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(Deo volente).

El calendario o año litúrgico es el nombre que recibe la organización de los diversos tiempos y solemnidades durante el año en las Iglesias cristianas, como forma de celebrar la historia de la Salvación.

Calendario Litúrgico

PRESENTACIÓN.

1. El Libro de la Sede trae una Monición de entrada que sintetiza la naturaleza del Adviento: “Hoy comenzamos el adviento para recordar que siempre es adviento. Adviento es mirar al futuro; nuestro Dios es el Dios del futuro, el Dios de las promesas. Adviento es aguardar al que tiene que venir: (Vivimos aguardando que se cumpla feliz esperanza u venga del cielo N. S. Jesucristo), el que está viniendo, el que está cerca, el que está en medio de nosotros; el que vino ya. Adviento es la esperanza, las esperanzas de todos los hombres del mundo. Nuestra esperanza de creyentes se cifra en un nombre: Jesucristo”. El Adviento, pues, sería esa gran oportunidad de descubrir la presencia de Jesús en medio de nosotros en esa tensión del “ya, pero aún no en su plenitud”. Ya, pero todavía no. Conviene leer los dos primeros párrafos de S.S.

2. Adviento ante nuestra distracción: Breve período que nos prepara a la Navidad. Mientras que la naturaleza se hunde lentamente en el sueño del invierno, escuchamos la advertencia de Pablo: «Ya es tiempo de despertarnos del sueño porque nuestra salvación está ya más cercana. La noche está avanzada y el día encima.» (Rom. 13,11). A este breve tiempo, cuatro semanas escasas, se le llama “la cuaresma de invierno”. Y, como cuaresma concentrada, nos presenta el tema de la conversión. Por ello el mensaje del Bautista y la presencia modélica de María y José, y como modelo de respuesta, en Navidad, los pastores o los Reyes Magos y los propios Ángeles, dominan la escena de Adviento. Vigilantes, en espera, atentos, oteando el cielo y sus signos.

De hecho, a partir de la Pascua de Jesús, la vida de los hombres y de las sociedades avanza irresistiblemente, hacia el fin y hacia el juicio. Debemos de decidir por él, y comprometer todas nuestras energías para «inventar nuestro futuro con Dios» (E. Mounier). El evangelio del “I Domingo de Adviento” nos pone en guardia, insistiendo en el hecho estar preparados, atentos, “atentos y vigilantes”, ante el imprevisible acontecimiento del Hijo del hombre. Como en los días de Noé, también hoy, y más hoy, vivimos en una “distracción existencial”. Existe la distracción como industria (Entertainment Industry). Y de improviso, “los hombres de esta generación”, serán tomados, distraídos en su propia hibernación, en su descuido de las cosas esenciales.  En realidad, ¡cuántas cosas nos distraen, nos preocupan, nos alteran!, hacen de nosotros personas hipertensas, nerviosas, ¡hasta pastoralmente hipertensas y ansiosas!, siendo así que sólo una cosa es necesaria. Debemos de pensar, y no como mera posibilidad, en el hecho de que nuestra vida avance por un camino de completa distracción olvidándonos de nuestro destino verdadero. El Adviento busca sacarnos de nuestro letargo proponiéndonos las lecturas sobre todo de Isaías, la prédica del Bautista y la figura arquetípica de respuesta y acogida que es María, la madre de Jesús.

La imagen del Señor, parangonado a un ladrón que viene a media noche, expresa en modo significativo la necesidad de una continua vigilancia. El adviento es una advertencia que ha de durar siempre: ¡Estad preparados! «He aquí que estoy a la puerta y llamo» (Ap. 3,20).  No podemos decir que Cristo no esté llamando a nuestra puerta; lo que sí puede suceder es que no abramos la puerta y él pase de largo. Claudel decía: “Hay algo que siempre me ha admirado: la puerta de la fe, (de la Iglesia), está siempre abierta. Muchos se detienen ante ella, pero no entran”.  Nuestra vida, decía S. Catalina de Siena, está atravesada por miles de voces de Dios. La Iglesia corre, siempre, el riesgo de no escuchar a aquél que llama a la puerta para despertar a los cristianos a las llamadas del espíritu.

3. El consumismo. Ninguna fiesta del cristianismo está sometida a una guerra tan poderosa como la Navidad. En Navidad celebramos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. La nuestra es la única religión del Dios encarnado, decía S. Atanacio. Ahora más que nunca los cristianos deben desempeñar un rol profético de contestación frontal en relación con un mundo adormilado, distraído, embotado, que se prepara para la navidad con un paroxismo consumista manipulado hasta el exceso por la mercadotecnia, sin saber siquiera qué celebra; debemos gritar nuestro total desacuerdo, expresar nuestra más completa inadecuación ante semejante deformación. Un mundo así amenaza ruina y nuestra actitud ha de ser una advertencia. ¿Qué tenemos que hacer para mantenernos despiertos, para dejar correr en nuestra vida una corriente de agua viva que nos impulse al servicio generoso del reino? ¿Qué tenemos que hacer para no ser tomados por sorpresa por el juicio, en la tarde de nuestra vida, en la tarde de nuestro mundo?

