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Razón tenía este famoso escritor cuando decía que el hombre es un ser en circunstancia, circunstancia que va siendo igual a la historia entendida como sucesión de eslabones. “El hombre es el hombre paleolítico, pero también el Marquise  de Pompadour, es Gegis Khan y Stephan George,  es Pericles y es Charles Chaplin.  El hombre pasa y atraviesa – añadía – por todas esas formas de ser, peregrino del ser,  las va siendo y des-siendo, es decir, las va viviendo.  El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia, porque historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente, movilidad y cambio”. Es obvio que esta idea exige ciertas precisaciones metafísicas porque también puede ser que el hombre permanezca él mismo no obstante los cambios que se dan en su historia y en la historia. Y, de hecho, así es. Ortega era más literato que filósofo.

Tenía razón también, cuando troqueló su famosa frase: “Yo soy yo y mi circunstancia. O domino mi circunstancia o ésta acabará destruyéndome”. Obvio, que Ortega se refiere a una circunstancia adversa en cuanto a mi desarrollo plenamente humano. El problema se agudiza al extremo, al momento de intentar definir y captar la peculiaridad de “mi circunstancia”, y, más aún, al momento de encontrar los medios para sobreponerme a ella y evitar mi destrucción. La circunstancia restrictiva puede ser de muy diversa índole. Todo desemboca en la persona, tiempo, vejez, enfermedad, muerte.

Pero el condicionamiento social es, ahora, decisivo como no lo fue nunca. Al escribir el presente, pienso en el caso Michoacán, en la gran mentira que lo sustenta y lo ha hecho posible. Hace mucho se alertaba del contagio, vía Guerrero, del mal oaxaqueño. Dos períodos gubernamentales  no evaluados y el actual carente de energía física y moral. Todo es condicionamiento y ahí está el yo, –  también el yo social -, y su circunstancia. Una circunstancia que ha de ser dominada o acabará por destruir el conjunto. La circunstancia está, igual, en el escalofriante caso Nereyda, niña, y madre en su niñez, asesinada ante testigos inmóviles, según los medios.

Así pues, la consabida frase del autor de “La Deshumanización del Arte”, es muy cierta, pero al intentar darle concreción vital, – y él, que era un vitalista -, nos resulta especialmente difícil. En efecto, no se trata de un simple juego de palabras; ésta teoría podemos verificarla en la situación que vivimos los juarenses.  Los juarenses estuvimos atrapados en una circunstancia del todo especial, cuyos efectos percibimos en todos los niveles del ser, física y espiritualmente, ambientalmente,  económicamente, humanamente. Pero, ¿de dónde llegó esta crisis? ¿Cómo se generó? ¿Cuáles fueron sus raíces profundas? ¿De dónde se nutrió?, ¿ya está superada o está esperando suceder de nuevo? Sentimos todos lo anómalo de las circunstancias, pero creo que no logramos identificar su peculiaridad, su naturaleza. Hemos comenzado a movernos como si aquello hubiese sido solo un mal sueño. No tenemos memoria y la superficialidad de las mesas lo demuestra. Esto hace de nosotros una entidad social desconcertada, perdida, incapaz, por lo tanto, de encontrar una salida a esta circunstancia o de impedir que se repita. O dominamos la circunstancia, o ésta acabará destruyéndonos. La urgencia se impone; pero encontrar la salida correcta se nos está tornando imposible. Luego, parece que la circunstancia acabará destruyéndonos.

Me imagino algo parecido a la sensación de desconcierto de un grupo médico que no acierta en el diagnóstico. Podemos comparar, por ejemplo,  ésta situación con la que vivieron, hace muchos siglos, las sociedades europeas afectadas por “la peste”: todo era devastación y muerte, al grado de despoblar todo un continente, pero nadie sabía como atajar el mal. El mal y su origen  eran completamente desconocidos y los remedios aplicados, incluyendo las penitencias y oraciones, resultaban prácticamente inútiles. Y a la distancia de siglos uno puede pensar con cierta arrogancia: ¡y pensar que se trataba de tristes pulgas trasmisoras que llegaban en los barcos venidos del Oriente! ¿No estaremos en la misma circunstancia? ¿No estará demasiado a la vista el origen y la causa del mal que nos atenaza? ¿No habremos cerrado los ojos para no ver y tapado los oídos para no escuchar? ¿No vemos el problema de la familia? Me refiero a la “verdad” sobre la familia: fatalmente, o formadora de personas o fábrica de delincuentes. El desempleo y la pobreza, el abandono, ¿no serán las pulgas transmisoras?

Bien podemos decir que, ahora, “la peste” que aniquila la humanidad, según lo intuyó Camus, es “la desnudez espiritual del hombre contemporáneo”. “Si este mundo, escribe Camus, no tiene un sentido superior, si el hombre no tiene más que al hombre como fiador, basta con que un hombre suprima a un solo ser de la sociedad de los vivos para quedar excluido él mismo. Cuando Caín mata a Abel, huye a los desiertos. Y si los criminales son multitud, la multitud vive en el desierto y en esa otra especie de soledad que se llama la promiscuidad”.  Bebés, niños, mujeres, jóvenes, viejos, nadie escapa al sin sentido cruel de nuestra circunstancia.

