por ello un inmenso valor simbólico. No se trata de la recuperación de la vista de los ojos del cuerpo, sino del reconocimiento de la intención salvífica de Dios presente en ese Jesús. Bartimeo debe implorar para obtener aquello que los discípulos pudieron haber tenido si hubiesen observado con los ojos abiertos. En Mc, con frecuencia, Jesús acusa a sus discípulos de estar ciegos. Los ojos de los discípulos muchas veces estuvieron ciegos, incluso después de la resurrección, ellos creían ver un fantasma. También nosotros, hoy, experimentaremos una gran dificultad para descubrir a Jesús y tener fe en un mundo difícil, pluralista, incluso hostil y que hace burla de los valores cristianos.

 

El futuro del hombre corre peligro, decía el Papa en su mensaje del domingo pasado, debido a los atentados contra la vida, atentados que asumen varias formas y modos. Ante este escenario, nos preguntamos preocupados: ¿Qué será de la humanidad y de la creación? ¿Hay esperanza para el futuro?, o mejor, ¿hay futuro para la humanidad? ¿Y cómo será ese futuro? A los creyentes la respuesta a estas interrogantes nos viene del evangelio. Cristo es nuestro futuro, su evangelio es comunicación «que cambia la vida», da la esperanza, abre de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad. (B. XVI).

 

Hoy se nos plantea la cuestión de la fe y la facultad de ver. La fe no está nunca completamente segura de su objeto; Pablo VI la describía como un “salto en el vacío”. La fe es una realidad amenazada, un claroscuro, nunca una luz meridiana que esté a salvo de la duda, de las dificultades. El padre del joven endemoniado caracteriza apropiadamente la miseria humana en el grito: «creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad» (Mc 9,24). Parece que el ciego nos quiere enseñar que hay una especie de fe que conduce a la claridad si por lo menos tiene el suficiente valor para invocar a aquél que nos devuelve la vista.

 

Las palabras conclusivas «y lo siguió a lo largo del camino», hacen accesible el significado del relato de la curación del ciego e iluminan el permanente interés de la predicación de Marcos. Al fin del camino, en dirección a Jerusalén, hacia la pasión, con el ejemplo de aquél que ha recuperado la vista mediante la fe, se muestra qué cosa es el discipulado. Aquél hombre no oyó las tres profecías de la pasión ni la exhortación a cargar la propia cruz, ni la exhortación a alejarse de la mentalidad de este mundo, es decir, no había escuchado la predicación de Jesús, pero en el modo de entender de Marcos, él ha comprendido intuitivamente y mediante la fe, que para el camino cristiano se requiere algo más que una simple confesión de fe en Jesús como taumaturgo. Lo que se exige es la fe en el Hijo de Dios que da la salvación mediante su pasión. Quién sea verdaderamente Jesús quedará de manifiesto sólo en el momento del cumplimiento, es decir, en la cruz; “al verlo morir así, el Centurión exclamó: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mt 27,54). Sin embargo un seguimiento coherente de Jesús, sobre el duro y difícil camino de esta época, no conduce sólo a la cruz sino a la resurrección.

 

En el mensaje del DOMUND 2009, el entonces papa B. XVI, comentaba este pasaje evangélico. En síntesis, los oráculos de salvación, la alegría desbordante que observamos en la I Lectura y en el Salmo, tienen un cumplimiento total, su sentido pleno, cuando Dios se ha compadecido de nosotros, de la humanidad toda, y nos ha enviado a su Hijo para reintegrarnos a todos a la unidad (cf. Jn 11,52), para hacer de nosotros todos el pueblo que resulta del nuevo y definitivo éxodo de la historia. Nuestra alegría debería ser como la del anónimo poeta del salmo 125.

 

UN MINUTO CON EL EVANGELIO.

Marko I. Rupnik.

El ciego Bartimeo se encuentra mendigando dentro de la Tierra Prometida. La justicia en el Antiguo Testamento se entiende desde el trasfondo de la experiencia del pueblo elegido. Dios ha cuidado de este pueblo cuando aún era una pequeña tribu, insignificante y perdida. La justicia exige que actúen así unos con otros y, sobre todo, con los que son débiles, marginados y pobres. Por tanto, en la Tierra Prometida no debería haber hombres olvidados, abandonados, como Batimeo, porque todos deberíamos tener la premura de ayudarles. Dado que el ciego está mendigando, es consciente de que este «reino de justicia» no es verdadero, y por eso espera al Mesías. Así, cuando oye que Cristo Sol de justicia, está pasando a su lado, empieza a gritar para aferrarse a él. No hay mejor manera de encontrar a Cristo que la conciencia de que necesitamos la salvación.

 

Meditación.

En nuestro modo práctico de considerar la oración, (en caso de que la haya), podemos aprender del hijo de Timeo (Bartimeo) que cuando nos dirigimos a Dios de corazón, él siempre nos escucha.

 

En términos generales, cuando nos damos cuenta que no podemos, ya, apoyarnos en todas esas cosas en las que solemos confiar, no por eso estamos dispuestos a renunciar a ellas. Vemos bien que no podemos, ya, esperar en los medios humanos. Tendemos hacia algo, nos proponemos un objetivo que jamás podremos alcanzar; siempre frustrados, experimentamos el tormento de la desesperación, y si nos encerramos en este punto, no podemos más que declararnos derrotados.

 

Pero si dirigimos nuestra mirada a Dios, sabiendo que no nos queda otro, más que él, y decimos: «tengo confianza en ti y pongo en tus manos mi alma, mi corazón y toda mi vida», entonces la desesperación nos conduce a la fe.

 

A la postre es el «accipe Domine», de S. Ignacio: «Tomad, Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo devuelvo; todo es vuestro; disponed de ello conforme a vuestra voluntad. Dame vuestro amor y gracia, que esta me basta, sin que os pida otra cosa.»