4. Papa Francisco abre su fresca Exhortación, Evangelii Gaudium, con unas palabras que cuadran muy bien en el adviento: “Alegría que se renueva y se comunica”.

“El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!” (Evangelii Gaudium, 2-3)

5. La liturgia puede prestar, en este orden de ideas, un gran servicio. Tenemos que llevar a nuestros fieles a la liturgia. Vivir el adviento, preparar el camino al que viene, celebrar la navidad, resulta imposible, materialmente imposible, si permanecemos alejados de la liturgia, de la iglesia. En la liturgia, obra de Cristo y de la iglesia, el Padre nos aguarda para colmar nuestra esperanza; en ella Cristo nos alcanza con su poder sanador aún en las circunstancias más adversas de nuestra vida. El adviento nos prepara para la gran revelación de la navidad.  Para nosotros, sacerdotes, la liturgia de las horas, la meditación e intensificación de la oración, son caminos obligados. Sabiamente la liturgia nos propone el mismo salmo procesional que en la fiesta de Cristo Rey:

¡Qué alegría cuando me dijeron:

«Vamos a la casa del Señor»!

Ya están pisando nuestros pies

tus umbrales, Jerusalén. (Salmo 121)

PASTORAL DEL ADVIENTO

Sabiendo que, en nuestra sociedad industrial y consumista, este período coincide con el lanzamiento comercial de la campaña navideña, la pastoral del adviento debe, por ello, comprometerse a transmitir los valores y actitudes que mejor expresan la visión escatológica y trascendente de la vida.

El adviento, con su mensaje de espera y esperanza en la venida del Señor, debe mover a las comunidades cristianas y a los fieles a afirmarse como signo alternativo de una sociedad en la que las áreas de la desesperación y sin sentido parecen más extensas que las del hambre y del subdesarrollo. La violencia fratricida es un signo inequívoco de ello; ¿no tenemos nada qué decir desde nuestra fe cuando las instancias meramente técnicas han fracasado? La auténtica toma de conciencia de la dimensión escatológica–trascendente de la vida cristiana no debe mermar, sino incrementar el compromiso de redimir la historia y de preparar, mediante el servicio, a los hombres sobre la tierra, algo así como la materia prima para el reino de los cielos.

En efecto, Cristo con el poder de su Espíritu actúa en el corazón de los hombres no sólo para despertar el anhelo del mundo futuro, sino también para inspirar, purificar y robustecer el compromiso, a fin de hacer más humana la vida terrena (cf. GS 38).

Si la pastoral se deja guiar e iluminar por estas profundas y estimulantes perspectivas teológicas, encontrará en la liturgia del tiempo de adviento un medio y una oportunidad para crear cristianos y comunidades que sepan ser almas del mundo.

ESPIRITUALIDAD DEL ADVIENTO

Con la liturgia del adviento, la comunidad cristiana está llamada a vivir determinadas actitudes esenciales a la expresión evangélica de la vida, la vigilante y gozosa espera, la esperanza, la conversión.

La actitud de espera caracteriza a la iglesia y al cristiano, ya que el Dios de la revelación es el Dios de la promesa, que en Cristo ha mostrado su absoluta fidelidad al hombre (cf. 2Cor 1,20). Durante el adviento la iglesia no se pone al lado de los hebreos que esperaban al Mesías prometido, sino que vive aquella espera de Israel a niveles de realidad y de definitiva manifestación de dicha esperanza, que se ha hecho actualidad esplendente en Cristo. Ahora vemos “como en un espejo,” pero llegará el día en que “veremos cara a cara.” (1Cor. 13,12) La iglesia vive esta espera en actitud vigilante y gozosa. Por eso clama: “¡Maranatha! Ven, Señor Jesús.” (Ap. 22,17,20)

El adviento celebra, pues, al “Dios de la esperanza” (Rom. 15,13) y vive la gozosa esperanza. (cf. Rom. 8,24-25) El cántico que desde el primer domingo caracteriza al adviento es el del salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío: no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados.”

