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La misericordia
es el nombre de Dios.
 (B.XVI).

No es una casualidad que el Año de la Misericordia coincida con la lectura del evangelio de Lucas, – ciclo C – un evangelio dominado por el tema de la misericordia de una manera especial.

Cada evangelio tiene su riqueza propia. El evangelio de Lucas es el evangelio de la misericordia, todos conocemos las hermosas parábolas que hacen brillar de manera esplendorosa la misericordia del Padre.

Creo, por lo tanto, que es oportuno acercarnos al Lc. desde este óptica. Y deseo compartir este intento con mis hermanos; después de todo, todos vivimos de la misericordia, sin  ella no podríamos vivir. Frase afortunada la del Papa B.XVI; completa, reza así: ‘La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios’.

El Dios de nuestra fe, el Dios de la revelación judeo-cristiana, el Dios de nuestro Señor Jesucristo, es el Dios, «rico en misericordia», es el «Padre Misericordioso y Dios de todo consuelo».  Solo así resulta inteligible la historia del hombre, la encarnación del Hijo Divino, el misterio de la cruz, la donación del Espíritu Santo, el curso histórico de las naciones.  El hombre es miseria, pero Dios es misericordioso, y llama al hombre a la exaltación inefable de la filiación divina: le llama a ser misericordioso, como él lo es. Ésta es, sin duda, la esencia del cristianismo.

Veamos un breve ejemplo del uso de esta palabra en la lengua hebrea, que nos disponga a comprenderla mejor, en su plenitud en el N.T

I

Esta frase afortunada del papa B.XVI, expresa magníficamente la naturaleza de este término como resumen de su significado en la Escritura. A mi juicio, en los salmos, oración del pueblo de Dios, nos resulta fácil descubrir la riqueza y la frecuencia con que aparece, el término «misericordia». Bástenos leer detenidamente  el Sal. 103, el “Te Deum” del AT.  O el Sal. 100, que termina:

«El Señor es bueno,

Su misericordia es eterna,

Su fidelidad por todas las edades».

‘Bondad y fidelidad’ vendrían a ser los componentes de un término, (misericordia), que se enriquece unido a otros.

Anunciaré tu fidelidad por  todas las edades.

3. Porque dije: «Tu misericordia es un edificio eterno,

Más que el cielo has afianzado tu fidelidad»

15. Justicia y derecho sostienen tu trona

Misericordia y Fidelidad te preceden

 El poder y la fidelidad te rodean …..

25. Mi fidelidad y mi misericordia lo acompañan.

Estos versitos pertenecen al salmo 89;  leemos este salmo  el miércoles de la III Semana en el oficio de lectura. Me llama la atención que la palabra misericordia aparezca siempre unida a otras palabras que refuerzan y amplían su significado. Así lo podemos ver en estos versitos  donde la palabra misericordia aparece unida a la palabra fidelidad. Parecieran intercambiables.

El término hebreo hesed fue traducido por los LXX como éleos y en la vulgata se traduce como misericordia, pero la traducción no hace muy felices a los biblistas. Los estudiosos están de acuerdo en el hecho de que la actitud, sea humana o divina, indicada por  hesed, es fundamental en la religión y en la moral hebreas. En esta voz alcanzamos a descubrir una sumaria descripción del uso del término.

El significado de hesed se ve más claramente estudiando la palabra con las que se asocia. No se debe buscar una perfecta coherencia, porque encontramos ahí un desarrollo en el uso del término a través de los siglos. El lenguaje es una realidad viva, que nace, se desarrolla y puede desaparecer; más que las etimologías, lo que nos da el significado propio de una palabra, es el uso que el pueblo hace de ella.  En el caso que nos ocupa, sin embargo, el significado fundamental que se modifica con el uso no cambia sustancialmente.

El término que más comúnmente se usa con hesed es ’emet, que significa firmeza, resolución y fidelidad; así, hesed se asocia con la cualidad que hace a una persona confiable y digna de fe. Estas solas indicaciones lingüísticas nos preparan ya para captar la idea de esta palabra que en español conocemos, sencillamente, como misericordia. Alrededor de ella existen otras palabras que la refuerzan.

Cuando estas dos palabras se unen, hesed tiene que ser traducido como “seguro”. Hesed es entonces algo que cualquiera puede hacer por otro, sea Dios (Gen. 24,12), sea un hombre (Gen. 40,14).   Mi fidelidad y mi misericordia lo acompañan. (v. 25). En estos ejemplos, la persona que hace hesed (que tiene misericordia) está en una posición superior.  

