A D V E N T U S
TEOLOGÍA, PASTORAL, ESPIRITUALIDAD
CICLO C
P. Hesiquio Trevizo
Presentación
Julio Fernández
La homilía, parte integrante de la Liturgia, «es un acto de culto», cuya finalidad es santificar al pueblo y «glorificar a Dios». Es una alabanza de acción de gracias «por las magnalia Dei»; ella se cumple cuando se escucha, y alaba a Dios por este cumplimiento. Es Cristo mismo quien se hace presente en la homilía (cf. Directorio Homilético. Vaticano, 2014).
Por lo tanto, la homilía debiera interpretar la Escritura de acuerdo con los criterios de la Iglesia, que son: prestar una gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura, leer la Escritura en la Tradición viva de toda la Iglesia, y estar atento a la analogía de la fe (Ibíd., 17).
En primer lugar, la unidad de la Escritura está incluida en la estructura misma del Leccionario. Luego, es en la homilía donde aquel texto antiguo se presenta vivo y actual, de manera que «la Escritura proclamada y explicada en la celebración del misterio pascual, es Tradición» (cf. ibíd., 20). Y, por último, el homileta debe, por un lado, interpretar la Escritura de modo que el misterio de Dios sea proclamado y, por otro, guiar al pueblo para que entre en el misterio a través de la celebración (cf. ibíd., 21).
Es esta unidad del diseño divino la que ha ofrecido siempre una catequesis doctrinal y moral durante la homilía, objetivo perseguido por el p. H. Trevizo en el presente material, y encarnado en su homilía dominical.
Un subsidio para preparar la homilía
Durante varios años, cada domingo, el P. H. Trevizo ha realizado un arduo trabajo de síntesis y reflexión en torno a la liturgia dominical, extrayendo el mensaje profundo de la Palabra de Dios, ordenada en el leccionario, con el objetivo de que la homilía esté impregnada del espíritu de la Liturgia y pueda ser una verdadera herramienta para actualizar el mensaje de Dios ante una realidad difícil, golpeada por las consecuencias del pecado, de manera que los fieles puedan penetrar en el misterio divino desde su propia vida y entorno.
A manera de subsidio, sin falta, cada domingo, el resultado de este trabajo exegético, teológico y pastoral, es enviado a sus hermanos en el ministerio sacerdotal.
En la presente obra, pues, se recogen los ciclos A, B y C del tiempo de Adviento, que han sido estructurados de manera que puedan, ahora, ser leídos y meditados por todos los que esperan la parusía de Nuestro Señor Jesucristo, y que proclaman a una sola voz:
¡Queremos que Cristo nos encuentre así cuando venga, velando en oración y cantando su alabanza!
(Prefacio II de Adviento).
Julio Fernández
Introducción
El Libro de la Sede tiene una Monición de entrada que sintetiza la naturaleza del Adviento:
“Hoy comenzamos el adviento para recordar que siempre es adviento. Adviento es mirar al futuro; nuestro Dios es el Dios del futuro, el Dios de las promesas. Adviento es aguardar al que tiene que venir: el que está viniendo, el que está cerca, el que está en medio de nosotros; el que vino ya. Adviento es la esperanza, las esperanzas de todos los hombres del mundo. Nuestra esperanza de creyentes se cifra en un nombre: Jesucristo” (BAC. 2007).
El Adviento, pues, sería esa gran oportunidad para descubrir la presencia de Jesús en medio de nosotros en esa tensión del “ya, pero aún no en su plenitud”. Ya, pero todavía no.
Adviento: breve período que nos prepara a la Navidad
Mientras que la naturaleza se hunde lentamente en el sueño del invierno, escuchamos la advertencia de Pablo: «Ya es tiempo de despertarnos del sueño porque nuestra salvación está ya más cerca. La noche está avanzada y el día se nos echa encima.» (Rom. 13,11). A este breve tiempo, cuatro semanas escasas, se le llama también “la cuaresma de invierno”.
De hecho, a partir de la Pascua de Jesús, la vida de los hombres y de las sociedades avanza irresistiblemente hacia el fin y hacia el juicio. Debemos decidir por él, y comprometer todas nuestras energías para «inventar nuestro futuro con Dios» (E. Mounier). El evangelio del “I Domingo de Adviento” nos pone en guardia, insistiendo en el hecho estar preparados, atentos, “atentos y vigilantes”, ante el imprevisible acontecimiento del Hijo del hombre. Como en los días de Noé, también hoy, y más hoy, vivimos en una “distracción existencial”. Existe la distracción como industria (Entertainment Industry). Y de improviso, “los hombres de esta generación”, serán tomados, distraídos en su propia hibernación, en su descuido de las cosas esenciales. En realidad, ¡cuántas cosas nos distraen, nos preocupan, nos alteran!, hacen de nosotros personas hipertensas, nerviosas, ¡hasta pastoralmente hipertensas y ansiosas!, siendo así que sólo una cosa es necesaria. Hemos de pensar, y no como mera posibilidad, en el hecho de que nuestra vida avance por un camino de completa distracción olvidándonos de nuestro destino verdadero. El Adviento busca sacarnos de nuestro letargo proponiéndonos las lecturas sobre todo de Isaías y la prédica del Bautista. Busca volvernos a nosotros mismos.
La imagen del Señor, parangonado a un ladrón que viene a medianoche, expresa de modo significativo la necesidad de una continua vigilancia. El adviento es una advertencia que ha de durar siempre: ¡Estad preparados! «He aquí que estoy a la puerta y llamo» (Ap. 3,20). No podemos decir que Cristo no esté llamando a nuestra puerta; lo que sí puede suceder es que no abramos la puerta y él pase de largo. Hay tanto ruido. Nuestra vida, decía S. Catalina de Siena, está atravesada por miles de voces de Dios. La Iglesia corre, siempre, el riesgo de no escuchar a aquél que llama a la puerta para despertar a los cristianos a las llamadas del espíritu.
Ahora más que nunca los cristianos deben desempeñar un rol profético de contestación frontal en relación con un mundo adormilado, distraído, embotado, que se prepara para la navidad con un paroxismo consumista manejado hasta el exceso por la mercadotecnia sin saber siquiera qué celebra; debemos gritar nuestro total desacuerdo, expresar nuestra más completa inadecuación ante semejante deformación. Un mundo así amenaza ruina y nuestra actitud ha de ser una advertencia. ¿Qué tenemos que hacer para mantenernos despiertos, para dejar correr en nuestra vida una corriente de agua viva que nos impulse al servicio generoso del reino? ¿Qué tenemos que hacer para no ser tomados por sorpresa por el juicio, en la tarde de nuestra vida, en la tarde de nuestro mundo?
Papa Francisco abre su fresca Exhortación, Evangelii Gaudium, con unas palabras que cuadran muy bien en el adviento:
“Alegría que se renueva y se comunica. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!” (Evangelii Gaudium, 2-3)
La liturgia puede prestar, en este orden de ideas, un gran servicio. Tenemos que llevar a nuestros fieles a la liturgia. Vivir el adviento, preparar el camino al que viene, celebrar la navidad, resulta imposible, materialmente imposible, si permanecemos alejados de la liturgia, de la iglesia. En la liturgia, obra de Cristo y de la iglesia, el Padre nos aguarda para colmar nuestra esperanza; en ella Cristo nos alcanza con su poder sanador aún en las circunstancias más adversas de nuestra vida. El adviento nos prepara para la gran revelación de la navidad. Para nosotros, sacerdotes, la liturgia de las horas, la meditación e intensificación de la oración, son caminos obligados. Sabiamente, la liturgia nos propone el mismo salmo procesional que en la fiesta de Cristo Rey:
¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. (Salmo 121)
María y el Adviento
La aceptación más grande de la historia es el Fiat de María; por ella, María es la Madre del Dios encarnado. (M. Bretón)
El adviento es tiempo especialmente mariano; la salvación que Dios ofrece llega a nosotros por el ministerio materno de María. Comparto contigo unas ideas al respecto. La idea me ha nacido por el hermoso sermón de S. Agustín sobre la presencia de María en el misterio de Cristo; agudo y fino sermón que inspira la verdadera devoción a María.
