[ A+ ] /[ A- ]

La Iglesia es el único Estado mundial. Hegel.

Mons. Cecilio Migliore, Nuncio Apostólico en Francia, pronunció una conferencia para el clero de Rennes; en dicha conferencia esboza la visión del papa Francisco sobre la iglesia y los retos que enfrena en el cambio de época que vivimos. La Iglesia, qua tale, no puede escapar a la crisis generalizada que nos aprisiona, a la crisis de la conciencia, la más grave. La Iglesia enfrenta retos enormes, inéditos y no puede enfrentarlos con los métodos de antes, a no ser los de muy antes, como los de Pablo. Dicha conferencia reportada en el último número de la NRT, la revista de los jesuitas francófonos, de la U. de Lovaina, me ha dado el tema. 

Tales retos son antropológicos, sociales, medioambientales y “religiosos”. Nunca la iglesia ha estado fuera del tiempo y de la historia simplemente porque no puede estarlo y participa de las grandezas y miserias del tiempo que vive. El hombre es el camino de la iglesia y el hombre es un ser en el tiempo. Los retos de “hoy”, plantean a la iglesia la necesidad de una conversión pastoral que busca unir evangelización y promoción humana pero también comprender mejor la necesidad de una “sinodalidad” intraeclesial. 

Es un hecho obvio sobre el cual el Papa ha insistido desde hace tiempo: “No vivimos una época de cambio, sino un cambio de época”. Se trata de un profundo cambio que transforma numerosos aspectos de las sociedades, no solo de las occidentales, sino de todas las sociedades, e implica las religiones y a la Iglesia.

El primero es un reto antropológico. La interpretación y gestión de lo humano han llegado a un punto de ruptura, aunque no seamos conscientes de ello. Lo que está en juego es saber lo que es el ser humano: ¿De dónde viene y adónde va? Pensemos también en la cuestión de lo femenino y lo masculino, de la identidad de cada uno y de la relación entre ellos, la cuestión de género, la transmigración de un género a otro. Esto deja en shock a la pastoral tradicional de la iglesia.

Un segundo reto es que el proyecto creador de Dios está en tela de juicio, es decir, usando palabras de B.XVI, que se quiere intervenir con agresividad sobre el ADN de la creación, desde el principio hasta el fin de la vida: la ingeniería genética, órganos cibernéticos y biónicos, la robótica, la inteligencia artificial. El hombre es un producto del hombre, ya no es creatura de Dios, ni le hace falta serlo; la creación está herida, desacralizada y por ello, destruida. 

Otro reto es el del pluralismo cultural, de la unidad y de la diferencia que marca la civilización humana a nivel personal, sociocultural, sociopolítico y religioso. Reto ligado a las nuevas sociedades que emergen, – cuestión de proporciones enormes -, del fenómeno migratorio, “signos de la época”; otro efecto de la transición en curso. Reto cultural y religioso bajo el signo de la indiferencia ética. Pensemos en lo que significa, por ejemplo, la difusión de lo que se llama “apar-teísmo”, es decir, apatía, indiferencia hacia la existencia de un dios; la idea de que el problema de Dios carece de importancia.

En fin, el reto social y medioambiental. La cuestión social está ligada a la cuestión medioambiental: sociedad y medioambiente, dos puntos de ruptura que convergen en un punto único de ruptura. Si se destruye su hábitat natural, se destruye el hombre mismo, destinatario de evangelio. La pandemia es un grito. El mundo en el que vivíamos estaba corriendo enloquecido sin tener claro su destino, sometido a unas transformaciones tan veloces que no existía tiempo ni manera de asimilarlas, Y, bueno, de pronto se produjo el grito. “Un grito de cansancio. De rebelión. De agotamiento”. (A. Barico).

En Occidente parece que el cristianismo llega a un ocaso tal que numerosos sociólogos hablan de que está a punto de extinción o, en todo caso, en condición de “diáspora”, es decir, de dispersión. Lo vemos en la cantidad de templos que han cerrado sus puertas en todos los países europeos, EE.UU. y Canadá también. En Chile. Conventos convertidos en museos, hoteles, restaurantes, etc. en Francia, el año 2018 se ordenaron solo ¡114 sacerdotes!

Dos hechos decisivos lo muestran más claramente: primero la desaparición de lo que resta de la cristiandad entendida como hecho público, es decir como el lazo entre las instituciones religiosas y las instituciones políticas que desde de siglos marcaron todas las sociedades europeas, su unidad y desarrollo.