Algunas veces el término parece sugerir que una persona hace algo que no está obligado a hacer en favor de alguien, pero el objeto de la acción depende de aquél que hace algo por generosidad y no por obligación. Estamos cerca de lo que significa con  el término ‘alianza’

Algunas veces hesed está unido al término mishpat, que significa juicio o justicia; las dos virtudes son un aspecto de la conversión que Dios pide al hombre: aquí sería misericordia y justicia. Hesed también se asocia con s`dakab que significa rectitud. Estos términos unidos son los atributos que el Señor revela al justo, a aquellos que lo conocen.  Rectitud y justicia, es lo que el Señor pide a los suyos. Hesed aparece unido a estos términos que experimentan una ampliación.

Hesed como voluntad de salvación está más claramente expresada en su asociación con yesu`a (yeshuah, Jesús) que significa salvación, entonces, la palabra hesed asociada a las diferentes palabras, sin cambiar totalmente su significado original, vienen a significar algo fundamental en la religión y la actitud que debe privar en las relaciones entre hermanos.  

Este es el sencillo ejemplo de una palabra  de importancia fundamental en la historia de la relación de Dios con su pueblo. La misericordia y fidelidad de Dios que son más altas que las nubes, más firme que las montañas, más seguras que el sol.

En Jesús, se revela la voluntad misericordiosa, firme, irreversible, segura, de Dios que quiere que todos los hombres se salven; el suyo es un acto de misericordia, es decir, un acto gratuito, al que Dios no está obligado.  Todo se resume en el amor.  

Este sencillo dato sobre el uso del término hesed nos muestra que una única palabra no hace justicia a su riqueza original. Podemos decir que expresa «la voluntad de salvar», pero, según los especialistas, sería una traducción muy limitada. N. Glünk sugiere referir Hesed a la «alianza» y piensa que indique, entonces, el ‘amor y la fidelidad’ que unen los términos de una alianza, pero como movimiento de la voluntad que da inicio a la alianza. El término indica una benevolencia amplia y comprensiva, una voluntad de hacer el bien a los otros antes que el mal. No es exactamente el amor o la bondad, si no la bondad del corazón donde nacen el amor y la bondad.

Es en el NT, cuando la eleos de Dios puede ser entendida mucho más fácilmente como esa voluntad salvífica, que precede a cualquier acto humano, esa misericordia, gesto gratuito, inicia y lleva a su pleno cumplimiento el proceso de salvación en Cristo. Aquí adquiere un significado muy cercano al ágape, termino netamente cristiano. Lucas es un testigo privilegiado de esta revelación.

(II)

¿Quién no conoce la parábola de los dos hijos y el padre misericordioso? Coincidiendo con el  año de la misericordia, es oportuno leer este evangelio con esta clave de interpretación. Hay que dejarle la palabra al mismo Evangelista para hacer una lectura temática de su evangelio, tratando de superar la pedantería exegética. Reflexionemos también sobre lo que es la misericordia cuando se utiliza en otros puntos de apoyo, exteriores al evangelio, que la explicitan y confirman. En nuestro contesto, marcado por la violencia global, la guerra, el terrorismo, el narcotráfico, el secuestro, los sepultados anónimos o en las tumbas clandestinas, las mafias, la migración, la corrupción, incluso la falta de un testimonio más claro dentro de los círculos eclesiásticos, hacen más urgente una reflexión sobre la misericordia. En este sentido, la intuición de Papa Francisco es más que oportuna.

Un mar de misericordia.

En el orden conceptual, incluso teológico, no es tan fácil captar la realidad existencial que es  la misericordia, tanto para Dios como para los hombres. Recorriendo el 3er evangelio, es como descubriremos que las manifestaciones misericordiosas de Dios en Jesucristo, aparecen de múltiples maneras:    

a.- en los encuentros  de Jesús con el paralítico y sus compañeros (Lc.5,17-25): con Zaqueo, hasta hospedarse en su casa (19,1-10); con la pecadora y Simón, en la casa de éste (7,33-50); con el fariseo y el publicano que oran en el templo (18,9-15);

b.- en las historias narradas por Jesús, tituladas por los comentaristas, parábolas de la misericordia: la de los dos hijos y el padre pródigo (15,11-32); la de la oveja perdida (15,3-7); la de la dracma encontrada (15,8-10); la del administrador advertido, que cambia los números (16,1-8); la del buen samaritano (10,30-37);

c.- en las palabras mismas de Jesús: «sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará» (6,36.38); «Cualquiera que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no alcanzará perdón» (12,9-10); «Perdónanos nuestros pecados, como nosotros perdonamos a cualquiera que nos deba; y no nos dejes caer en la tentación» (11,4); «Pongan atención! Si tu hermano peca, repréndelo, si se arrepiente, perdónalo» (17,3); «Y, ¿Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, o los hará esperar? Yo les aseguro que les hará justicia sin tardar (18,7-8); «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (23,34); «En verdad te digo, ahora estarás conmigo en el paraíso» (23,43).

