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Dios me ha atormentado Siempre (Dostoievski)

El sesgo que ha tomado la historia reciente nos obliga a plantearnos el problema de Dios, en serio. ¿Dónde está Dios?, pregunta que el hombre, ser en el tiempo, ha de responder desde su propia realidad. Un Dios que no tiene una palabra que ilumine los acontecimientos y oriente la acción, no interesa. El Dios revelado en las Escrituras, no lo es en sentido abstracto y lejano de nosotros, que después de todo sería impropio. Es Dios con nosotros, para nosotros que estará siempre con nosotros hasta el final. El problema es que ante Él, solo cabe la rendición incondicional. 

El sufrimiento acumulado en el mundo y en cada corazón, a la postre lo realiza la maldad radical del hombre, del hombre para quien Dios ha muerto y, por ello, su hermano, el hombre, debe morir también. El niño abandonado, de noche, junto al muro que divide a Juárez y El Paso, mientras grita: “¡Ayuda, Ayuda! No se vayan, no me dejen”, abrazado a su monito de peluche; o el niño que deambula entre las ruinas de su hospital destruido por las bombas israelíes, solo, en la negra noche de su pesadilla. O las parturientas y sus bebés expuestos a las infecciones incluso mortales, en el H. de la Mujer, mientras el gobierno licitará unos aires, ¡a estas alturas! Todo este mal no lo ha hecho Dios. 

Dios, por su parte, pregunta al hombre de siempre: ¿Dónde está tu hermano?, (Gen.4,9). Biden dijo en su discurso de investidura que el cov-19 mató más americanos que la guerra. Y la hipótesis de que tal virus sea un “accidente de laboratorio”, parece un filme de terror bien logrado. Para qué meter a Dios en esto, se piensa. Pero el Dios revelado por Jesucristo ha actuado siempre en la historia, convirtiéndola incluso en historia de salvación porque lo que hace oscura y absurda la historia es el mal, el verdadero escándalo.  

Nuestra historia ha adquirido, poco a poco, una gran densidad religiosa; ahora lo vemos con mayor claridad. Incluso, las deformaciones religiosas y la negación misma mantienen vivo el problema. Y el futuro se percibe amenazante. Los momentos de crisis profundas tienen vertientes: o la revisión de vida, el cambio de mentalidad y la reconciliación, o la rebeldía, el escepticismo y el desfonde total. 

La historia y el Apocalipsis. (Ap.) En este piélago de incertidumbre, pues, ¿dónde está Dios? En el fondo se trata de dar respuesta al problema de la historia; también es mi historia. “Es imprescindible al hombre de nuestros días ahondar en nuevas reflexiones sobre la naturaleza de la historia. Se trata de su propia historia y da la impresión de que se le va escabullendo”, afirma Heinrich Schlier. La naturaleza histórica de nuestra era no se agota definiéndola como la historia de la era tecnológica; hay que decir que es la era de la deshumanización y desvalorización de la vida, de la cultura de la muerte. Tantas veces el hombre no ha puesto sus mejores logros s al servicio de la vida. 

Los esquemas de inteligibildad cristiana de la historia están contenidos en el Ap.; “Ateniéndonos al Ap, afirma Schlier, la revelación de la historia es horripilante. El Vidente ve que la historia, considerada en su totalidad a partir de su espíritu más íntimo, se opone con todas sus fuerzas a que Jesucristo y en él, el amor de Dios, salgan victoriosos; se ve una historia que bajo distintas catástrofes terribles va construyendo, poniendo como base su abismo, un reino político y espiritual contrario al de Dios y de su Mesías”. Tal es el misterio terrible de la historia. 

Se trabaja con una simbología compleja. Los jinetes del Apocalípsis cabalgan triunfantes, ellos representan la guerra, el hambre, la peste y la muerte, y recorren la tierra, (ver, Ap.6, 3-8); luego, más adelante, aparece otro símbolo: la “caballería infernal” desatada para “matar a la tercera parte de la humanidad”, lo desconcertante es que estos ángeles de la destrucción ¡tienen permiso para realizar su tarea terrible! (ver.Ap. 9,13-21). “Les dieron potestad sobre la cuarta parte de la tierra para matar con espada, hambre y epidemias y con fieras salvajes”. Se trata de las fuerzas del mal desatadas y actuantes que se mueven al interno de la historia; el creyente tiene que contar con esta realidad. Se trata de hechos «que tienen que suceder» (4.4).

