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Is. 66,10-14; Sal. 65; Gal. 6, 14-18; Lc. 10, 1-12. 17-20

En el evangelio de Lucas, la misión de los setenta y dos discípulos tiene un doble significado. En primer lugar, atestigua que el anuncio del Reino no es obligación solo de los Doce; otros misioneros, (cf. Hech.), continuarán su trabajo. Es más, para el judaísmo de aquel tiempo, el número setenta y dos representa la totalidad de los pueblos paganos; no es casualidad que, durante la subida a Jerusalén, Jesús anuncie repetidamente la salvación de los gentiles.

La iglesia es esa parte de la humanidad donde Cristo comienza a encontrar un rostro concreto. El objeto del ministerio apostólico no consiste, por lo tanto, en la búsqueda del propio éxito, – más aún, lejos de la herejía de la “eficacia”-, sino en preparar a los hombres para el encuentro personal con Cristo apoyados en la “fuerza de Dios”. El misionero es solo un precursor; trabaja para Cristo, remeros en su barca, y su fin es invitar a los hombres a acoger a Cristo, haciéndolo visible a través de la propia vida, marcada por la confianza, y de las propias palabras.

En la homilía de la misa de vísperas de la fiesta de los SS. Pedro y Pablo, B. XVI, decía: «No olvidemos la motivación de Jesús: La mies es mucha, los trabajadores pocos; rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies. La mies es el mundo que Dios ve con amor, ya maduro para meter la hoz; pero faltan trabajadores, siempre harán falta más trabajadores. La metáfora es sugestiva, rica y se presta para la reflexión. Pero no se trata sólo de mirar y sentirnos rebasados y abatidos ante la inmensidad del trabajo; también tenemos que rogar al dueño de la mies que envíe trabajadores. No se trata pues sólo de una estrategia humana, de cálculos nuestros, sino de una oración precedente. La mies, el campo, el mundo que Dios ve con amor es de él, no es nuestro. Los discípulos son enviados «por el dueño de la mies» a una mies que no es de ellos». No son pues los dueños; ni todo es cuestión de planes y estrategias nuestras que, sin la fuerza de la oración, sin el amor y la presencia del Espíritu, se convierten en entelequias vacías de sustancia; los mejores planes fracasan estrepitosamente sin el Espíritu que les da vida. “El alma de todo apostolado es el amor, el amor de Dios y el amor nuestro”. (ver 2ª lectura: el logos de la cruz no es anacrónico).

Is. 66,10-14 – Obstinación en la esperanza – Los profetas habían prometido a los hebreos fidelidad y seguridad, como la que experimenta el niño en brazos de su madre. Luego del exilio, habría de nacer un pueblo nuevo que experimentaría una confianza completamente nueva en su Dios. Pero el exilio pasó y la vida siguió igualmente difícil, y la fe igualmente pobre. ¿Era, pues, un espejismo «el río de paz»? Enseguida, el pueblo de Dios ha retornado a otros “exilios”; pero la esperanza ha permanecido viva y firme. El juramento de Dios es siempre valido: «Como una madre consuela al hijo, así los consolaré yo». Nuestra obstinación en la esperanza es el rostro visible de la fidelidad de Dios.

Sal. 65, 1-7.16.20 – Himno y canto de acción de gracias. Unidos, quizá, en una acción litúrgica. vv. 2-4. Típica introducción de himno ensanchada en varios imperativos y con la invitación a la tierra entera. vv. 5-7. En la fiesta litúrgica, en la oración del pueblo, vuelven a hacerse presentes las obras históricas de Dios. Sobre todo, la gran obra redentora, resumida en el paso milagroso del mar Rojo. En este hecho, recordado, Dios manifiesta su gobierno duradero. v. 20. Conclusión en estilo hímnico.

Transposición cristiana. Aunque la unión de las dos partes sea secundaria, ella nos puede enseñar algo: cómo completar unitariamente la gran salvación pretérita y sus aplicaciones recientes; cómo unir la acción de gracias de la comunidad y la del individuo que se presenta a Dios delante de la asamblea. La gran acción redentora de Cristo vuelve a desplegar su poder salvador en nuestra vida; el cristianismo recibe y proclama esta salvación en el seno de la comunidad eclesiástica. Cristo, con su sacrificio, ha puesto fin a los sacrificios antiguos: «No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia, y así ha entrado en el Sagrado, una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna», (Heb. 9, 12). Por eso el cristiano ofrece este sacrificio en la Eucaristía, recordando lo que Dios ha hecho con Cristo, lo que Cristo ha hecho por el hombre.