Así se expresa Pablo VI en el documento trascendental sobre el culto a la Virgen María en la Liturgia:
“Así, como el tiempo del Adviento, la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen – aparte de la solemnidad del día 8 de diciembre en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación primigenia a la venida del Salvador y el feliz exordio de la iglesia sin mancha ni arruga-, sobre todo en los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor.” (Marialis Cultus, 3)
En efecto, leemos: Ciclo A: “Jesús nacerá de María desposada de José, hijo de David.” Mt. 1,18-24; Ciclo B: “Concebirás y darás a luz un Hijo.” Lc. 1,26-38; Ciclo C: “¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a verme?” Lc. 1,39-45. Esto sin considerar las otras lecturas y el salmo. Y añade:
“De este modo, los fieles que viven en la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo, se sentirán animados a tomarla como modelo y a prepararse, «vigilantes en la oración y… jubilosos en la alabanza», para salir al encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo la Liturgia del Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultural que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular, el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este período, como han observado los especialistas en Liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto a la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes.” (Marialis Cultus, 4)
La Liturgia nos ofrece esta magnífica oportunidad de catequesis, de oración, de celebración. J.P. II afirmaba lo siguiente:
“En la Liturgia, en efecto, la iglesia saluda a María de Nazaret como su exordio ya que en la concepción Inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y Cabeza y a la que, pronunciando el primer Fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre”. (Redemptoris Mater, 1)
Dio fe al mensaje divino y concibió por su fe
La Liturgia de las horas, en el Oficio, nos ofrece este hermoso sermón de san Agustín:
“Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos; y el que hace la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es mi hermano y mi hermana y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella? Ciertamente, cumplió santa María con toda perfección, la voluntad del Padre, y por esto es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.
Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el seno que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno.
María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.
Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Estos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y el que hace la voluntad de mi Padre celestial es mi hermano y mi hermana y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de «hermanos» y «hermanas»: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos.” (Sermón 25, 7-8: PL 46, 937-938)
En una pequeña joya del magisterio de Pablo VI, en el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria, se preguntaba:
“¿Y cómo ha venido Cristo entre nosotros? ¿Ha venido por sí? ¿Ha venido sin alguna relación, sin cooperación alguna por parte de la humanidad? ¿Puede ser conocido, comprendido, considerado, prescindiendo de las relaciones reales, históricas, existenciales, que necesariamente implica su aparición en el mundo? Está claro que no. El misterio de Cristo está marcado por designio divino, de participación humana. El ha venido entre nosotros siguiendo el camino de la generación humana. Ha querido tener una madre; ha querido encarnarse mediante el misterio vital de una mujer, de la mujer bendita entre todas… Así, pues, ésta no es una circunstancia ocasional, secundaria, insignificante; ella forma parte esencial, y para nosotros, hombres, importantísima, bellísima, dulcísima, del misterio de la salvación: Cristo para nosotros ha venido de María; lo hemos recibido de ella; lo encontramos como la flor de la humanidad abierta sobre el tallo inmaculado y virginal que es María: así ha ‘germinado esta flor’ (Dante, Paradiso, 33,9)” (Cagliari. 24.03.1970)
Si Dios mandó a su Hijo «nacido de una mujer» (Gal. 4,4), se deduce que el don de sí mismo al mundo pasa a través del seno de una mujer. Un seno de mujer, el de María, se convierte en el lugar de la bendición más alta concedida por Dios al mundo. Con razón Isabel, llena de Espíritu Santo, pudo exclamar dirigiéndose a María: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc. 1,42). Resulta imposible separar al Hijo de la Madre; desafortunadamente muchas denominaciones emergentes, llamadas cristianas, así lo hacen. Concluía Pablo VI:
“También el mundo de hoy, como los pastores y los magos, según se refleja en la imagen bendita de nuestra Señora de Bonaria, ha de recibir a Cristo de los brazos de María. Si queremos ser cristianos, tenemos que ser Marianos.” (Íbid.)
Pastoral del Adviento
Sabiendo que, en nuestra sociedad industrial y consumista, este período coincide con el lanzamiento comercial de la campaña navideña, la pastoral del adviento debe, por ello, comprometerse a transmitir los valores y actitudes que mejor expresan la visión escatológica y trascendente de la vida.
El adviento, con su mensaje de espera y esperanza en la venida del Señor, debe mover a las comunidades cristianas y a los fieles a afirmarse como signo alternativo de una sociedad en la que las áreas de la desesperación y sin sentido parecen más extensas que las del hambre y del subdesarrollo.
La violencia fratricida es un signo inequívoco de ello; ¿no tenemos nada qué decir desde nuestra fe cuando las instancias meramente técnicas han fracasado? La auténtica toma de conciencia de la dimensión escatológica–trascendente de la vida cristiana no debe mermar, sino incrementar el compromiso de redimir la historia y de preparar, mediante el servicio, a los hombres sobre la tierra, algo así como la materia prima para el reino de los cielos.
En efecto, Cristo con el poder de su Espíritu actúa en el corazón de los hombres no sólo para despertar el anhelo del mundo futuro, sino también para inspirar, purificar y robustecer el compromiso, a fin de hacer más humana la vida terrena (cf. GS 38).
Si la pastoral se deja guiar e iluminar por estas profundas y estimulantes perspectivas teológicas, encontrará en la liturgia del tiempo de adviento un medio y una oportunidad para crear cristianos y comunidades que sepan ser almas del mundo.
Espiritualidad del Adviento
Con la liturgia del adviento, la comunidad cristiana está llamada a vivir determinadas actitudes esenciales a la expresión evangélica de la vida, la vigilante y gozosa espera, la esperanza, la conversión.
La actitud de espera caracteriza a la iglesia y al cristiano, ya que el Dios de la revelación es el Dios de la promesa, que en Cristo ha mostrado su absoluta fidelidad al hombre (cf. 2Cor 1,20). Durante el adviento, la iglesia no se pone al lado de los hebreos que esperaban al Mesías prometido, sino que vive aquella espera de Israel a niveles de realidad y de definitiva manifestación de dicha esperanza, que se ha hecho actualidad esplendente en Cristo. Ahora vemos “como en un espejo,” pero llegará el día en que “veremos cara a cara” (1Cor. 13,12).
La iglesia vive esta espera en actitud vigilante y gozosa. Por eso clama:
“¡Maranatha! Ven, Señor Jesús.”
(Ap. 22,17,20)
El adviento celebra, pues, al “Dios de la esperanza” (Rom. 15,13) y vive la gozosa esperanza (cf. Rom. 8,24-25). El cántico que desde el primer domingo caracteriza al adviento es el del salmo 24:
“A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío: no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.
Entrando en la historia, Dios interpela al hombre. La venida de Dios en Cristo exige conversión continua; la novedad del evangelio es una luz que reclama un pronto y decidido despertar del sueño (cf. Rom. 13,11-14). El tiempo de adviento, sobre todo a través de la predicación del Bautista, es una llamada a la conversión en orden a preparar los caminos del Señor y acoger al Señor que viene.
El adviento nos enseña a vivir esa actitud de los pobres de Yahvé, de los mansos, los humildes, los disponibles, a quienes Jesús proclamó bienaventurados (cf. Mt. 5,3-12).