d.- Por las miradas significativas de Cristo: aquella que puso sobre Judas durante  la última cena («Ahora que, mirad, la mano del que me entrega está en la mesa, a mi lado» 22,21); o sobre S. Pedro en el palacio de Caifás («Y el Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro» 22,61);

e.- Por las acciones concretas que revelan la visión que podemos tener de la bondad de Dios y de su Hijo: la inmersión de Jesús en la aguas del Jordán (3,21) como símbolo de aquel que ha querido hacerse solidario con todos los hombres; la compasión de Jesús  en múltiples ocasiones : «Y viendo a la viuda (de Naim), el Señor tuvo compasión de ella y le dijo: “no llores”» (7,13); la Transfiguración: «Éste es mi Hijo, mi elegido, escúchenlo» (9,35); la agonía y la muerte de Jesús en la cruz, aunque era inocente: «Jesús gritó muy fuerte: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró» (23,46); el reencuentro con los discípulos de Emaús cuando, luego de hacer el camino con ellos, “tomó el pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se los dio”» (224,30). El resucitado envía sobre ellos la promesa del Padre» (24,49) y “levantando las manos, los bendijo” (24,50).  

Esta rápida visión  nos muestra la variedad de situaciones y acontecimientos  a través de los cuales se manifiesta la misericordia de Dios. Semejante práctica puede tomar diversos rostros: gestos,  paciencia, y, sobretodo, perdón, que es la forma privilegiada de la misericordia. Esta toma su origen y modelo en la acción del Padre misericordioso (6,36), y está presente, principalmente, en la tercera parte del evangelio (14,1 -17,10) que culmina en las parábolas de la misericordia. Este perdón, Lucas lo presenta  como profético, en el sentido que él es la expresión de la misericordia de Dios en la historia, revelando la absoluta gratuidad de la acción divina por los hombres. Y, siendo  profética, es mortal para aquel que la vive. Jesús en la cruz, ¿no dice, acaso: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”? (23,34; cf. Hech. 7,60). Él  lleva el testimonio hasta la muerte, para que brille la gratuidad  de la vida donada por el Padre.

Esta gratuidad se centra en el evangelio  sobre la persona de Jesús que tiene misericordia, él mismo es misericordia, a través de la entrega de su vida. Aflora una verdad: la dinámica de la misericordia sostiene el desarrollo del relato  mismo de Lucas y revela progresivamente la amplitud y la realidad de la persona del Hijo de Dios, entregado por los pecadores. ¿No es él, acaso, quien puede guardar la puerta abierta, (él guarda la puerta del redil de las ovejas), que nos permite entrar y morar y arrojarnos en los brazos del Padre? El lector judío o el lector pagano influenciados por sus respectivas historias, recibirán diferentemente las expresiones de la misericordia (cf. El prólogo de Lucas dirigido a Teófilo. 1,1-4). Para ambos, sin embargo, la existencia misma  es un signo concreto de esa misericordia y bondad divinas.  El A.T. lo explicitará para el judío. El N.T. sorprenderá al pagano, particularmente por la analogía de la deuda que es perdonada por medio de la persona de Jesús. 

(III)

La originalidad del relato lucano.

Cuando Cristo comienza su enseñanza en Nazareth, toma las palabras del profeta Isaías para «proclamar el año de gracia del Señor» (4,18-19). Este año de gracia es un año de misericordia que se manifestará en su persona y por los gestos y palabras.

1.- Los rasgos de la misericordia.

a) La misericordia restaura la dignidad de hombre y de hijo.

