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Sentencia universal, ha sido entendida siempre,  como la acción de hablar sin ser escuchado, hablar inútilmente, hablar en el vacío, en  el silencio donde no existe interlocutor, receptor alguno. Una acción, pues, frustrada. Se han lanzado al espacio sideral infinito, piezas de Bach y algún hit de los Beatles, con la esperanza de que algún ser inteligente pueda captarlos y establecerse la comunicación. Si tal ser no existe, lo mejor logrado del arte musical humano, se perderá en el frío silencio sideral.

Al final de su obra creadora, luego de dar existencia a la belleza infinita de la creación, Dios hizo al hombre para que la cantara, para que alguien respondiera a su primera Palabra dicha hacia afuera. ¿Qué sentido tendría la creación sin el hombre, y más exactamente, sin el poeta, sin el artista, que respondiese, que contemplara extasiado tanta belleza y la celebrase? El oficio del poeta es celebrar los seres, dice  Rilke: “Oh Sage, Dichter, was du tust? – Ich rühme”. “Dime, poeta, ¿cuál es tu oficio? Yo celebro”. Todo hombre es un intérprete de la Palabra. (Orígenes). La creación es la primigenia Palabra de Dios. Sin no hay artistas, también la creación sería una palabra que se pierde en la soledad del desierto; sería una realidad muda. En este sentido, Heidegger hablaba de la “despoetización” refiriéndose al hombre que ha perdido la capacidad de asombro, y se vuelve incapaz de descubrir al Dios hablante en su creación. Lo cual es fatal. (ver. Rom. 1,19-27). Ya no es la belleza que se admira y eleva y libera al hombre, sino la utilidad que se ansía y esclaviza. Desacralización, profanación, desastre ecológico, muerte.. Cuánta palabra muere en el desierto.

Diálogo de sordos, dice el refrán castellano, para indicar que no solo existe el desierto físico donde la palabra muere a la manera de esos ríos que no llegan a la mar, sino que también existe también el desierto poblado de gente donde todos hablan y nadie escucha, un desierto poblado de aullidos.  Esto determina la abundancia de palabra, un exceso de circulante que provoca la  inflación del lenguaje. Nadie puede negar el excedente de palabra, multiplicada ahora al infinito por la maravilla inquietante de los más diversos medios modernos de comunicación. Tal abundancia comunicacional, sin embargo, no garantiza no estar hablando  en el desierto. Nadie responde por su palabra, simplemente se profiere y ya. Entonces, la palabra se devalúa, pierde su importancia y seriedad. Simplemente, ¿quién confía en la palabra de quién?

Así las cosas, ¿cómo podríamos aplicar las teorías de  de la ciencia del lenguaje a la circunstancia actual creada por el mundo mediático, o por los desmanes  verbales de la política y la religión? Sencillamente, ¿cuántos noticieros hay en nuestra ciudad, diariamente? ¿Dará para tanto la realidad? ¿No será solo un permanente girar sobre el mismo perno utilizando recursos técnicos para dar la sensación de originalidad y conjurar el aburrimiento? El problema es la comunicación.

La palabra está en función de la comunicación o no lo es. Y la comunicación no se da por el simple hecho de estar hablando horas y horas. La abundancia de palabras, informes,   inserciones bien pagadas, gritos incluidos, no garantiza por sí misma la comunicación. Puede ser, al contrario, el exceso que impida la comunicación; incluso, medio para encubrir, para engañar. El discurso único, el autoritarismo verbal. Lea al R. Palacio de este viernes.  ¡Gracias, Doctor Goebbels!

Ante todo, la palabra “palabra”. En su obra “Cours de linguistique générale”, F. Saussure, distingue con mucha razón entre lenguaje y palabra. No sé con qué relación de tiempo, Heidegger se ocupa también del tema en su Das wort der Sparch. “Separando el lenguaje de la palabra, se separa de golpe lo que es social de lo que es individual, lo que es esencial de lo que accidental”, escribe Saussure. La palabra sería entonces individual y accidental. El lenguaje constituiría, en contraste, un inmenso depósito de palabras en estado latente que se convertirían en realidad al ser habladas. Este depósito de palabras está lleno de posibilidades en búsqueda de sentido. Un ejemplo para ilustrar: las palabras son los ladrillos, el lenguaje es el edificio construido con tales ladrillos.   Ya Aristóteles decía en su Peri hermeneias, (sobre la interpretación),  que una palabra es un logos, es decir, un sonido con significado, (foné semantiké), un sonido que entra por esta razón en un mundo de comunicación. Únicamente los loros y los loquitos hablan solos, éstos, quizá, creyendo comunicarse.