I Domingo de Adviento. C
Jer.33,14-16; Sal. 24; 1Tes 3,12-4,2; Lc. 21,25-28. 34-36
Síntesis de las lecturas
Nuevo ciclo
Una conmoción universal, cósmica; un mundo agitado; una catástrofe inminente. Las guerras, las mafias, el hambre, el drama de los refugiados, los centros negativos de poder que oprimen al hombre, un mundo desconcertante y amenazador. Pero la liturgia del Adviento no quiere sumarse a esta visión perturbadora. Más bien, se sitúa en el punto opuesto. Se trata de huir de la catástrofe, pero, en «la fe», esta fuga no es una carrera loca, un giro precipitado, es, más bien, un camino de salvación. Es ver el caos de la historia desde Dios. Y es, precisamente, a la fe, a una vida de confianza en la Providencia misericordiosa del Padre, a lo que nos invitan las lecturas del período que estamos a punto de comenzar.
Es necesario tener el coraje de creer en la salvación que viene, de creerle a Dios, no solo creer en Dios; a ese Dios «del futuro» que está presente, que está viniendo, que ha venido ya y que vendrá la final para llevar todas las cosas a su plenitud, para «entregar el reino al Padre»; a un Dios incesantemente inclinado hacia nosotros, que realiza grandes cosas por nosotros y nos ofrece la certeza de un encuentro comprometedor, cierto, pero maravilloso, capaz de colmarnos de una inmensa alegría: la alegría que se hace esperanza cierta en el nacimiento del Redentor.
Síntesis
Jer.33,14-16.- Cristo, justicia y fidelidad de Dios
La promesa que Dios hizo a los hombres en la persona de sus siervos, Abraham, Jacob, David, se realizarán. Dios es fiel. Suscitará un «retoño» del cual brotará un reino, (sociedad) de «justicia» y de paz; un renuevo que está destinado a morir para revivir después, libre y liberador, en el grande árbol de la vida. Y el que quiera vivir, deberá alimentarse de sus frutos; la historia nueva del mundo, de los cielos nuevos y de la tierra nueva, donde la paz y la justicia coexisten y son realidad, llevará la impronta de Cristo.
Sal. 24.- Enséñame, Señor, tus caminos
Es un salmo alfabético: cada verso comienza con una letra del alfabeto hebreo; unidad extrínseca no compensada con una unidad temática o formal que se imponga. El tono es de reflexión sapiencial, capaz de incorporar elementos dispares sin mucha conexión. En pocas palabras, hay un cierto desorden en cuanto al tema. Por ser alfabético es un salmo un poco extenso. En la liturgia leeremos solamente los vv. 4bc- 5ab; 8-9.10.14.
Domina el tema de la enseñanza: el sabio acostumbrado a reflexionar sobre su experiencia y la ajena, y enseñante de profesión, se dirige al Señor como maestro de una sabiduría superior: «Enséñame Señor tus caminos».
En los vv. 8-9 resuena el mismo tema: Enseñar los caminos: el Señor es bueno y recto (misericordioso) y enseña el camino a los pecadores. El v. 10-11 empalman el tema de las sendas con el tema de la misericordia, y así pasa a una nueva petición de perdón. El v. 12 es una típica frase del «sabio» que introduce pedagógicamente su materia. La respuesta vuelve al tema del camino: el sabio sede el puesto de maestro a Dios: «¿hay alguien que tema al Señor? – él enseñará el camino escogido». La selección de estos versitos nos indica que la liturgia privilegia una lectura sapiencial.
El carácter de este salmo invita a la reflexión sosegada más que a la recitación rítmica y comunitaria. Tomando el tema del camino y del pecado, es posible saltar de los enunciados del salmo al gran tema de Cristo «camino» y cordero «que quita los pecados». Esto será prolongar en nueva clave la reflexión que entabla el autor original. Hch llama varias veces al cristianismo «el camino», 18,25-26; 22,4; 24,14. En los evangelios se nos habla de los dos caminos, Mt. 7,4-14; Cristo enseña el camino del Señor, Lc. 20,21.
1Tes 3,12-4,2.- La nueva ley
A la fidelidad de Dios (primera lectura) debe corresponder la fidelidad del hombre ante Dios. Esta alianza, que del A.T. había sido desnaturalizada hasta el punto de hacer de ella una cuestión de pureza, o santidad legal, Cristo la hace consistir en la caridad, amor a Dios y al hombre. La paz y la justicia son palabras vacías hasta que, como Cristo, no se muere a sí mismo para reencontrarse (renacer, resurgir) en el padre y en los hermanos.
Lc. 21,25-28. 34-36.- La esperanza cristiana
Con esta página Jesús no quiere asustarnos. Al contrario, quiere dar un significado real a todas las tragedias humanas. Nos enseña una esperanza que, al mismo tiempo que nos hace contemplar, admirar y desear la gloria del cielo, nos hace también vigilantes: no actuar a ciegas, no vivir al día, no terminar el calendario en la desesperación o en la irreflexión, sino ver a fondo las cosas, hacer posible con nuestro compromiso la justicia de Dios ya en esta vida, librándonos de la superficialidad, del no sentido y de la fatalidad, impidiendo a las preocupaciones de esta vida condicionar nuestra existencia.
Meditación
Un minuto con el evangelio
Marko I. Rupnik
El evangelio nos recuerda el carácter dramático y la fragilidad del universo entero. La precariedad del hombre herido por el pecado experimenta que el mundo le llena de miedo, y el miedo es la cárcel en la que el demonio retiene a la humanidad. El evangelio nos dice que precisamente los hombres se morirán por el miedo, pero curiosamente, para quien espera en el Señor las cosas aparecen bajo otra luz. Así como el agua en la que Moisés puso se bastón se ensució para los egipcios mientras que para los judíos estaba limpia, así sucederá con la lectura que uno hace de los acontecimientos dramáticos de nuestro tiempo. Todo depende de la fuerza e intensidad del amor con la que se anhela al Señor, con la que se les espera. Levantados y con la cabeza en alto caminan quienes han basado su vida en la palabra del señor, como única roca sólida, y esperan la manifestación de la luz de su rostro.
Comentario
El año Litúrgico
“El año litúrgico, escribió Pío XII, es Cristo mismo que persevera en su iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en su vida mortal cuando pasaba haciendo el bien, (a todos y curando a los oprimidos por el diablo), con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios y por ellos, en cierta forma, vivan. Estos misterios están presentes y obran constantemente como nos lo enseña la iglesia, son fuente de la divina gracia por los méritos y oraciones de Jesucristo, y perduran en nosotros por sus efectos…” (Mediator Dei).
Adviento
El libro de la Sede presenta una monición de entrada que resume el espíritu del Adviento:
“Hoy comenzamos el tiempo de Adviento para recordar que siempre es Adviento.
Adviento es mirar al futuro; nuestro Dios es el Dios del futuro, el Dios de las promesas.
El Adviento es aguardar al que ha de venir; el que está viniendo, el que está cerca, el que está en medio de nosotros; el que vino ya.
Adviento es la esperanza, las esperanzas de todos los hombres del mundo. Nuestra esperanza de creyentes se cifra en un nombre: Jesucristo”.
El adviento es tiempo de la espera, gozosa y activa, del Aquel que Dios-con-nosotros. tiempo de reactivar la virtud de la esperanza.
La Esperanza
En este contexto, sería muy oportuno hacer una lectura de la encíclica Papal Spe Salvi, donde el Papa aborda el gran tema de la esperanza cristiana. Se puede escoger un texto apropiado del documento susceptible de apoyarnos en una homilía sencilla.
1. « SPE SALVI facti sumus » – en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la «redención», la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que, a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?