La parábola del Hijo pródigo nos habla de la restauración de la dignidad de hombres y de hijos. El hijo es la imagen del hombre de todos los tiempos. Tras haber considerado el pecado desde el punto de vista exterior (la partida, las consecuencias y el fracaso del hijo menor), la parábola interioriza uno de los bienes perdidos: su dignidad de hijo en la casa paterna. La misericordia paterna hará revivir la conciencia de hijo en el camino hacia el Padre que le recordará lo que se jugó en su partida y en su retorno. El drama toca su dignidad humana y su calidad de hijo. «De entrada, él, (el hijo pródigo), sentía instintivamente que más que un trabajador, que esperaba ser, él seguirá siendo hijo. El que ha sido hijo una vez, lo es para siempre. En el momento mismo en que el hijo perdido se reconcilia con sus despojos, él está ya en su casa, en la casa de su Padre». (A. Louf). Volver como trabajador es una medida de justicia o de sobrevivencia. Recobrar la calidad de hijo es una medida de misericordia gratuita que puede ser presentida, pero nunca merecida. Los bienes dilapidados están perdidos para el hijo, lo mismo que para el padre. La dignidad de hijo puede reencontrarse  y puede ser dada de nuevo. El hijo reencuentra esa dignidad, el padre se la concede de nuevo: es la sustancia de los reencuentros. Esto es lo que explica la alegría del padre: saber que un bien fundamental ha sido salvado: la humanidad de su hijo.

El padre, figura del Padre eterno, es fiel a su paternidad, fiel al amor con el que cubre a su Hijo. Tal misericordia se expresa por la alegría de los reencuentros, por la fiesta en su honor, por los movimientos de emoción afectiva que le  impulsan hacia el Hijo tal cual es: «Su padre lo vio de lejos y se estremeció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (15,20) La misericordia ve en el hombre que regresa la bondad de su humanidad y la grandeza de su filiación. Esta mirada divina, define la misericordia. «Era necesario hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado». (15.32). La alegría de la misericordia no es materia solamente de una angustia que se calma, la alegría  brota de la admiración de un don restaurado, renovado. El pecado del hijo menor descubre ésta consideración sobre la misericordia. Estar cerca del padre sin tomar conciencia de su dignidad de hijo, sería renegar de sí mismo y pecar. La misericordia del padre revela, igualmente, al hijo menor, cuál es su verdadera condición: ser hijo cerca del padre.

Lucas nos muestra así la fidelidad de la misericordia divina: revelar al hombre que la había perdido, que la había rechazado o de la que no tenía conciencia, su dignidad fundamental de ser humano, hijo de Dios, a imagen del padre creador y restaurador. El amor que brota de la paternidad impulsa al padre a preocuparse de la dignidad de su hijo. La misericordia tiene el  poder de regenerar al hombre en aquello que él es sustancialmente.  Y lo hace de una manera específica:

«Este amor es capaz de inclinarse sobre cada hijo pródigo, sobre cada miseria humana, y sobre todo, sobre cada miseria moral, sobre el pecado. Siendo así, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino reencontrado, revalorizado. El padre le manifiesta ante todo su alegría porque él ha sido encontrado, porque ha vuelto a la vida. Esta alegría manifiesta que ese bien permanece intacto: un hijo, incluso pródigo, no cesa de ser realmente hijo de su padre; esta alegría es también la señal de un bien reencontrado, que en el caso del hijo pródigo ha sido el retorno a la verdad de él mismo.  (J.P.II. DM 6)

Si el hijo no lo puede hacer por sí mismo, la gracia paterna y divina lo realizará. Así, la misericordia aparece como aquello que valoriza, fortifica y promueve el bien fundamental del hombre: su propio ser. Su poder es tal que ella puede sacar bien de todas las formas de mal que existen en el mundo y en el corazón del hombre. 

(IV)

Los rasgos de la misericordia.

b) La misericordia se ejerce y esclarece bajo la mirada de Jesús.

Jesús está atento y quiere  que nuestra relación esté dominada siempre por la misericordia.

 El episodio del encuentro con la pecadora en la casa de Simón, el fariseo, destaca esta verdad. La pecadora conocida públicamente y perdonada por Jesús, ha hecho un acto de fe, de confianza en la persona de Cristo. Reconociendo sus numerosos pecados, porque ha amado mucho, puede entrar sin miedo a la casa de Simón para alejarse, después, en paz.  La hoja de ruta (faire-route) de la pecadora está anclada en la esperanza del perdón en Cristo. Ella vence los obstáculos para entrar en la casa de Simón, observa la actitud de confianza y de arrepentimiento y se dispone al perdón que Jesús le da. El trabajo que realiza para acercarse a Jesús no se puede hacer con miedo.  La fe guía sus pasos, los gestos y las lágrimas de la pecadora: esta fe la lleva a los pies de Cristo. 