Gal. 6, 14-18 – La cruz, liberación y paz – La potencia vital y la eficacia salvífica de la cruz permanecen para siempre, y el discurso de la cruz no es anacrónico. Si Jesús ha querido salvarnos de este modo, ello significa que la crucifixión es el camino normal de la salvación. Y todos, antes o después, más o menos, seremos llamados a esta prueba suprema del amor, en la cual el hombre alcanza la verdadera liberación. En todo tiempo la cruz interpela la iglesia, al mundo, a cada uno de nosotros; y aquellos que aceptan seguir su lógica, les es prometida la paz, aquel bien supremo del cual el corazón tiene una irresistible e inextinguible sed.

Lc. 10, 1-12. 17-20 – El evangelio no es un pago – El misionero anuncia que el Reino está cerca; no lo hace solo con palabras sino con su modo de actuar, con sus actitudes, con la vida. Tal testimonio consiste sobretodo en la pobreza: si él cree verdaderamente que el Reino está cerca, ya no busca una seguridad económica que, por lo demás, le debe estar asegurada por la comunidad misma. La pobreza de los sacerdotes no es tanto una virtud o una ascesis personal, cuanto el signo de la disponibilidad y de la gratuidad evangélica, del don de la salvación que Dios ofrece a todos. Entonces el anuncio de Reino tendrá el poder para someter “a los demonios”. El verdadero discípulo tiene el poder sobre las fuerzas del mal que ciertamente actúan en la historia. (cf. infra. Excurus)

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En la liturgia de la Palabra del domingo pasado veíamos lo referente al «Seguimiento». Jesús pone las cosas en claro; el que quiera seguirlo, el que se sienta llamado, ha de darse cuenta a qué es invitado: a la radicalidad del seguimiento de alguien que es muy exigente. Cuando Dios llama a un hombre, lo llama a venir y a morir. (D. Bonhoeffer)

En continuidad temática, el relato de hoy nos dice que han sido, son y serán muchos, los que, no obstante las dificultades, seguirán a Jesús. Jesús no los invita a una placentera y tranquila convivencia, sino para enviarlos. Marcos nos dice “que llamó a los que quiso para que estuvieran con él y, luego, enviarlos a predicar. De tal manera que el relato de este domingo tiene un sabor netamente misionero. Todos, absolutamente todos los que por el bautismo hemos entrado en relación con Cristo, somos enviados al mundo para llevar la buena nueva. Esto hará posible “el nacimiento de un nuevo pueblo”, el pueblo escatológico, el pueblo de la nueva alianza.

I Lec. El nacimiento de un nuevo pueblo. El Padre L. Alonso comenta este pasaje, tomado del III Isaías, de la siguiente manera: “Otra vez sin transición, de repente, sucede el segundo cuadro de restauración de la ciudad (véase el comentario a 65,17-25). Montado sobre una escena doméstica, consigue una contagiosa intensidad de sentimiento; una mujer, antes de lo esperado, da a luz; los vecinos y los otros hijos la felicitan; ella les da el pecho; el marido le trae dones y acaricia a las criaturas; el gozo es como una savia que los hará crecer. Al llegar de improviso el gozo, todo son preguntas de sorpresa alborozada. El tema de la fecundidad, apuntado en 54,1, alcanza aquí su expresión culminante. Es una maravilla este nacer simultáneo de todo un pueblo, cuando tan trabajoso fue el nacimiento de los doce padres de las tribus (Gn. 30) y uno costó la vida de la madre (Gn. 35,16-21). Aquí todo es fácil, rápido, abundante”.

Leyendo a partir del v. 7 del cap. 66, podemos apreciar la belleza y audacia de la metáfora. ¿Se engendra todo un país en un solo día, se da a luz a un pueblo de una sola vez? Apenas sintió los espasmos, Sion dio luz a sus hijos. Abro yo la matriz, ¿y no haré que dé a luz? Yo, que hago dar a luz, ¿la voy a cerrar? – dice tu Dios -(cf. 66,9); Mediante la metáfora del alumbramiento, el profeta habla del poder salvador de Dios que hace renacer, que saca de la muerte al pueblo que yace en el sepulcro. Pero notemos una cosa: no se hizo Roma en un día; igual, es imposible transformar, dar a luz, un pueblo en un día. Pero Dios puede lograrlo. De esta certeza, brota el canto explosivo de alegría que es texto y tema de Adviento: Festejad Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, los que por ella llevasteis luto…Comprendemos fácilmente que este oráculo de salvación tendrá cabal cumplimiento en Jesús; Hijo de Dios e hijo del hombre. Él ha hecho de los dos un solo pueblo; nosotros somos el verdadero pueblo de Dios, dirá Pablo. El tema de un nuevo nacimiento – el que no nace de nuevo… – es recurrente el N.T. y constituye un filón muy importante en la teología paulina.