Lo dicho a propósito de los domingos anteriores, podemos, bajo la perspectiva de la esperanza, tomarlo de nuevo. Cristo no es un profeta de terror, decía B.XVI; no se trata de una destrucción apocalíptica ni de un caos cósmico desastroso, sino de la transformación, de la llegada “del cielo nuevo y la tierra nueva”. Vi entonces, un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía… Dios en persona estará con ellos y será su Dios. Él enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, pues lo de antes ha pasado. (cf. Ap.21,1-4) Las últimas palabras de este libro reflejan esa esperanza definitiva: Sí, voy a llegar en seguida. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!
Así pues, el tema de adviento nos habla de la certeza de que el Señor cumplirá la promesa. Se acerca la hora, yo haré nacer del tronco de David un vástago santo que ejerza la justicia y el derecho en la tierra. Hasta el nombre de Jerusalén será cambiado: el Señor es nuestra justicia.
El fragmento de 1Tes es un texto exhortativo de gran riqueza y valor que invita a observar una actitud vigilante concreta y a conservar irreprochables los corazones en la santidad ante Dios, “hasta el día que venga nuestro Señor Jesucristo en compañía de sus Santos”. Es un texto homilético de gran valor.
Por su parte Lucas, en el texto de hoy, pone su centro de gravedad en la misma invitación: cuando estas cosas comienzan a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación. Estén alerta para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra.
Así pues, la actitud que conviene observar es una actitud de vigilante espera, de oración continua, para poder escapar de todo lo que ha de suceder. Y, sobre todo, poder comparecer seguros ante el Hijo del hombre. He aquí el carácter escatológico de la historia y de toda vida.
La eternidad, la intensidad de un instante que no pasa
Veíamos en el texto del Ap. citado más arriba, la realización de una comunidad armoniosa y transparente donde no habrá sufrimiento ni violencia entre la multitud de hermanos y hermanas. Permitirá a la vez relaciones personales y relaciones de todos con todos basadas en la armonía completa. Esta asamblea alabará a Dios eternamente, cosa que incomodaba seriamente a Saramago; yo no puedo pasarme toda la eternidad cantando alabanzas a nadie, concluía. Prefirió la nada a la esperanza. Al adolescente Vasconcelos, le parecía intolerable la idea de una resurrección; no me resigno a tener que rasurarme todas las mañanas, por toda la eternidad, decía.
Y en efecto, tal objeción se plantea enseguida: ¿no nos cansaremos un día de estar «viendo»? ¿No haremos nada más? La vida eterna presentada con los rasgos de una liturgia celeste sin fin en torno al Padre y su Hijo, el Cordero inmolado, ¿es tan atrayente? ¿Acaso no tenemos experiencia de lo desesperantes que pueden ser algunas liturgias que «no terminan nunca»? ¿No sabemos de esas homilías que no tienen ni pies ni cabeza, cuando el orador no encuentra la pista de aterrizaje? ¿No andamos buscando dónde las misas sean más breves y mejores las homilías?
¿Qué es la eternidad? De nuevo aquí nuestra tentación es representarnos la eternidad con los rasgos de una duración indefinida. Como decía un humorista: «¿No nos parecerá el tiempo demasiado largo, sobre todo ya al final?» La eternidad no es como el tiempo. Es un error representársela como una línea horizontal, continua e indefinida, que se prolongara después del «fin de los tiempos». Seguiría tratándose de una duración. La verdadera imagen de la eternidad es la de un momento particularmente fuerte de nuestra existencia, uno de esos instantes maravillosos, pero que pasan enseguida, en los que hacemos una experiencia de gran riqueza, – de amor, de entrega total, de plenitud, de comunión -, en los que encontramos la felicidad en la medida en que es posible. Una experiencia amorosa, un sobrecogimiento estético, el logro completo de un proyecto, etc.; en definitiva, un momento en que nos dejamos llevar por el «entusiasmo», es decir, en el que somos como arrebatados por una felicidad que nos supera. Momento de intensidad en el que uno siente deseos de recitar el verso del poeta: «¡Oh, tiempo, detén tu vuelo!; y vosotras, horas propicias, ¡detened vuestro curso!» (Lamartine), Pero, justamente, tales cimas de felicidad no duran. De ahí el: «Reloj detén tu camino; haz esta noche perpetua» (R. Cantoral). El autor no quería separarse de la amada, y el curso del reloj, le hacía ver la fatalidad de la despedida. Hay que comparar pues la eternidad, no con la duración, sino con el instante, en lo que tiene de excepcional. Pero será un instante que no pasará.
¿No es algo demasiado bello e irreal? De esta eternidad, sin embargo, empezamos a hacer experiencia, aún furtiva, a través de los grandes momentos de nuestra vida, momentos de gracia o momentos de plenitud, en medio de los cuales podemos decir: esto no pasará. Momento en los que baja la paloma misma del Señor a consolarnos (J. Vasconcelos). Hay gestos de amor y generosidad y obras humanas tan grandes que podemos decir de ellas que no pasarán. En este sentido, la vida eterna, que recibimos ya en este mundo como «arras» de la eternidad, la construimos también a través de todo lo que hacemos. Esto no puede sino estimularnos.
II Domingo de Adviento. C
Bar 5,1-9; Sal. 125; Filip 1,4-6. 8-11; Lc. 3,4.6
Síntesis de las lecturas
Bar 5,1-9.- La valentía de creer
La esperanza del pueblo de Dios es tan grande que, a veces, solo los poetas pueden expresarla. Este texto de Baruc, lleno de luz, fue escrito, mientras Israel vivía en la opresión, disperso, sin esplendor y sin porvenir político, y tal vez ha cedido a ilusiones engañosas de poder y de revancha.
Pero, el oráculo de Baruc era, sobre todo, y como tal permanece, una espléndida evocación de las maravillas que Dios prepara, porque «todo hombre verá la salvación de Dios» a la hora del encuentro glorioso entre el Salvador y la humanidad, encuentro que Dios tiene la audacia de prometer a sus hijos y que nosotros tenemos el valor de esperar.
Sal. 125.- Cuando cambia la suerte
Es una acción de gracias pensando en el regreso del destierro, del desierto. El versito 4 nos hace pensar que ha sucedido una nueva desgracia y, entonces, hay que recordar con confianza el retorno del destierro, el regreso desde Babilonia. El recuerdo es primordial en la historia de los pueblos y en la vida personal; hay que sacar fuerza de nuestro pasado, porque nuestro pasado está grávido de la presencia misericordiosa de Dios.
El recuerdo de la liberación es intenso: aquella alegría inesperada se hace presente. En la liberación reveló el Señor su grandeza, de modo que hasta los gentiles pudieron reconocerla; y esta revelación activa es fuente de gozo para el pueblo, incluso en el recuerdo. La experiencia histórica se transforma en la imagen serena de la vida agrícola: sembrar para cosechar.
Cuando Cristo se apareció resucitado, también los discípulos creían estar soñando o ver un fantasma. Es el cambio inesperado de suerte. Y cuando subió al cielo, volvían llenos de alegría. Cristo ha utilizado la imagen agrícola, invitándonos a sembrar, dejando que otros cosechen; ni una gavilla se perderá cuando el Señor cambie nuestra suerte, en la gran vuelta a casa, porque «sus obras nos acompañan.»
Filip 1,4-6. 8-11.- Llegar a ser adultos
Pablo quiere conducir a los cristianos de Filipos a una fe adulta, y se alegra que ellos estén madurando realmente, en la práctica y en la difusión de la buena noticia. También para nosotros, como para los filipenses, es necesario que nuestra vida de hijos de Dios crezca, se consolide, se extienda en el sentido querido por Dios. Basta saber acoger su don: aquél que ha comenzado en nosotros la obra de la salvación, mediante la fe, la llevará a su plenitud.