En el mismo relato, Lc. insiste sobre la misericordia como revelación. La misericordia nos revela algo sobre nosotros y sobre los demás. Es Jesús mismo quien indica al hombre la naturaleza y la profundidad del pecado. El pecado, como ruptura del amor con Dios y con los hermanos, no puede aparecer verdaderamente más que bajo la mirada que Dios dirige al hombre.  Lejos de Dios, la conciencia se anestesia. Es el amor lo que permite esta acción-verdad, donde el hombre toma conciencia de sus heridas y de sus faltas deseando el perdón y recuperar la inocencia.  Jesús toma la iniciativa: «Simón, tengo algo que decirte» (7,40). Toma la analogía de la deuda y en buena pedagogía conduce a Simón a reconocer la importancia de «hacer gracia», (perdonar, comprender, padecer-con). Da a Simón una catequesis sobre el amor, el pecado y el perdón. Porque si Jesús dice a Simón que juzga correctamente (7,43), quiere decir que él está también en la situación de un deudor a quien se le ha cancelado la deuda. Reconocer, es efecto de la misericordia. Jesús muestra también de manera tangible hasta dónde el amor se transforma en misericordia cuando va más allá de las normas precisas o formales de la justicia. Precisamente por ello, puede llamarse misericordia y transformar los corazones.

Este reencuentro admirable demuestra la evidencia de que la misericordia es un proceso. Toma tiempo para decirse y expresarse. Compromete las libertades. El tiempo para este ejercicio espiritual es una argucia del amor de Dios.  Dios tiene necesidad de un proceso, necesita  tiempo para desplegar toda la amplitud de su misericordia. Ello nos permite comprender hasta qué punto estamos, siempre, entre el pecado y la gracia, entre la gracia y el pecado: pecadores perdonados y siempre en conversión. «La misericordia no puede desplegarse totalmente más que gracias a la paciencia y a la bondad de Dios- (quia pius est) – que nos ofrece cada día un nuevo plazo, y que vela silenciosamente hasta que nosotros encontramos el camino de la conversión». (San Benito).

La misericordia toma al hombre y a la mujer ahí donde están y como son. La misericordia es revelación: obra de verdad y de conocimiento para el pecador que se mira a sí mismo con los ojos de Cristo. Es Cristo quien precede todo movimiento del hombre. En este reencuentro, la pecadora y Simón viven ya del perdón recibido: por una parte, Jesús está en medio de ellos; por otra parte, la pecadora entra a casa de Simón sin el temor de que la echen fuera. Por una parte, la pecadora es perdonada; por otra, Simón comprende la amplitud del amor a través de la interpelación de Jesus. La fraternidad entre la pecadora y Simón es posible, solo en Jesús porque ambos, Simón y la pecadora, son llamados a reconocerse pecadores perdonados.  No existe liberación más profunda que ésta.

c) Los discípulos han de ejercer la misericordia.

Jesús nos enseña, no solamente, a recibir de él la misericordia sino que nos lleva, a nosotros mismos «a ser misericordiosos». La bienaventuranza de Mateo: «Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt. 5,7) no es manejada por Lucas en estos términos. Pero la exigencia de ser misericordiosos está bien posicionada en la dinámica de Lucas partiendo de una advertencia: «anden con cuidado» (17,3), Jesús invita a sus discípulos a perdonar sin trabas: «si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. Si te ofende siete veces al día y vuelve siete veces a decirte ¡lo siento!, lo perdonarás». (17,4). Se trata de un orden nuevo: «los apóstoles dicen al Señor: aumenta en nosotros la fe» (17,5), porque estamos invitados a vivir la misericordia de Dios y hacer que los hombres la experimenten. «Los hombres llegan al amor misericordioso de Dios, a su misericordia en la medida en que el discípulo se transforma interiormente en el Espíritu de tal amor hacia su prójimo». (JPII. DM 14). Ejercer la misericordia es vivirla.  Es imposible vivir la misericordia sin tener en la mente  la misericordia divina sobre nosotros y en nosotros. Ejerciendo la misericordia con nuestros hermanos, la ejercemos como Jesús, es decir, como recibiéndola del Padre. Tener misericordia, es, al mismo tiempo, recibirla. Se trata de un mismo movimiento de amor.

Es la enseñanza que Jesús desea dar al escriba que le interroga sobre «¿quién es mi prójimo?» (10,29). El prójimo no viene definido por la función  o la responsabilidad de los cargos. Por ahí pasaron un levita y un sacerdote. El prójimo es el que se acerca, el que se hace próximo a otro «teniendo misericordia de él» (10,37).  Hacer el camino de la misericordia es hacerse cercano a aquél que es «otro yo», pero en el cual yo encuentro la condición de prójimo porque, ambos, no vivimos más que de misericordia.