Es necesario que haya una comunicación  efectiva para que el lenguaje lo sea. Una palabra, como tal, no dice nada si no es dicha. Ahora bien, “decir” una palabra no procede del mundo de las palabras, que de suyo es silencioso, un depósito mudo de sentido. Una palabra es realmente significativa cuando es dicha por alguien a alguien. Una palabra deja de ser abstracta, amorfa, oferta pasiva a los analistas, cuando es hablada en un  momento dado por alguien que se apodera de ella para consumar una comunicación. Palabras, palabras, palabras, se dice cuando percibimos que son solo eso, palabras, flatus vocis, como decían los filósofos de la Edad Media. Son puro viento, no tienen sentido, no se realiza ninguna comunicación.

En la palabra, “palabra”, entendemos de hecho una palabra que no es portadora de sentido abstractamente sino una palabra que “realiza”, que es un sentido realizado.  La palabra “hablar” significa una actividad precisa, un hecho eficaz de comunicación. “Hablar”, implica, en efecto, todo aquello que condiciona el ejercicio efectivo de nuestra esencia comunicativa.  Somos seres esencialmente comunicativos. De ahí, que todo fracaso en la vida, al nivel que se quiera, es un fracaso en la comunicación.  Desde la relación matrimonial hasta la relación con Dios.  Estas condiciones son de órdenes múltiples, pero se trata al menos de una actividad de individuos que se dirigen unos a otros, se trata de una operación de aquellos que se hablan y se proporcionan las posibilidades psíquicas e intelectuales de unos a otros.

Este ejercicio comunicativo pone en juego nuestro cuerpo, nuestra voz, su poder, su intensidad, sus emociones, y pone en juego también nuestra actitud para articular nuestras palabras. Todos hemos escuchado un discurso, siempre largo, donde hubo muchas palabras, (ladrillos), y no se construyó nada, no se dijo nada. No comunicó nada. Aplique lo dicho a las cerca de 800 homilías semanales que  pronuncian  nuestros clérigos. La audiencia espera una comunicación. ¿Cuánto tiempo se invierte? ¿Se consuma la comunicación? ¿No serán universos lingüísticos paralelos?  Cristo es Palabra que comunica.

La palabra es una actividad que implica a todo el hombre, su cuerpo, su alma, su situación intersubjetiva. Jamás se habla solo sin dirigirse a nadie. Incluso cuando yo creo hablarme a mí mismo, silenciosamente pero siempre con las mismas palabras, yo me doy a mí mismo un interlocutor, y un interlocutor privilegiado con el que yo puedo «ensayar mis ideas» y mis expresiones que después  podré hacer públicas, compartirlas.  Después de todo, solo de una interioridad fortalecida en el diálogo interior, consigo mismo y con Dios, en el silencio del corazón, pueden salir palabras articuladas, capaces de comunicar. Los grandes mensajes vienen del silencio. Mi mensaje debe por ello entrar en el espacio de comprensión de mis interlocutores. Debe ser audible físicamente por ellos, es decir, adaptados a su oído, pero también adaptado al juego de palabras que ellos conocen, en el contenido de su cultura, y ser, en fin, suficientemente interesante para atraer la atención del que escucha.

Esto presupone un receptor de la palabra. La limitación en la comunicación no es el resultado solo del emisor; el defecto puede estar también en el receptor. Puede existir el hecho positivo de la negación. En el mundo bíblico, tal negativa constituye el pecado fundamental: “mi pueblo no quiso escuchar”, es la queja de Yahveh. El primero de los Mandamientos es: ¡Escucha, Israel! Dios le dice a Jeremías: “les hablarás una y otra vez, les advertirás, pero no te escucharán, porque mi pueblo ha endurecido mi corazón”. Esta actitud negativa que cancela la comunicación, la vivió Jesús y la denunció con las palabras de Isaías: “Por mucho que oigáis no entenderéis, por mucho que miréis no veréis, porque está embotada la mente de este pueblo. Son duros de oído, han cerrado los ojos para no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni entender con la mente ni convertirse para que yo los cure”. (Is. 6,9-10) Imposible describir de modo más plástico lo que es bloquearse ante aquél que nos habla.  Así, la comunicación se ha tornado imposible.

¿Qué  dice esto a nuestra cultura?  Más medios, más ruido y más aislamiento y más soledad. Y suicidios. ¿Dios se habrá callado para siempre? ¿Nos habrá abandonado? ¿No estaremos, más bien, en la categoría que describe Isaías? Yo he visto en el ministerio de los papas del s. XX, y otros grandes profetas no cristianos, un signo de que Dios  no abandona a su pueblo. Pero,  ¿habremos escuchado?