Lc. 3,4.6.- Juan Bautista, lazo entre el Antiguo y nuevo testamento
Juan, el último de los profetas de la ley, proclama próxima la «salvación» de Dios para «todos los hombres», no solo para el pueblo hebreo. El precursor se refiere al «libro de la consolación» para anunciar al Mesías y prepararle los primeros discípulos: el tiempo de la preparación anunciada por Isaías ha llegado (Is.40). Lucas, insiste aquí, como en el curso de todo su evangelio, sobre el contenido universal del mensaje de Jesús.
Meditación
Un Minuto con el Evangelio
Marko I. Rupnik, sj
En un marco lleno de regencias históricas, se sitúa la bajada de Palabra sobre el más grande de los profetas, Juan el Bautista. Este hombre, enjuto y asceta, hombre del desierto, predica un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Juan trata de sacudir a los hombres para que cada uno se implique en la obtención del perdón de sus pecados. La conversión tiene una meta precisa: no se trata simplemente de ajustar y corregir algo de nuestra propia vida; tampoco se trata de un concienzudo y esforzado trabajo sobre uno mismo. La conversión es un movimiento que va de la soledad y del aislamiento al encuentro y la entrega. El signo que distingue una conversión espiritual es la última palabra del evangelio de hoy.
Todo hombre verá la salvación de Dios. La conversión es una experiencia de redención. La redención es la salvación del hombre en su totalidad y no sólo de una parte.
Comentario
El tema de la preparación domina el Adviento
La primera lectura de este domingo está tomada del libro de Baruc. En este libro el nombre de Baruc tiene una justificación especial, y es un vínculo con el destierro. Sabemos que, para los apocalípticos en general, con la destrucción del Templo, comienza la era de la cólera divina, y el destierro de Babilonia se vuelve ejemplo y clave simbólica de todos los destierros posteriores, comprendida la diáspora. Babilonia es castigo ejemplar; a partir del destierro se desarrolla el género de las «confesiones de pecado» o, liturgias penitenciales al estilo de Esd. 7 y Neh 9, imitadas en Dan. 3 y 9 y especialmente presentes en este libro. La vuelta del destierro es también modelo de esperanza que cuaja en la pluma del II Isaías, se propaga en sus imitadores, Is. 56-66 y penetra en el final de Baruc.
Esta temática nos es presentada en el Adviento para expresar la necesidad de la conversión; el pecado es alejamiento, por el pecado rompemos nuestra comunicación con Dios y somos el pueblo de la diáspora, un pueblo disperso. En la anáfora III leemos: “Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el pecado”. (cf. Jn. 11, 51-52). El pecado es una fuerza dispersora.
En el fragmento de Baruc que leemos hoy, podemos descubrir una antología de textos de Isaías que se mueven precisamente en esa dirección. Podemos recordar al II Isaías que declara terminado el tiempo del castigo e invita a la esperanza. De múltiples resistencias tiene que triunfar el Señor. Y triunfa por su amor-misericordia siempre fiel: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice Dios: hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble castigo por sus pecados» (Is. 40,1) Es el tema del Adviento; y no debemos olvidar que siempre es Adviento.
El retorno del cautiverio se convierte en la clave interpretativa de la historia de Dios con su pueblo. Cuando Dios nos perdona, recreándonos así, el Señor nos hace volver del cautiverio. Ya Orígenes decía que era más difícil liberar a un pueblo del pecado que liberarlo del Faraón. El salmo 125 convierte en oración esta certeza. Se trata de una acción de gracias pensando en la vuelta del destierro. Quizá ha sucedido una nueva desgracia, que provoca la súplica del v. 4 y hace recordar con confianza la vuelta desde Babilonia.
El fragmento de Fil. Nos muestra la ley de oro de la evangelización: una relación personal, impregnada por el amor, por la oración, por las ansias de comunión. Pablo agradece, lleno de alegría, la colaboración de los filipenses en el trabajo de la evangelización. No es simple camaradería, se trata de la unión en el amor y en el propósito de Cristo. Aquí encontramos las palabras que nos fueron dichas, abreviadas, el día de nuestra ordenación sacerdotal:
«Estoy convencido de que Aquél que comenzó en ustedes la obra buena, la irá perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús».
Aparece, entonces, el tema del final (telos); un tema que jamás debemos olvidar, porque, si lo quitamos explícita o implícitamente de nuestro horizonte mental, de nuestro quehacer pastoral, del cristianismo no queda absolutamente nada. No podemos analizar aquí detalladamente el fragmento, pero la oración del Apóstol por su comunidad revela algo muy importante: primero, antes que otra cosa, tenemos que hablar a Dios de nuestra comunidad, hacer oración por ella; enseguida viene la oración de Pablo: que su amor siga creciendo más y más y se traduzca en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual. De esta manera podrán escoger siempre lo mejor y llegar limpios e irreprochables al día de la venida de Cristo, llenos de los frutos de la justicia que nos viene de Cristo Jesús para gloria y alabanza de Dios. En el texto notamos la tensión escatológica.
La unidad Lc. 3,1-20 es el ciclo del Bautista, que culmina con el bautismo de Jesús. Entre la unidad de este domingo, 3,1-6, y la del próximo, 3,10-18, se da una ruptura cuando se suprimen los vv. 7-9 que son necesarios para el sentido. Siempre es oportuno leer toda unidad recordando que una unidad menor tiene sentido dentro de una unidad mayor.
Al centro de la narración de Lc. sobre el Bautista, está la predicación que ha de ser entendida como una explicación del sentido de la acción bautismal, evocada marginalmente. El tema es el arrepentimiento en vistas al juicio total. Se trata de la llamada definitiva de Dios al hombre a fin de que se prepare para recibir el evento salvífico igualmente definitivo. Como lo sabemos, el Bautista es puesto bajo los textos programáticos del II Isaías que, en un lenguaje de construcción de carreteras, (ingeniería vial), alude a la rectificación de los caminos reales de nuestra vida. Son necesarios, entonces, el arrepentimiento y la fe. Es la única actitud coherente hacia el hecho que se avecina.
El Adviento, y toda nuestra vida es Adviento, es el esfuerzo de fidelidad continuado, a la gracia de Dios. Siempre estaremos en ese proceso de conversión y en el crecimiento de la fe, esperanza y amor, preparándonos para el día de la venida de Cristo. Tal es el espíritu del Adviento.
Josef Ernst, comenta así este pasaje:
El discurso enfático tiene una intención pastoral: quiere destruir la estúpida confianza de los hebreos que creían que el juicio no podía tocarlos personalmente. La urgencia de la salvación es exigida a cada uno y a todo el pueblo de Israel. Nadie podrá escapar del juicio.
La salvación no esta garantizada con el signo exterior del bautismo, sino por los «frutos de conversión». Las exigencias concretas serán precisadas en el siguiente paso; mientras tanto la exhortación a la conversión no es más que una fórmula vacía en espera de ser llenada cada vez por las exigencias de las situaciones concretas. La expresión semítica «dar frutos» significa lo que Dios busca en las pruebas de la vida. El arrepentimiento es, por lo tanto, algo que va más allá de un puro cambio de mentalidad. Tiene que hacerse realidad en los hechos que teje la vida.
III Domingo de Adviento. C
Sof 3,14-18, Is. 12; Fil 4,4-7; Lc. 3,10-18
Síntesis de las lecturas
Sof 3,14-18. Un porvenir de alegría y salvación
En los días más oscuros de la guerra liberadora, los jefes hacen resplandecer ante los ojos del pueblo un porvenir ideal, que justifican las lágrimas y las luchas que el pueblo ha de soportar. En este fervor del pueblo, en medio de su propio combate, el profeta alcanza a ver ya la salvación y, sobre todo, un reflejo de la alegría y del amor invencible de Dios. Se trata, no tanto de un ingenuo optimismo, cuanto de una iluminada esperanza. Si Jerusalén está todavía bajo el yugo, ya sus opresores caen en las trampas que habían tendido y pierden su crédito.