II.- Cristo, la misericordia en persona.-

«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre», dice Jesús a Felipe. (Jn.14,9). Es siempre a través de la persona de Cristo, como Lucas, los otros evangelistas y nosotros mismos, podemos percibir la ternura misericordiosa de Dios.  Nosotros no tenemos la visión inmediata del Padre: es en la persona de Cristo donde lo invisible se hace visible. En Cristo y por Cristo, la tradición veterotestamentaria de la misericordia alcanza su significación definitiva porque Él encarna y personifica esa misericordia. Esta cristología “oblicua” de Lucas no es, por lo tanto, para oscurecer esta verdad. Jesús mismo es misericordia. En él, Dios, el «Padre de las misericordias» (2Cor. 1,3), nos permite verlo.  En Cristo, vemos a Dios próximo a los hombres que sufren, que le rechazan, que se hieren mutuamente, pero que desean la venida de un Salvador.  Cristo, ejercía su poder de liberación de diversas maneras. Vamos a centrarnos en dos rasgos donde su rostro de misericordia resplandece más intensamente: en los lazos particulares que Jesús resplandece en su acción de curar y su perdón de los pecados.

(V)

a.- Jesús y el paralítico.

Es en la vida apostólica de Jesús donde Lucas habla del perdón de los pecados. Esto es un signo de contradicción para los que ven actuar a Jesús. En efecto, «¿quién pude perdonar los pecados, sino solo Dios?» (5,21). En el corazón de un acto de solidaridad (algunos intentan poner al paralítico en presencia de Jesús), Jesús ve una actitud de fe: un grito hacia Dios y su misericordia. Sin unir explícitamente la enfermedad y el pecado, Jesús nos indica que la misericordia toca la unidad personal de todo el ser. La misericordia lo encuentra en el misterio de su historia para tocarlo y darle la consolación de la presencia divina. La curación, igual que el perdón de los pecados, es decir, tanto la expresión exterior como la interior de esta consolación, no pertenece al poder del hombre. El poder de la obra de Dios en Jesús no está limitada ni por la gravedad de la enfermedad ni por el peso del pecado. Nada escapa a la misericordia de Dios. «¡Pues bien! Para que vean que el Hijo del hombre tiene poder sobre la tierra para perdonar los pecados, le dijo al paralítico: Yo te lo ordeno: levántate, toma tu camilla y vete» (5,24). Este despertar – este ponerse de pie -, es un fruto anticipado de la resurrección. Pone  en camino hacia su casa propia del paralítico. Él es perdonado ante su propio misterio de hombre y de Hijo: «Se levantó en el acto en frente de todos, cogió el catrecillo en que estaba tendido y se marchó a casa alabando a Dios», (5,25).  El estupor y el grito de aquellos que ven a Jesús actuar así, ha de comprenderse en el contexto de Ex. 34,6-7: “El Señor pasó delante de Moisés proclamando: El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, lento a la cólera y rico en clemencia y fidelidad que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos». En Jesús se cumple el misterio de una misericordia que atraviesa las generaciones, (amor celoso de Dios), de su exigencia y su ternura. El rostro de Dios se descubre en Cristo. 

b) Jesús y el buen ladrón.

Después de haber pagado por los hombres el precio de la salvación de éstos,  mediante su condena y crucifixión («Padre perdónalos porque no saben lo que hacen»), Cristo se abandona completamente a la voluntad del Padre. La violencia y la muerte  son la otra cara de aquello que es la misericordia. Crucificado entre dos pecadores, contado entre los sin ley, (22,37; Is. 53,12), Jesús expresa todavía con mayor claridad la ley de la misericordia según la cual ofrece su vida.  Si existe una justicia humana, ésta debe ejercerse con los malhechores que están la cruz, y para los inocentes deben existir el perdón y la salvación. Pilatos actúa al contrario y ello los hunde. Puesto en el rango de los pecadores, Jesús es la misericordia en acto.  Él toma el pecado de los hombres, escucha la confesión y la súplica de uno de los malhechores y él le promete la justicia eterna en el reino de los cielos.  Esta acción profética en el momento de su muerte, que funda todas las reconciliaciones sacramentales, es un signo esplendoroso de la misericordia que perdona los pecados y da la vida para siempre.  La persona en su integridad, del buen ladrón es tocada como la del paralítico, y la resurrección se promete a través del perdón del Hijo del hombre: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43).