Evangelio. En Cristo nuestro Señor, Dios ha realizado plenamente el proyecto del renacimiento, más todavía, ha consumado la nueva creación, de la que habla Isaías. Esto tiene lugar mediante la predicación del evangelio de la paz, de la vida, de la verdad y la justicia de Jesucristo. A una sociedad atormentada, angustiada, llena de temor, dominada por la inseguridad y violencia fratricida; a una sociedad cuyo núcleo vital, la familia, atraviesa una crisis muy severa, a una sociedad así, digo, el mejor servicio que podemos prestarle es anunciarle el evangelio.

El texto que leemos hoy es de singular hermosura. Es un adelanto de la misión universal, y de la misión de la iglesia de todos los tiempos. Cumplir este cometido es la razón de ser de la iglesia, ella existe para anunciar el evangelio a todos los pueblos, para anunciar la paz, «paz a esta casa», como nos lo dice el evangelio de hoy. “Curen a los enfermos que haya y díganles: el Reino de Dios ha llegado a vosotros”.

El relato evangélico de hoy nos ofrece multitud de temas con los que se ilustra la tarea de evangelizar y la actitud de los evangelizadores. Lo primero que se ha de notar es que no eran solamente doce sino muchos más los que conformaban el círculo de Jesús. Hoy se nos habla de los “otros setenta y dos”. El Señor designó e invistió a los mensajeros, con lo cual les dio encargo especial y dio a su misión carácter jurídico. Digámoslo de una vez: este relato nos habla de los mensajeros del evangelio, pero al mismo tiempo, nos habla del juicio, de la responsabilidad de aquellos a quienes llega el anuncio y ante el cual deberán de decidirse. Así lo atestigua la pequeña parábola de sacudirse hasta el polvo de los pies como testimonio contra esa ciudad. “Yo les aseguro que, el día de juicio, Sodoma y Gomorra serán tratados con mayor clemencia. Los discípulos van delante del Señor; son sus pregoneros y tienen que preparar su llegada. (ver Lc.10,13-15). Los mensajeros van por delante de él a “todas las ciudades y lugares”. Se traspasa los límites de Galilea, pero la acción está todavía restringida a Palestina. Estas fronteras quedarán rotas cuando el Señor haya subido al Cielo.

Otro tema muy relevante lo constituyen las palabras de Jesús que pone a sus discípulos ante una realidad que los rebasará ampliamente. Dice Jesús: la mies es mucha, y los trabajadores pocos; rueguen, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Estas palabras por sí mismas constituyen un punto de reflexión importantísimo. También nosotros nos sentimos ampliamente rebasados; la tarea de la evangelización de todos los pueblos nos rebasa infinitamente, y no sólo por la cantidad sino por la calidad de los “discípulos de Jesús”. Aquellos primeros apóstoles enfrentaron la realidad, dueños de una profunda identidad; esto los hizo capaces de llevar el mensaje a todo el mundo entonces conocido. Ahora tenemos que reconocer la tibieza y la mediocridad de los católicos. “Hemos de tener, además, en cuenta que entonces, (la comunidad apostólica primitiva), se puso en movimiento con una fuerza pujante e invencible, plenamente consciente de su peculiaridad y de su empuje de penetración. En cambio, ¿con qué fuerza de convicción, el último concilio, envía de nuevo a los cristianos en medio del mundo? ¿Tienen el poder de transformación de los primitivos cristianos? Por otra parte, ¿cómo es posible que esta fuerza sea tan pujante y concentrada, desde el momento que el mundo nuestro es mucho más complejo, pluralista y contradictorio que cualquier civilización antigua? En realidad hoy se pide algo sobrehumano a los cristianos enviados al mundo…. Es un programa de superhombres….. Quizá en lugar de superhombres deberíamos hablar simplemente de «santos»”… (H.U von Balthasar).