Is. 12,2-3;4bcd. 5-6.- Sacarás agua del manantial de la salvación
El fragmento de Isaías que leemos como salmo responsorial, puede muy bien sintetizar el tema de hoy. He aquí el texto completo.
Aquel día recitarás:
Te doy gracias, Señor, porque estabas airado contra mí
Pero ha cesado tu ira y me has consolado.
Siendo Dios mi salvador, confío y no temo
Porque mi fuerza y poder es el Señor, él fue mi salvación.
Sacarás agua con gozo del manantial de la salvación.
Aquel día, recitaréis:
Dad gracias al Señor, invocad su nombre,
Contad a los pueblos sus hazañas,
Proclamad que su nombre es excelso.
Tañed para el Señor, que hizo proezas,
Que las conozca toda la tierra;
Grita jubilosa, Sión, la princesa,
Que es grande en medio de ti el Santo de Israel.
1.- La sección profética (Is. 7-11) termina con un himno de acción de gracias. El «cesar de la ira» alude al estribillo del capítulo 9,7-20. Un solista entona el himno; parte de una experiencia interior: el consuelo divino.
2.- La segunda mitad es una cita de un verso que encontramos en el cántico de Moisés (Ex 15,2); por tanto, está tradicionalmente relacionado con el éxodo. Repite la palabra «salvación», quizá explicando el nombre de Isaías (=el Señor salva). Con la experiencia de esta salvación objetiva y del consuelo interior, el temor da paso a la confianza, como actitud religiosa dominante.
3.- La salvación divina, hecha oráculo en el nombre (y quizá en los oráculos) del profeta, es una fuente inagotable (cf. Jr. 2,13; 17,13) ofrecida a la comunidad israelita.
4-5.- Comienza la segunda parte del himno; es una respuesta entonada por toda la comunidad. La forma de imperativo es típica del género. Si en la primera parte dominaba aludido el nombre del profeta, en esta segunda domina el «nombre del Señor», ofrecido para la invocación del pueblo, y es también «fama» que el pueblo debe difundir. Israel tiene esta misión frente a todas las naciones. El nombre y la fama se han mostrado y acreditado en las acciones históricas de salvación.
6.- El título final es típico de Isaías, recibido ya en el momento de la vocación profética.
Fil 4,4-7.- La señal de la Navidad
Los cristianos poseen la certeza de que «El Señor está cerca». La vida, llena de preocupaciones y de esperanzas, se desarrolla para ellos, después de Cristo, en el signo de la paz y de la alegría. Esta paz inimaginable es el contenido de su fe y de su oración. Por esto, los cristianos deben dar a conocer algo al mundo: la confianza ante el porvenir, la serena certeza de que la vida mantiene su promesa. Esperar algo de la vida, como se espera siempre algo de la Navidad, apropósito de aquel que era, que es y que ha de venir.
Lc. 3,10-18.- Espontaneidad, creatividad, vida
Juan anuncia la buena noticia: El Mesías viene y hará justicia, no a través de signos exteriores de un caos cósmico (el viento y el fuego), ni con maldiciones, sino a través de los signos modestos y espontáneos de un cambio visible de mentalidad: el convertido es un hombre que vive para nosotros. Para preparase a esta venida, los hombres que se sienten pecadores reciben el bautismo de Juan, signo de penitencia e inicio de conversión. Pero Jesús, con ese mismo gesto humilde, inaugura el tiempo del evangelio, abriendo a todo el pueblo la vida nueva de hijos de Dios, en el Espíritu.
Meditación
Un minuto con el evangelio.
Marko I. Rupnik, SJ
La predicación de Juan fue muy eficaz. Esto se ve en el hecho de que suscitó en la gente una disposición adecuada para la espera. Cuando el hombre se pregunta qué debe hacer, ya se ha creado en él esa apertura necesaria para la acogida de la salvación. Según los Padres, el camino espiritual es prácticamente imposible cuando el hombre se aconseja a sí mismo y se sugiere qué es lo bueno para él. Aunque esté haciendo propósitos santos y buenos, él hombre puede permanecer encerrado en sí mismo, y la espera, por el contrario, significa tener en cuenta a Quién se espera. La espera ahora se ha hecho tan fuerte que el mismo Bautista podía haber pasado por ser el Mesías, pero precisa que él bautiza lavando los pecados. Aquel a quien prepara el camino, en cambio, no sólo lavará, sino que impregnará a la humanidad con el Espíritu Santo. Juan nos llama hoy también a esta acogida de vida nueva que se nos da.
Comentario
Como cristianos, estad siempre alegres, os lo repito, estad alegres
Honestamente, ¿podemos hablar, hoy, de alegría? Iniciemos con dos citas a escoger:
«Ustedes hablan de estar salvados; demuéstrenme con sus rostros que están salvados y yo creo en su Salvador. ¡Deberían tener un poco más un aire de gente salvada y cantar mejores cantos, más alegres!» (Nietzsche)
«Un alma en gracia está siempre en primavera.» (Cura de Ars)
Dos citas que, desde diferentes perspectivas nos dicen lo mismo; uno nos reprocha la falta de alegría propia de quienes no tienen esperanza; el otro nos dice, que la única alegría real es la que brota de la santidad, del alma en gracia.
Estad alegres, nos dice el Apóstol Pablo; y la razón fundamental de nuestra alegría radica «en el Señor». Y es de notar que Pablo escribe esta invitación desde la cárcel. Luego la alegría no significa la ausencia de problemas; se puede ser feliz aún en la situación más adversa.
Existe un libro muy reciente titulado: La felicidad inadvertida (Navarra. 2012). El autor, basado en un extraño texto de V. Frankl, según el cual, recordando una de las peores noches, de los peores momentos límite, en el campo de concentración, fue capaz de escribir: «A pesar de todo, ahí pasé alguna de las horas más idílicas de mi vida». Todo el libro es un análisis de este texto, de su posibilidad; ¿cómo es posible hablar de que en ese infierno haya pasado una de las horas más idílicas de la vida?, se interroga. ¿Y, qué podemos decir de M. Kolbe o de E. Stein, y de tantos otros que vivieron esos momentos «con sentido»? ¿Dónde está la alegría? ¿Dónde la felicidad?
Inscrito en lo más profundo del corazón humano, este deseo ha querido ser saciado por todos los medios. Hoy, por ejemplo, en la búsqueda de la felicidad y de la alegría, hemos derribado todas las barreras: la sexualidad desbocada e irresponsable, aunque tengamos que matar a los niños inocentes en el vientre de sus madres. Nuestros parlamentos nos autorizan a ello. Las dosis de pornografía disponible son masivas. Ya no nos conformamos con hacer esas cosas, ahora buscamos la legitimación social y jurídica de las degeneraciones ancestrales. Homosexualismo, pero no sólo esto, ahora hay que añadir que es moralmente bueno y es legítimo; podemos, tenemos el derecho de equiparar las uniones homosexuales al matrimonio natural. Ahora es legal, se trata de la legitimación social del pecado; se trata de legalizar, por ejemplo, la droga con fines de placer, porque lo que se busca es “la felicidad”. ¿Estará ahí la felicidad?
El 9 de mayo de 1975, Pablo VI publicó una verdadera joya de su magisterio: Gaudete in Domino. He aquí una perla preciosa del Magisterio de Pablo VI. En 1975, a unos diez años del Concilio Vaticano II, la gran tormenta posconciliar arrecia en fuerzas sombrías y perturbadoras. En no pocos ambientes de la iglesia católica cunde el pesimismo y el desaliento: unos se quejan de que las aplicaciones del Concilio se han llevado demasiado lejos; otros, de que se quedaron cortas. Hay conflictos y frustraciones. Hay tristeza.