Estos dos ejemplos nos permiten comprender el tiempo de la misericordia que significa e inaugura con el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.  Desde los orígenes, el hombre busca penetrar el misterio de la inocencia, del mal y del pecado. El A.T. es la prueba de éste loco amor de Dios por su pueblo y de su fidelidad renovando la alianza con él.  De parte del hombre, el deseo de una nueva alianza y del perdón, y de ser limpiado de la gravedad del pecado, marcan las etapas espirituales de su vida.  Es en este hundimiento moral del pecado donde se juega la profundidad del amor salvador de Dios y de su misericordia. Pero, ¿qué hace ésta misericordia?, ¿nos devuelve a la pureza e inocencia?, ¿la obtenemos únicamente al confesar nuestras faltas?, ¿es impotente ante un pecador que no se ha convertido?, ¿qué ha sucedido después que Cristo a muerto y ha resucitado?

Existe la posición protestante ante estas preguntas. Con alguna frecuencia la sostiene Ricoeur. Nosotros reflexionamos y actuamos en la angustia, el deseo o la aspiración de la reconciliación. En esta situación nos encontramos siempre en un mundo donde la falta permanece presente como un recuerdo constante de nuestra impotencia y de nuestra completa culpabilidad. Vivimos fluctuando entre el mal realizado y la restauración del porvenir. Reflexionamos ante el destello que marca siempre el antes y el después del mal cometido (y sus consecuencias), y el antes de la resurrección y el porvenir de una inocencia esperada, pero de la que no gustamos todavía. (inocencia, viene del latín nocere, que significa hacer daño. Con la preposición in viene a significar lo que no daña; en este sentido, un niño es inocente porque no hace daño. El pecado es hacer y hacernos daño.)

De hecho, es importante, poder situar la misericordia en el tiempo del hombre, en la historia que continúa, y para nosotros, en la economía eclesial, (los sacramentos de la nueva alianza, en el gran sacramento de la iglesia): antes o después de su falta; antes o después del acto histórico de donación realizado por Cristo por todos en la cruz. Para ciertos cristianos, el perdón está  más allá de la moral y de los actos mismos del hombre: es una gracia. La mística iría más allá de todas las categorías de los actos, y particularmente de la moral.  Para otros, el perdón es aquello de lo que nosotros no deberíamos tener necesidad, ateniéndonos a  la pureza del corazón. Para otros en fin, el perdón es aquello con lo cual nosotros debemos contar, vivir y enraizar para estar ya en la vida eterna.  Estas posiciones están enraizadas en las percepciones diferentes de la acción misericordiosa de Dios en la historia. Estas son decisivas para la vida espiritual y la acción pastoral.  (continuará)

(VI)

Viendo, pues, con san Lucas, a Jesucristo en quien han sido reconciliadas todas las cosas, (cf. Ef.1,3-10; 2,13-16), nos damos cuenta de que todos somos pecadores, que todos hemos sido reconciliados con el Padre en él. Si la misericordia nos alcanza es en él. Nosotros nos apoyamos sobre la vida que él nos da para gustar una inocencia que brota no de nuestro propio querer, sino de nuestra aceptación de  la misericordia que ya se ha manifestado en la historia.

Afirmando que él está con nosotros hasta el fin del mundo, Jesús nos dice que la misericordia ofrecida en su vida entregada, es él, presente, enraizada en nuestras vidas sometidas a la tentación, heridas, pecadoras, pero llenas de confianza. Nuestra confianza descansa sobre el perdón definitivo que es él mismo, sobre esta misericordia inscrita en la historia y en los brazos de la cruz. 

Para cambiar nuestras vidas, nosotros no esperamos una utopía o un mesianismo futuro. Nosotros cambiaremos nuestra vida por su poder que atraviesa la historia. Si podemos reconciliarnos con Dios y con “los otros” es que, un día,  el universo fue reconciliado definitivamente en Cristo.  De hecho, es la misericordia la que mueve los hilos del tiempo de los hombres y que asegura la presencia divina desde los orígenes hasta nosotros. La misericordia renueva el proyecto original, lo fortalece, lo garantiza y le da un sabor de eternidad. En Cristo, hemos sido ya reconciliados, es decir, tejidos de la misma estofa de las Tres Divinas Personas. (A imagen y semejanza de Dios). ¿O es que no participamos ya, a nivel de la gracia, de la naturaleza divina, como nos dice Pedro? ¿No se hizo Dios hombre para que nosotros no hiciésemos dioses, como dicen los Padres? La resurrección de Cristo, manifestada en nuestros cuerpos mortales nos hace experimentar que este amor paterno es más fuerte que la muerte, tanto física como espiritual. Vivir de la misericordia, es vivir una liturgia Pascual.