En segundo lugar, el hecho de que, en adelante, no queda casi ninguna huella de compromiso típico, como el que existía hace algunas décadas en las clases dirigentes occidentales de Europa. Un compromiso en virtud del cual, no obstante su laicismo y su modernismo, permanecían unidos de cierta manera a la fe antigua. De pronto, en sus modos de vida, en la educación de los hijos, en la conciencia de sí, en sus valores públicos, las élites de la sociedad desarrollada aparecen descristianizadas y el resto de la sociedad sigue su ejemplo. Las parroquias quedan como una especie de registro civil atendidas por el personal burocrático. 

Vivimos una época inédita, un cambio de época, ante el cual las religiones se encuentran desconcertadas. Se podrá recurrir a las inducciones y manipulaciones psicológicas, sectarias, etc, pero eso no es fe.

Esto puede parecer una lúgubre lista de dolencias, y en parte lo es, pero no es el punto de derrumbe total, de perder el ánimo y de encontrarnos en la situación descrita por Jeremías: “aún el mismo profeta, aún el mismo sacerdote andan errantes por el país y nada saben” (Jr 14, 18). Por el contrario, algunas pistas de enganche que se perfilan nos permiten pensar en una etapa nueva.

El Papa ha comprendido que la Iglesia, igual que la sociedad donde se inserta, ha llegado a un punto de ruptura. No una ruptura ante sus fundamentos bíblicos, su doctrina y su Tradición, sino una ruptura ante su manera de encarnar la Palabra de Dios, la doctrina y la Tradición de la Iglesia. Ruptura en el plan de gobernanza y en las relaciones entre los diferentes miembros de la Iglesia. Desde el inicio de su pontificado, el Papa nos introdujo en una clara conciencia según la cual hemos llegado a un punto de ruptura del estilo de vida eclesial; él lo expresó luego con frases tales como: “Iglesia en salida”, “conversión pastoral”, “mística de la fraternidad”.

Ahora, qué porvenir ve el Papa para el cristianismo en este contexto.

En nuestro mundo, la fe no se sostendrá si no vuelve al poder de la Palabra original: la Palabra de Cristo y, por consecuencia, la Palabra que se transmite en el Nuevo Testamento, que representa la memora fiel e incorruptible de Jesucristo, palabra “viva y eficaz” (Hb 4, 12), que puede sacar hijos de Dios de las piedras (Lc 3, 8). La palabra de Dios es, por lo tanto, justamente lo que necesita nuestro tiempo: ella edifica a los creyentes, es magnánima con los no creyentes de buena voluntad, orienta los buenos sentimientos de tantos caminos espirituales, sacude a los indiferentes distraídos. Sin embargo, la Biblia es desconocida y ya no tiene un lugar en nuestra cultura. ¿A qué se debe este desprecio? En gran parte a nuestra historia. Para explicar el sentido de la vida, después de mil años, después del Humanismo, la cultura europea se vuelve hacia las ciencias naturales, la literatura, la filosofía, las artes, el deporte, no a la Biblia.

Sin duda los cristianos viven hoy una situación de diáspora, de dispersión. La pandemia ha acelerado exponencialmente esta dispersión. ¿Qué oportunidad tenemos? Se nos invita, entonces, a ir más allá de una espera a que lleguen algunas personas a la oficina parroquial y salir al encuentro al lugar en que ellas viven; no solo físicamente, están el internet, las redes, etc. El drama de la pandemia ha sido a su manera una revelación, ha descubierto un límite estructural de nuestra realidad eclesial. El límite es la comunidad cristiana que se preocupa de conservar una fe ya existente en lugar de buscar una fe en gestación. 

Por último, la sinodalidad que se refiera a la participación de los cristianos laicos con pleno derecho en el diseño de las estrategias pastorales de la Iglesia.

Queda muchísimo por decir. Pero mi intención es ver cómo en esa cuna del cristianismo, “la hija predilecta de la Iglesia”, tierra de santos, de laicos de la talla de G. Marcel o F. Mauriac o Claudel, el cristianismo llega un punto de extinción y revisar lo nuestro.

Entre nosotros, ¿cuáles son los puntos débiles que deben reforzarse? ¿Qué tenemos a favor, o en contra, en el anuncio del evangelio? ¿cuáles son los retos sociales, políticos tan delicados, antropológicos, hoy? ¿Qué palabra tenemos ante la violencia criminal en expansión? ¿Llegaremos un día como iglesia a la situación de la iglesia en Europa Occidental? ¿No nos habremos conformado con la religión como placebo de fe? ¿Nos conformamos con una asamblea cautiva? Tenemos muchísimas cosas a favor. Conserva lo que tienes, dice el Ap. Debemos pedir el don del discernimiento. Hoy es Pentecostés.