Pablo VI advierte que este pesimismo nada tiene que ver con el espíritu cristiano, el espíritu de filiación, la infancia espiritual. Y nos sorprende con un precioso documento sobre la alegría cristiana, tema nunca tratado antes en el Magisterio eclesial con extensión y hondura comparables. Se siente urgido por Dios a exhortarnos apostólicamente a esa «alegría sobreabundante que es un don del Espíritu» (4).
Ciertos «hijos inquietos», sombríos e hipercríticos (78-79), crean un clima pesimista que es preciso superar en el Espíritu, desde la fe, la esperanza y la caridad. ¿Cómo es posible ser cristiano y no tener alegría? Sí, sería muy extraño que esta Buena Nueva, que suscita el aleluya de la iglesia, no nos diese ¡un aspecto de salvados! (77-78).
No estamos ante un documento pontificio de carácter meramente moral, o exhortativo, no. Gaudete in Domino constituye un texto doctrinal, una preciosa teología de la alegría cristiana, bien fundamentada en la Escritura, la liturgia, la tradición, los maestros espirituales. No es tampoco un documento circunstancial, sino un desarrollo estable de la ciencia cristiana, realizado en el Espíritu de la Verdad, que nos guía «hacia la verdad completa».
El Papa contempla, en una profunda meditación teológica, la alegría de Cristo (16-32), la alegría pascual que nace de su pasión y de su resurrección (36-39), siempre actual en la Eucaristía, la alegría de la Virgen María y de los santos (IV), la alegría que brota de la cruz – «la alegría más pura y ardiente la encontramos allá donde la Cruz de Jesús es abrazada con el más fiel amor» (48-49) -, la alegría sobreabundante por el don del Espíritu Santo (39-42, 79): el gozo de la Iglesia, Esposa de Cristo, que se alegra en la creación primera (6-8), en la Eucaristía presente y en el eterno futuro escatológico (71-72).
IV Domingo de Adviento. C
Miqueas 5,1-4; Sal. 79; Heb 10,5-10; Lc. 1,39-45
Síntesis de las lecturas
Miqueas 5,1-4.- Renacer
El rey de Judá, donde se encuentra Belén, no reina ya; ha capitulado ante la invasión a Siria. Sin embargo, este país aniquilado, no está abandonado; algunos hombres que no han renunciado a la esperanza, un día lo levantarán; surgirá una mujer… y un rey, esperado como un Pastor, atento, que hará posible la vida. Entonces, con medios diferentes a los poderes y a la fuerza de este mundo, la paz se establecerá. El evangelio se dibuja en el horizonte.
Sal. 79.- Oh, Dios, ¡restáuranos!
Este salmo es una lamentación pública ante una grave desgracia: invasión militar. El estribillo señala el tono, «¡oh! Dios, restáuranos / que brille tu rostro y nos salve», ensanchando cada vez más el nombre divino.
Dos imágenes dominan el tema: el pastor, y la vid. Temas que alcanzarán la plenitud de sentido en Cristo.
Con la situación presente de desgracia y colapso generalizado (v. 7), contrasta la historia en la que Dios fue protagonista: la función del recuerdo. Lo que Dios hizo por su pueblo está presente en la memoria y de ahí brota una nueva certeza. Dios no debe interrumpir la obra comenzada. La imagen de la viña es frecuente para representar al pueblo de Dios: salida de Egipto, ocupación de la tierra prometida, expansión de su soberanía bajo David.
La palabra de Dios conserva su función acusadora para el pueblo de la nueva alianza: la carta a los Hebreos nos urge escucharla (3,12), ahora adquiere la acusación una urgencia nueva, cuanto más alta es la nueva redención; pero también las invitaciones son más eficaces, porque al «corazón de piedra» ha sucedido «un corazón de carne», y porque las bendiciones prometidas son más íntimas y duraderas. Es el sentido cristiano de este salmo.
Heb 10,5-10.- El culto en las calles
¿No pertenecemos nosotros, tal vez al viejo sistema? De hecho, con frecuencia, creemos haber cumplido nuestros deberes religiosos solo porque hemos pasado en la iglesia un poco de nuestro tiempo. Le hemos dado a Dios un rato, tal vez distraídos, sin saber la importancia del momento. Cristo ha fundado otro «sistema»: el culto cristiano se cumple en la vida cotidiana. Dar gloria a Dios, significa exclamar, en las acciones cotidianas: «He aquí, que vengo a ser tu voluntad». Entonces, ¿vamos a cerrar las iglesias? No, porque solo la potente voluntad de Cristo puede impedir nuestra actitud mercantilista, a través del don total de sí mismo al Padre, signo y ley de nuestra propia entrega.
Lc. 1,39-45.- Pentecostés escondido
Dos mujeres embarazadas esperan a su niño y están felices. Pero su felicidad va más allá del hecho natural: su espera es también la esperanza de todo un pueblo. Porque tienen fe, les ha sido dado experimentar, ya, los efectos de la presencia de Dios. Esta presencia se manifestará más tarde en Pentecostés, cuando los primeros cristianos saludarán en la alegría el nacimiento de la iglesia y cantarán en todas las lenguas las maravillas de Dios. Las conversiones, la revolución y renovaciones, comienzan siempre en lo secreto; antes de aparecer a la luz del día, la vida – como la fe -, debe madurar en esa alegría escondida. También Jesús, antes de manifestarse al pueblo, vivió su vida escondida en Nazaret, misterio que inspiró la vida y la espiritualidad de Foucauld.
Meditación
Un Minuto con el Evangelio
Marko I. Rupnik. sj.
Los Padres de la Iglesia vieron en este encuentro entre Isabel y María el reencuentro de los dos Testamentos, un encuentro de cumplimiento. Todo el Antiguo Testamento es una preparación para la acogida de la venida del Hijo de Dios, Salvador de los hombres. Isabel, que lleva en su seno al último de los profetas, expresa en su saludo esa acogida total, esa espera tan fuertemente concentrada en el Mesías. De hecho, Juan el Bautista consumará toda su identidad en una orientación radical hacia Cristo, será el gesto que lo señale. Por otro lado, María que en la noticia del embarazo de Isabel que en la anunciación recibe del ángel ve una especie de signo, en el encuentro con ella acepta con toda humildad la Gracia de la que ha sido revestida. Al contemplar la actitud de estas dos santas mujeres también nosotros entramos en el clima apropiado para la vigilia de Navidad.
Contemplando a María en el escenario estupendo de la Anunciación, en el momento del cruce de los testamentos no podemos menos de pensar en la situación de la mujer, en su vocación, en su misión; ser mujer, hoy por hoy, es ya una misión. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que, en María, Dios llama a las mujeres, todas, para conformar un mundo más humano.
Este domingo, IV de adviento, mirando a María, me atrevo a formular dos deseos de felicidad:
1. Es para cada mujer que lleva en el seno, el fruto de la vida.
En la imagen de la Virgen encinta – tema tratado por los artistas casi siempre con admirable delicadeza y piedad – nos parece que nos llega hasta nosotros la exhortación de considerar con sumo respeto a cada mujer encinta; a ver en cada parto de mujer un reflejo del parto de María, por medio del cual Él Hombre-Dios ha entrado en la historia, y de la raíz de Jesé ha brotado un retoño mesiánico (Is.11-1); a favorecer cualquier iniciativa destinada a tutelar la vida incipiente, a estar cercano con compasión y misericordia a las mujeres que por distintas circunstancias – injusticia de la sociedad, violencia sufrida, falta de fe, cultura – se sienten tentadas a adoptar soluciones de muerte frente al fruto que llevan en su seno.