En el desarrollo de su evangelio, Lucas lleva al lector a confesar su complicidad con el escándalo de la muerte de Cristo (ver El sentido del cap.13). En efecto, el lector, ¿no se ve tentado a vociferar como la multitud: «crucifícalo, crucifícalo» (23,21); nosotros somos pecadores, y reconociéndonos como tales, es como puede surgir la seguridad de una misericordia universal, pero siempre singular, es decir, que toca a cada uno en particular (como al buen ladrón), pero abierta a todos. La cruz es el cumplimiento del programa mesiánico proclamado por Jesús en Nazaret (4,18-21). Si Jesús se hunde en el poder de las tinieblas, baja a los infiernos, (22,53), es para que la luz de su filiación divina, de su reino, de su mesianidad, aparezcan en el gran día. En el seno de las tinieblas que cubre la tierra entera, (23,44), «el sol se eclipsó», el Santo de Dios aparece a los ojos de todos porque el velo del Santuario se ha rasgado. (23,45). Tanto el judío como el centurión, están llamados a reconocer en esta figura perfecta de la inocencia, al «justo», al único justo; es el momento cuando el resucitado, y nosotros con él, tomamos verdaderamente  lugar en el Templo de la Jerusalén celeste, por pura gracia.  Y si las multitudes presentes en esa escena han vuelto a la ciudad golpeándose el pecho, es que presintieron el gran misterio del perdón que se realizaba.  A todo pecado, misericordia, para aquél que tiene la humildad de reconocerlo, misericordia. Si el hombre Dios ha muerto por nuestras faltas, en su cuerpo entregado por nosotros, se encuentra nuestro perdón y nuestra vida nueva. La misericordia pasa por el cuerpo entregado de Cristo, entregado «en manos de los pecadores». Este misterio permanece actual a través del cuerpo de la iglesia, de los bautizados y también de los diversos ministerios de la misericordia. (en la Eucaristía)

Lucas nos muestra que existe un verdadero dinamismo de la misericordia que teje los lazos fraternales de la humanidad. Si Dios nos ha hecho misericordia en Cristo, en el mismo movimiento, nosotros estamos llamados a hacer misericordia a los otros. Quizá haya que usar el verbo “hacer” con la misericordia como complemento directo, mejor que el verbo “tener”.  Es el sentido de las palabras del Padre Nuestro. El lugar de la cruz es central. La muerte de Cristo nos revela que las raíces más profundas del mal en el mundo, se hunden en el pecado y en la muerte. La resurrección es la revelación completa de un amor misericordioso y vencedor. «Cantaré sin fin la misericordia del Señor» (Sal. 89,2). La resurrección anuncia «el cielo nuevo y la tierra nueva» (Ap. 21,1), mientras que el «mundo viejo» (Ap. 21,4) no haya pasado, la cruz será el lugar donde el amor se revela como misericordia. La persona de Cristo sobre la cruz, es una llamada paradójica para cada cristiano.  Identificado con el pecado, (Dios lo hizo pecado por nosotros), y con todo pecador, Cristo se ofrece también a nuestra misericordia. Nosotros no podemos tener misericordia sin Dios, pero Dios nos pide tener misericordia de su Hijo crucificado. Cristo suscita por su inocencia ofrecida, nuestra misericordia porque ha sido su amor que lo identifica con los pecadores. Se trata de una llamada a vivir éste «admirable intercambio» entre Cristo y cada uno de nosotros.  Comprendiendo poco a poco lo que hemos hecho crucificando a Cristo (23,34), puede nacer en nosotros el deseo de sufrir con él, de probar como él las penas y los dolores por el pecado de los hombres; y de hacer la súplica humilde y confiada como nos aconseja S. Ignacio en los Ejercicios (Tercer Preámbulo. 104).

La contemplación de Cristo en la cruz produce los frutos de perdón en nosotros. Asociándonos al don de su vida por todos, nos transforma en personas-de-perdón, en personas misericordiosas. Ir hasta las últimas consecuencias de la misericordia de Cristo, es actuar como él y con él.

Por último, digamos que la misericordia es más amplia que el perdón. Se inscribe en la historia de los hombres en muy diversas formas. El año jubilar nos invita a una lectura del tercer evangelio bajo esta perspectiva: ¿Qué aspectos toma, en los hechos y dicho de Jesús narrados por Lucas? Este sobrevuelo nos hará descubrir la importancia de la misericordia en la vida cristiana. Tener misericordia es una obra humana de todos los días.

Quiero terminar parafraseando las palabras de Jesús: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en el mundo? Si no encuentra fe, tampoco encontrará misericordia. Seamos, pues, misericordiosos, como nuestro Padre Celestial es misericordioso.