Pero también es de notar que “la mies” no es de los apóstoles, no es nuestra; el dueño de esta mies, que es el mundo entero, es Dios. Él es el dueño de la mies, por eso, tenemos que rogarle para que envíe trabajadores a «su» mies. Nunca reflexionaremos bastante sobre este punto. «La Iglesia no es mía, no es de ustedes; es de Dios». (B. XVI en su última audiencia). Lo mejor que podemos hacer al respecto, después de la oración, es poner a los prospectos ante la palabra imperiosa de Dios que llama. Dios dispone de todo lo relativo a la mies. La acogida en el Reino de Dios es obra y gracia suya. Él da también la vocación de los discípulos. Por eso Jesús invita a orar para que despierte Dios en el hombre el Espíritu de los discípulos que, con entrega total e indivisa, ayuden a enetrar a los hombres en el reino de Dios. La oración por los obreros de la mies mantiene constantemente despierta en los apóstoles y discípulos la conciencia de haber sido, ellos mismos, llamados y enviados por la gracia de Dios. «Por la gracia de Dios soy lo que soy». (1Cor. 3,7)

Las circunstancias de la misión las describe Jesús con una imagen arriesgada y escalofriante. ¿Qué sentirá un borreguito en medio de setenta lobos? No basta decir que se trata de una hipérbole; las palabras hay que tomarlas en serio; no podemos hacer rebajas de evangelio. De la misma manera, el enviado tiene que darse cuenta de que el único apoyo en la misión es Dios mismo. Pablo VI en el documento Ecclesiam Suam, decía que la iglesia no puede confiar en medios extraños para anunciar el evangelio. Que nos sirva de consuelo el que Jesús diga que «el obrero merece su salario».

El retorno de los enviados nos presenta una escena muy sugestiva: ellos vuelven alegres y contentos de la labor realizada. Han curado a los enfermos y expulsado a los demonios. Lo que Marcos reserva para la misión universal, Lucas lo pone en este pasaje (vv.19-20). De todo lo que realizaron los enviados, se destacan dos cosas: curaron a los enfermos y expulsaron los demonios. No sólo las enfermedades se les sometían, no sólo los hombres obedecían la palabra de Dios; el colmo era la sumisión de las fuerzas satánicas. La verdadera evangelización comporta siempre, con carácter de necesidad, la liberación de todas las enajenaciones, de todas las enfermedades vividas sin sentido y por ello en la rebeldía. El evangelio es el evangelio de la libertad. Para ser libres nos liberó Cristo.

El hombre ha de enfrentarse siempre a las fuerzas disolventes que están dentro de él y al mal que existe fuera de él, en su entorno, en la cultura. Notemos que en esa época, (y creo firmemente que también en la nuestra), las enfermedades eran el resultado de los poderes demoníacos. El anuncio del evangelio tiene que hacer libre al hombre.

La palabra de Jesús sobre Satanás es conclusiva: «Yo he visto a Satanás caer del cielo como un rayo». Esto quiere decir que el diablo como quiera que sea o cualquier cosa que sea, es un ente derrotado por Jesús. En la expulsión de demonios practicada por los discípulos se hace visible el triunfo del reino de Dios sobre los poderes satánicos. En las expulsiones de los demonios veía constantemente Jesús que había herido de muerte el poder de Satán. La victoria decisiva y total sobre Satán es el resultado de la muerte y resurrección de Cristo. «Esta es la hora de la condenación de este mundo; ahora el Jefe de este mundo será arrojado fuera». (Jn. 12,31). El diablo, si existe, es una entidad aniquilada por el triunfo de Cristo; el mal que existe en el mundo es el mal que hemos hecho nosotros, no el diablo. «El acusador de los hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios, ha sido derribado». (cf. Ap.11,12). Así no puede ser el punto de apoyo de ciertos métodos de evangelización que dan la impresión de que, si quitan al diablo, Dios se queda sin trabajo.

Jesús ha dotado a los suyos de ese extraordinario poder simbolizado en las gráficas expresiones: caminar sobre serpientes y escorpiones, estar a salvo contra toda la fuerza del enemigo, sin que nada pueda hacerles daño. Lucas coloca en este contexto las prerrogativas que Marcos reserva para la misión universal. ¿Habrá, Jesús, retirado esta potestad a sus discípulos? No. A reserva de que sean verdaderos discípulos de Jesús y que se anuncie auténticamente el evangelio de la paz, de la vida, de la alegría y no simples ocurrencias personales. El enviado debe saber que hay demonios que no salen sin ayuno y oración. Pero más importante que todo esto y, a la postre, la única recompensa y seguridad es «que sus nombres estén escritos ya en el cielo». El apóstol no tiene ningún otro premio, ninguna otra recompensa.