2. El segundo deseo es para la iglesia entera, seno de Dios.
Con el salmista quisiéramos decir, pero en versión cristiana: “El señor dará la dicha, y nuestra tierra dará el fruto” (Salmo 85-13). Sí, con la encarnación “ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres” (Tito. 2-11) nuestra tierra, a través del seno de María, se ha convertido en el seno de Dios, del Emmanuel – Dios con nosotros – (Mt.1-23; 28-20). “Y si Dios esta con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros? (Romanos 8-31). Con esta serena confianza, preparémonos a vivir el milenio que hemos iniciado. ¡Que tu iglesia Señor, lejos de ser tu tumba, pueda brillar cada día más como tu seno fecundo de bendición para todas las familias!
Comentario
Dios encarnado
Este domingo debemos pensar seriamente en el dato fundamental de nuestra fe: el cristianismo es la única religión de un Dios encarnado. Esta sola enunciación ha de despertar en nosotros múltiples ecos. Simplemente, bajo este dato leamos la 2ª lectura de este domingo: tú no quisiste sacrificios ni ofrendas / en cambio, me has dado un cuerpo… Pues bien, este cuerpo que se ofrecerá en la cruz por nuestros pecados tiene su origen en el misterio inefable de la encarnación. La encarnación es el perno de toda nuestra fe. El cuerpo que Jesús ofrecerá en cruz, lo ha tomado de María, tierra virgen.
La Liturgia nos ofrece esta magnífica oportunidad de catequesis, de oración, de celebración. J.P. II afirmaba lo siguiente:
En la Liturgia, en efecto, la iglesia saluda a María de Nazareth como su exordio ya que en la concepción Inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y Cabeza y a la que, pronunciando el primer Fiat de la nueva alianza, prefigura su condición de esposa y madre. (R.M.1)
Tal es la densidad del misterio que contemplamos en la Liturgia de este domingo. Se trata del misterio inefable de la Encarnación. El cristianismo es la única religión de un Dios encarnado. Celebramos ese pleroma del tiempo del que habla Pablo en Gálatas 4,4ss.:
“Al llegar la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley… para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!”
María, pues, está en el momento que se caracteriza por estas tres cosas: el amor del Padre, la misión del Hijo, y el Don del Espíritu. El fragmento de los gálatas celebra, entonces, a la Mujer de la que nació el Redentor y nuestra filiación divina en el misterio de la «plenitud del tiempo». María está en el cruce de los Testamentos.
María, tierra virgen
María es tierra húmeda, fértil, preparada, dispuesta para recibir la semilla. Una de las imágenes literarias más antiguas, que se remontan a las mismas primitivas comunidades de Jerusalén, habla de María como la tierra virgen.
María es esa tierra que recibe la humedad bienhechora del cielo en donde la Palabra de Dios habrá de tomar forma y tornarse en principio vital para el hombre.
En una célebre homilía, el entonces Cardenal Ratzinger, comentaba el pasaje de Is. 55,10-11, que dice:
“Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que de semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.
En cierta parte de su homilía, afirma el entonces Cardenal Ratzinger:
La maternidad de María significa que aporta su propia sustancia, su cuerpo y su alma, en la semilla para que pueda formarse nueva vida. La imagen de su espada que atraviesa su alma (Lc.2,35), denuncia mucho más que cualquier martirio, un misterio más grande y profundo: María se entrega completamente como tierra en manos de Dios, se deja usar y consumir para convertirse en aquél que ha necesitado de nosotros para ser fruto de la tierra. En la actual oración de la iglesia se habla de que debemos ser deseo de Dios. Los Padres de la Iglesia opinan que orar no es otra cosa que convertirse en ansia de Dios. En María estas plegarias han sido escuchadas: en cierto modo, ella es la corteza abierta del anhelo, en la cual la vida será oración, y la oración vida. San Juan insinúa este proceso maravillosamente, cuando en su evangelio nunca llama a María por su nombre. Solamente es llamada la Madre de Jesús. Igualmente, podría decirse, cedió lo personal para estar solamente disponible para él, y justamente por eso llego a ser persona.
Activismo y contemplación
Este párrafo del Cardenal Ratzinger es genial:
“Opino que esta conexión entre el misterio de Cristo y el de María que nos hacen entender las lecturas de Isaías y Mateo, es muy importante en nuestro tiempo de actividad, en el que la mentalidad occidental ha llegado al extremo. Porque en el actual mundo de la mente prevalece la norma masculina: el hacer, el vender, la actividad que pretende planificar y proteger el mundo, pero que sólo apuesta por el propio poder.
Creo que no es coincidencia el que nuestra mentalidad occidental haya separado cada vez más a Cristo de su Madre, sin comprender que María, como Madre, tiene un significado teológico y de fe. Nuestra relación con la Iglesia adolece también de esta mentalidad. Tratamos a la Iglesia como un producto técnico, que podemos planificar con una increíble perspicacia y que nos proporciona un derroche de energías; y nos extrañamos si ocurre lo que san Luis María Grignon de Montfort ya indicó sobre unas palabras del profeta Ageo: «Sembrasteis mucho y cosechasteis poco» (1,7). Cuando el hacer se convierte en algo fundamental, no pueden subsistir las cosas que no se pueden hacer, aunque estén verdaderamente vivas y quieran madurar.
Debemos librarnos de nuestra parcialidad occidental de perspectivas activistas, para no hacer degenerar a la Iglesia en el mero resultado de nuestro planear y hacer. La iglesia no es un producto fabricado, sino la semilla de Dios, que quiere crecer y madurar. Por eso necesita la iglesia el misterio mariano y por eso ella misma es misterio de María. Solamente puede ser fértil, si se pone bajo este signo, si se vuelve tierra santa para la palabra de Dios. Tenemos que aprender a acoger el signo de la tierra fecunda, debemos convertirnos en hombres que esperan, vueltos hacia lo interior, en la profundidad de la oración, el deseo y la fe, dejen en ellos un espacio para el crecimiento…”.
Quiero terminar con un bello ejemplo, una especie de metáfora prolongada; se trata de una carta pastoral de los Obispos de Suiza (16.09.1973):
«La redención… es el don del Hijo al mundo, mediante la encarnación y la muerte de cruz. Pero no es suficiente, para que exista un verdadero don que alguien tenga la bondad de hacerlo; es necesario también que alguien tenga la confianza de aceptarlo. Sin duda el Padre que da al Hijo, el Hijo que obedece, el Espíritu que derrama este don, los tres son infinitos, y la pobre Virgen que lo recibe es una humilde criatura, como una nada ante la Divinidad. Pero sin esta pobre nada, sin la fe de María, el amor de Dios hacia los hombres no se habría convertido en el don que se manifestó en Cristo Jesús. He ahí la razón de por qué la Virgen con su «sí» se desposa realmente con el amor que Dios quiere manifestar a los hombres y permite que este amor se manifieste. Así ella es, para nosotros, la Madre de todo humano consentimiento. Su función en la historia de la salvación es única e indispensable».
Al año siguiente, el 2 de febrero, Pablo VI escribía en la M.C.21 que:
«El “sí” de María es para todos los creyentes lección y ejemplo para ser de la obediencia a la voluntad del Padre el camino y el medio de la propia santificación».
El Papa Juan Pablo II nos exhortaba de la siguiente manera:
“Pidamos a la Virgen que haga siempre iluminado y generoso el fiat de nuestro bautismo, y que lo renovemos en los compromisos cotidianos de nuestro testimonio de fe. Así viviremos dignamente nuestra alianza con el Señor en nuestra iglesia, corazón del mundo”.