El sábado 13, papa Francisco   viajo a Redipuglia, norte de Italia, al cumplirse el 1er.  centenario de la  Gran Guerra. Allí visitó  el cementerio austrohúngaro, donde permanecen enterrados 14 mil soldados del Eje Central, muchos de ellos sin identificar. A continuación se ha dirigido al cementerio militar de Redipuglia, un complejo funerario en el que se encuentran 100 mil soldados italianos, más de la mitad sin identificar. Allí pronunció un mensaje de especial importancia. Asistieron a la misa los altos mandos militares italianos y fue el coro del ejército quien cantó la misa. Teniendo en cuenta lo dicho, lo dejo con ese mensaje.

“Viendo la belleza del paisaje de esta zona, en la que hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos suenan… aquí́, en este lugar, cerca del cementerio solamente acierto a decir: la guerra es una locura.

Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros los hombres estamos llamados a colaborar en su obra, la guerra destruye. Destruye también lo más hermoso que Dios ha creado: al ser humano. La guerra trastorna todo, incluso la relación entre hermanos. La guerra es una locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer destruyendo!

La avaricia, la intolerancia, la ambición de poder… son motivos que alimentan el espíritu bélico, y estos motivos a menudo encuentran justificación en una ideología; pero antes está la pasión, el impulso desordenado. La ideología es una justificación, y cuando no es la ideología, está la respuesta de Caín: “¿A mí qué me importa?”, «¿Soy yo el guardián de mi hermano?». La guerra no se detiene ante nada ni ante nadie: ancianos, niños, madres, padres… “¿A mí qué me importa?”.

Sobre la entrada a este cementerio, se alza el lema desvergonzado de la guerra: “¿A mí qué me importa?”. Todas estas personas, cuyos restos reposan aquí́, tenían sus proyectos, sus sueños… pero sus vidas quedaron truncadas. ¿Por qué? La humanidad dijo: “¿A mí qué me importa?”.

Hoy, tras el segundo fracaso de una guerra mundial, quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida “por partes”, con crímenes, masacres, destrucciones…

Para ser honestos, la primera página de los periódicos debería llevar el titular: “¿A mí qué me importa?”. En palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?».

Esta actitud es justamente lo contrario de lo que Jesús nos pide en el Evangelio. Lo hemos escuchado: Él está en el más pequeño de los hermanos: Él, el Rey, el Juez del mundo, es el hambriento, el sediento, el forastero, el encarcelado… Quien se ocupa del hermano entra en el gozo del Señor; en cambio, quien no lo hace, quien, con sus omisiones, dice: “¿A mí qué me importa?”, queda fuera.

Aquí́ hay muchas víctimas. Hoy las recordamos. Hay lagrimas, hay dolor. Y desde aquí́ recordamos a todas las víctimas de todas las guerras.

También hoy hay muchas víctimas… ¿Cómo es posible? Es posible porque también hoy, en la sombra, hay intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder, y está la industria armamentista, que parece ser tan importante.

Y estos planificadores del terror, estos organizadores del desencuentro, así́ como los fabricantes de armas, llevan escrito en el corazón: “¿A mí qué me importa?”.

Es de sabios reconocer los propios errores, sentir dolor, arrepentirse, pedir perdón y llorar.

Con ese “¿A mí qué me importa?”, que llevan en el corazón los que especulan con la guerra, quizás ganan mucho, pero su corazón corrompido ha perdido la capacidad de llorar.. Caín no lloró. No ha podido llorar. La sombra de Caín nos cubre hoy aquí́, en este cementerio. Se ve aquí́. Se ve en la historia que va de 1914 hasta nuestros días…

Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos ustedes y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de ese “¿A mí qué me importa?” al llanto… por todos los caídos de la “masacre inútil”, por todas las víctimas de la locura de la guerra de todos los tiempos. El llanto. Hermanos, la humanidad tiene necesidad de llorar, y esta es la hora del llanto”.

Aquí las palabras no sobran. Conectan interioridades, son significativas. Si mueren en el desierto, será un desierto voluntario, culpable, como el que denuncia Isaías. «Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora,  y en voz solitaria que va  posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus mil lenguas cantará un hosanna eterno al  Señor de la vida y de la muerte». La cita pertenece a Unamuno y la reporta en su pequeño librito encantador, “También se puede empezar por el principio”, mi reciente amigo, el doctor Inocencio Reyes Ruiz. Y es que «En el principio estaba la Palabra».

  1. Hay, por ahí, un libro titulado: Urbanismo Inteligente. Alguien debería leerlo; lo malo es que veríamos que somos una ciudad en pésimas condiciones urbanísticas, desde donde la quiera ver: desde la E. Nacional, el PMU o mis vecinitos que son capaces de juagar futbol, de 8am a 11pm, golpeando puertas, ventanas, carros, cocheras e impidiendo toda actividad. Casas con okupas, construcciones si permisos, robo de agua, etc. Multiplíquelo por lo que quiera. Tal es nuestra Cd. Y no es haya llovido mucho, puede llover más!