El poder político, que se absolutiza y se hace adorar, intenta suplantar a Dios dictando las formas de convivencia de los hombres, y es representado por una bestia, que recibe “poder, trono y una autoridad muy grande”; ésta tiene a su servicio otra bestia capaz de engañar y realizar signos prodigiosos y que logra seducir a gran parte de la humanidad, y que todos adoren a la primera bestia; es la propaganda, es el “falso profeta”. Los magnates, de la tierra y los comerciantes que rindan homenaje a la bestia serán los únicos que podrán hacer negocios. Es el mal que hace alianzas, se hace compacto y tiene una enorme capacidad de acción y períodos de especial virulencia. (ver c.13). De esta forma la historia se torna ininteligible, «en un libro sellado con siete sellos» que nadie, ni en el cielo, ni en la tierra ni en los infiernos podrá abrir ni siquiera examinar. La historia es ese libro absolutamente sellado, misterio insoluble, como lo reconocía, ya, Tácito. Y el Vidente llora porque la historia es ese libro cerrado con siete sellos que nadie puede abrir (5,4). Es una noche oscura. 

La respuesta tal vez nos sorprenda. El Ap. Afirma que Jesucristo es el único que puede decifrar el sentido de la historia, no hay ni hombre, ni héroe, ni ángel, ni demonio capaz de hacer hablar a la historia. Sólo Jesucristo, vencedor de la muerte y del mal en sus propias raíces, es capaz de “botar los sellos y abrir el libro”, sólo él, el que decifra el misterio de la historia. Esto se ve en el hecho de que el mal, según el Ap., actúa siempre con “un permiso de tiempo limitado”. Por ello el creyente es invitado a correr el riesgo de la confianza. Y de la paciencia. Esto será posible, sólo, avivando el sentido de Dios; no podrá hacerse ideas fáciles y románticas sobre los acontecimientos; sólo dejándose arrastrar por el Espíritu de la verdad comprenderá el sentido de su existencia, de la existencia de los demás, y el significado de los hechos que va enfrentando, y colocarse, así, cristianamente en la historia para hacer las opciones operativas acertadas.

Por ello resulta desconcertante que “los sobrevivientes del desastre tampoco se arrepintieron, no renunciaron a la idolatría ni a rendir culto a los demonios; no se arrepintieron, tampoco, de sus homicidios, ni sus maleficios, ni de su lujuria, ni de sus robos” (9, 20-21). Podemos decir que esta visión de la historia es la visión de su esencia; sin ella, no es más que el relato documentado de la estupidez humana y sin esperanza de redención. Encerrado en un edificio de concreto sin ventanas, eso es el hombre sin Dios (B.XVI), aunque no lo sepa. Pero en Cristo glorioso se han abierto de par en par las puertas del futuro. Humildad y confianza es, pues, lo que se necesita.

Nosotros, después de todo somos tan pequeños y frágiles sobre la tierra, sobre este fragmento de arcilla desde donde miramos hacia las estrellas inaccesibles. Pero un día, vino alguien y abrió una ventana en el horizonte de los hombres. Su acción tenía la fuerza serena de la luz del alba, su palabra una potencia que alzaba y ponía en camino también a aquellos para quienes todo parecía terminado.  Sin embargo, él no reconducía a su propia persona las energías del amor que libraba, sino que las dirigía siempre hacia aquél que él llamaba su Padre, como si recibiese su ser de aquella fuente.  Aquellos que vivieron con El y escucharon su palabra no siempre pudieron comprenderlas. Pero cuando él desapareció de su vista, después de haberlos amado como nadie los había amado antes, experimentaron que Él no los había abandonado: una fuerza dentro de ellos, su Espíritu, los guiaba hacia la verdad de aquel hombre con el cual habían compartido un parte del camino. Este Espíritu les recordaba todo lo que Él les había dicho y les interpretaba las cosas que estaban sucediendo y las que iban a suceder.  Era como un progresivo descubrimiento del significado de lo que había sido dicho y hecho de una vez por todas: poco a poco se hacía más claro a sus ojos el sentido de la historia como historia de la salvación.

El cristianismo es, indudablemente, el impulso más fuerte hacia lo Divino, porque manifiesta al hombre invadido por la vida de la Trinidad.  Si es así, hay muchas auroras que todavía no se levantan ante nosotros, tantas auroras antes del día en el que, participando del domingo que no conoce ocaso, nuestros corazones palpitarán en la luz celeste y terminen fundiéndose en la inmensa beatitud divina de la Santísima Trinidad. Entonces la noche se iluminará como el día y la historia habrá terminado. En el horizonte está ese Cristo Glorioso que los griegos llaman Pantokrátor y luce en los ábsides bizantinos. Si ello, ¡qué obscuridad tan grande!