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

En el evangelio del pasado domingo, Cristo decía que el Hijo del hombre no tenía dónde reposar la cabeza, porque él descansa en su Padre. Hoy vemos a Cristo enviando a predicar a sus discípulos, a los que quiere libres en medio de los hombres, como él mismo. Las recomendaciones que Cristo les hace salvan a los discípulos de las tentaciones durante su misión. Al no tener nada, no pueden mezclar el anuncio con la mentalidad comercial, y ni siquiera pueden buscar consuelo en las relaciones gratificantes. El discípulo, al estar libre de la pasión de poseer, constata otra seguridad: la que no corroe la carcoma. Tanto en medio de los ricos como de los pobres, da testimonio de que su vida está entregada a Aquel cuya fidelidad es más segura que el cielo y la tierra. El discípulo puede, en efecto, reposar la cabeza sólo en el corazón de Cristo, única fuente de la misión.

Excursus. ¿Existe el diablo? G. Bernanos decía que el mayor triunfo del diablo es habernos hecho creer que no existe. Pero, si nos acercamos más detenidamente a este tema, veremos que no es tan fácil. Para empezar no hay ninguna definición dogmática sobre su existencia. Nunca diremos: creo en Dios Padre, en Jesucristo, su único Hijo, creo en el Espíritu Santo y creo en el diablo.

En la teología, el problema del mal está indisolublemente unido al problema del diablo y, en buena parte, se identifica con él. El Malo como causa última del mal; he aquí un esquema mental que se fue consolidando con el correr de los tiempos y que reaparece una y otra vez, como lugar común en las discusiones teológicas. Pero, al mismo tiempo, se tiene plena conciencia de las dificultades de tal afirmación. Si Dios es el creador de todo, también ha tenido que crear al diablo. Pero Dios como autor del diablo es una afirmación paradójica, que no puede eludirse ni con los más sutiles artificios de la sofística. O bien, se extrapola al Malo y se le saca fuera de la buena creación de Dios. Pero entonces se le convierte por fuerza en una especie de antidios, en un principio hostil a la divinidad. Y esto lleva de nuevo a un dualismo cristiano inadmisible. Afirmar que Dios tiene un rival en la zona de su trascendencia, es blasfemo. La tercera posibilidad, también practicada por los teólogos, para solucionar el problema, es….dejarlo sin resolver. Se busca refugio en la mística obscuridad y se habla del «insondable misterio» del mal.

Ya estas solas dificultades y contradicciones proporcionan base suficiente para reexaminar la doctrina cristiana sobre el mal y sobre el Malo y, sobre todo, para contrastar su compatibilidad con el testimonio de la Escritura. Pero antes habría que resolver una cuestión previa, a saber, habría que precisar el concepto del Malo y del mal. Cabalmente la literatura teológica especializada evidencia aquí una funesta confusión terminológica. No sólo aparecen el mal y el Malo como vocablos prácticamente sinónimos e intercambiables a voluntad. Es que incluso en el uso neutral de la palabra se advierte una utilización lingüística que sorprende por una falta de precisión. Así, por ejemplo, en cierta ocasión, el papa Pablo VI hablaba del «mal en el ámbito de la naturaleza» – aludiendo al desorden que hay en ella- y del mal en el ámbito humano. Y se refería aquí a la debilidad, la caducidad, al dolor y la muerte, es decir, a realidades que afectan en primer término a la condición humana, no a un orden moral de valores. (Audiencia. 15.11.1972). Ahora bien, en general no solemos llamar «mal» al distanciamiento, condicionado por la naturaleza, respecto del ideal o respecto de una norma considerada como válida, sino a la violación consiente e intencionada de una norma o una regla. Y aún esto no en todos los casos. Aparece, pues, aquí el elemento –decisivo para la teología moral – de la libertad como condición de una acción mala. Y esto significaría que no puede hablarse del mal fuera de la naturaleza humana.

Según Fromm existen tres factores, que deben darse simultáneamente en un hombre, para que se le pueda llamar malo: «la necrofilia» cuyas características son el deseo de matar, la explotación del poder, el sentirse arrastrado por la muerte y las heces, por el sadismo. «El narcisismo»: sobreestimación, falta de mesura y de objetividad, incapacidad para juicios sobrios y ecuánimes. Y, tercero «la fijación incestuosa» que impide al hombre aceptar a los demás hombres con sus propios valores. Cuando estos tres impulsos se unen y se manifiestan, no solo en un individuo aislado, sino en los grupos sociales, y en la sociedad misma como tal, se produce aquel «síndrome de decadencia» que puede actuar devastadoramente y convertirse en el «mal colectivo» y explica fenómenos terribles. Para mí, el poseído o poseso, no es otra cosa que el hombre abandonado a sí mismo, a todo su poder de destrucción y de autodestrucción.