Entrando en la historia, Dios interpela al hombre. La venida de Dios en Cristo exige conversión continua; la novedad del evangelio es una luz que reclama un pronto y decidido despertar del sueño. (cf. Rom. 13,11-14) El tiempo de adviento, sobre todo a través de la predicación del Bautista, es una llamada a la conversión en orden a preparar los caminos del Señor y acoger al Señor que viene. El adviento enseña a vivir esa actitud de los pobres de Yahvé, de los mansos, los humildes, los disponibles, a quienes Jesús proclamó bienaventurados. (cf. Mt. 5,3-12)

MARÍA Y EL ADVIENTO

La aceptación más grande de la historia es el Fiat de María; por ella, María es la Madre del Dios encarnado. (M. Bretón)

El adviento es tiempo especialmente mariano; la salvación que Dios ofrece llega a nosotros por el ministerio materno de María. Comparto contigo unas ideas al respecto. La idea me ha nacido por el hermoso sermón de S. Agustín sobre la presencia de María en el misterio de Cristo; agudo y fino sermón que inspira la verdadera devoción a María.

Así se expresa Pablo VI en el documento trascendental sobre el culto a la Virgen María en la Liturgia:

“Así, como el tiempo del Adviento, la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen – aparte de la solemnidad del día 8 de diciembre en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación primigenia a la venida del Salvador y el feliz exordio de la iglesia sin mancha ni arruga-, sobre todo en los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor.” (Marialis Cultus, 3)

En efecto, leemos: Ciclo A: “Jesús nacerá de María desposada de José, hijo de David.” Mt. 1,18-24; Ciclo B: “Concebirás y darás a luz un Hijo.” Lc. 1,26-38; Ciclo C: “¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a verme?” Lc. 1,39-45.  Esto sin considerar las otras lecturas y el salmo. Y añade:

“De este modo, los fieles que viven en la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo, se sentirán animados a tomarla como modelo y a prepararse, «vigilantes en la oración y… jubilosos en la alabanza», para salir al encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo la Liturgia del Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultural que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular, el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este período, como han observado los especialistas en Liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto a la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes.” (Marialis Cultus, 4)

La Liturgia, nos ofrece, esta magnífica oportunidad de catequesis, de oración, de celebración. J.P. II afirmaba lo siguiente:

“En la liturgia, en efecto, la iglesia saluda a María de Nazaret como su exordio ya que en la concepción Inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y Cabeza y a la que, pronunciando el primer Fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre. (Redemptoris Mater, 1)

Dio fe al mensaje divino y concibió por su fe.

El Oficio de Lecturas nos ofrece este hermoso sermón de san Agustín:

“Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos; y el que hace la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es mi hermano y mi hermana y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella? Ciertamente, cumplió santa María con toda perfección, la voluntad del Padre, y por esto es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.

Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el seno que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno.

María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.

Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Estos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y el que hace la voluntad de mi Padre celestial es mi hermano y mi hermana y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de «hermanos» y «hermanas»: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos.” (Sermón 25, 7-8: PL 46, 937-938)

En una pequeña joya del magisterio de Pablo VI, en el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria, se preguntaba:

“¿Y cómo ha venido Cristo entre nosotros? ¿Ha venido por sí? ¿Ha venido sin alguna relación, sin cooperación alguna por parte de la humanidad? ¿Puede ser conocido, comprendido, considerado, prescindiendo de las relaciones reales, históricas, existenciales, que necesariamente implica su aparición en el mundo? Está claro que no. El misterio de Cristo está marcado por designio divino, de participación humana. El ha venido entre nosotros siguiendo el camino de la generación humana. Ha querido tener una madre; ha querido encarnarse mediante el misterio vital de una mujer, de la mujer bendita entre todas… Así, pues, ésta no es una circunstancia ocasional, secundaria, insignificante; ella forma parte esencial, y para nosotros, hombres, importantísima, bellísima, dulcísima, del misterio de la salvación: Cristo para nosotros ha venido de María; lo hemos recibido de ella; lo encontramos como la flor de la humanidad abierta sobre el tallo inmaculado y virginal que es María: así ha ‘germinado esta flor’ (Dante, Paradiso, 33,9)” (Cagliari. 24.03.1970)

Si Dios mandó a su Hijo «nacido de una mujer» (Gal. 4,4), se deduce que el don de sí mismo al mundo pasa a través del seno de una mujer. Un seno de mujer, el de María, se convierte en el lugar de la bendición más alta concedida por Dios al mundo. Con razón Isabel, llena de Espíritu Santo, pudo exclamar dirigiéndose a María: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc. 1,42). Resulta imposible separar al Hijo de la Madre; desafortunadamente muchas denominaciones emergentes, llamadas cristianas, así lo hacen.

Concluía Pablo VI: “También el mundo de hoy, como los pastores y los magos, según se refleja en la imagen bendita de nuestra Señora de Bonaria, ha de recibir a Cristo de los brazos de María. Si queremos ser cristianos, tenemos que ser Marianos.” (Íbid.)