Teniendo ante sus ojos la Europa devastada por las guerras, escribía éstas, que en él, parecerían extrañas palabras: “lejos de esa fuente de la vida, en todo caso, Europa y la revolución se extinguen en una convulsión espectacular. En el siglo XIX, el hombre derriba las coacciones religiosas. Sin embargo, apenas libre, se inventa de nuevo otras, e intolerables. La virtud muere, pero renace más dura aún. Grita a todo el mundo la necesidad de una estrepitosa caridad, y de ese amor a lo remoto que hace una irrisión del humanismo contemporáneo. En tal punto de fijeza, sólo puede causar estragos. Llega un día en que ese humanismo se agria, se convierte en acción policíaca, y, para la salvación del hombre, se alzan enormes piras”. Y concluye: “en la cumbre de la tragedia contemporánea, entramos entonces en la familiaridad del crimen”. Esta es nuestra circunstancia, nuestra situación. Y ante estos textos de confusas profecías uno puede preguntarse ¿en qué pensaba Camus cuando habla de “ese amor a lo remoto”?, ¿qué o quién era “ese remoto”?, ¿a qué se refería él cuando denunciaba “la desnudez espiritual” de nuestra generación? A veces me parece que Camus refleja la nostalgia de los que ven la fe y no pueden acceder a ella. Su nostalgia es su testimonio y la condena de la tibieza de llamados creyentes.

Como quiera que sea, nosotros, en México, vivimos una situación inédita, donde se experimenta un vacío. Y la naturaleza no tolera los vacíos. Vacío existencial, vacío de poder, vacío en el alma, y vacío en los estómagos. Oaxaca, D.F. y sus marchas, los antisistemas,  Guerrero y Michoacán, son también un realidad. Y la opinión pública.

El recurso que hemos privilegiado es el recurso “a la opinión pública”; a su graciosa majestad la opinión pública. Ya Nietzsche había visto a la opinión pública como la fuente del poder y por ello hablaba de la democracia como de la dictadura de la estupidez. Tenemos que enfrentar el mal y tenemos que hacerlo desde el poder. Pero el poder tenemos que fundamentarlo. Y volvemos a Ortega y Gasset.

En una de sus obras más conocidas, La rebelión de las masas, se hace una pregunta fundamental: ¿Quién manda en el mundo? Por mando no se entiende primeramente el ejercicio del poder material, de la coacción física. Esa relación estable y normal entre hombres que se llama mando no descansa nunca en la fuerza, sino al revés; porque un hombre o un grupo de hombres ejercen el mando, tiene a su disposición ese aparato o máquina social que se llama fuerza.

Napoleón dirigió a España una agresión, sostuvo esta agresión durante algún tiempo, pero no ejerció el mando ni un solo día en España simplemente porque tenía sólo eso, la fuerza. Conviene distinguir entre un hecho o proceso de agresión y una situación de mando. El mando es el ejercicio normal de la autoridad. Y el mando se funda siempre en la opinión pública. Jamás ha mandado nadie en la tierra nutriendo su mando esencialmente de otra cosa que no sea la opinión pública.

Así como en la física de Newton, la gravitación es la fuerza que produce el movimiento, de igual manera, la ley de la opinión pública es la gravitación universal de la historia política. Sin ella, ni la ciencia histórica sería posible. Por eso muy agudamente insinúa Hume que el tema de la historia consiste en demostrar cómo la soberanía de la opinión pública, lejos de una aspiración utópica, es lo que ha pesado siempre y a toda hora  en las sociedades humanas. El mismo Napoleón decía que el poder es percepción. Y la percepción descansa en la opinión pública. Esta es una verdad tan grande, dice Ortega, que hasta quien pretende gobernar con los jenízaros depende de la opinión de éstos y de la que tengan sobre éstos los demás habitantes.

Y la verdad de las cosas es que no se puede mandar con los jenízaros. Con estos se puede reprimir, golpear, agredir, forzar, pero nunca ejercer un mando creativo. Resulta preocupante que no aprendamos de la historia, que no tengamos cultura histórica aún cuando hemos celebrado centenarios. El ex obispo Talleyrant decía a Napoleón: «con las bayonetas, sire, se puede hacer todo menos una cosa: sentarse en ellas». Este ex obispo es uno de los genios más inquietantes de la política, esos genios que en una frase resumen el dramatismo de la estupidez humana. Nadie puede asentar el mando de una forma creativa y duradera sobre las bayonetas. Y esto porque mandar no es gesto de arrebatar el poder sino tranquilo ejercicio del poder. Dice Ortega: “en suma, mandar es sentarse. Trono, silla, curul, poltrona ministerial, sede, cátedra, todos son asiento. Contra lo que una óptica inocente y folletinesca supone, el mando no es tanto cuestión de puños como de posaderas. El estado es, en definitiva, el estado de la opinión: una situación de equilibrio, de estática”.

Lo que sucede a veces es que la opinión pública no existe. Una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se construya un mando. El anonimato de las redes sociales potencia el problema. Y como a la naturaleza le horripila el vacío, ese hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública se llena con la fuerza bruta. O queda la cultura del rumor.

Por eso, si se quiere expresar con toda precisión la ley de la opinión pública, como la ley de la gravitación histórica, conviene tener en cuenta esos casos de ausencia, y entonces se llega a una fórmula que es el conocido, venerable y verídico lugar común: no se puede mandar contra la opinión pública.

Y, cuando sabemos que la opinión no es, por principio, criterio último de certeza, ¿no será, ésta, nuestra circunstancia? ¿No estaremos, en el fondo, ante un problema sobre la “verdad”? ¿No habremos vuelto todo cuestión de opinión? Casos como el de Nereyda nos dicen que estamos moviéndonos sobre una mentira. También el futuro de Juárez pasa por la familia.