[ A+ ] /[ A- ]

 Domingo XXI de Tiempo Ordinario B

Jos 24,1-2.15-17.18; Sal 33; Ef 5,21-32; Jn 6,55.60-69

 

La gran decisión. Escándalo de los discípulos y confesión de Pedro (6,60-71)

 

Oración opcional. Oh Dios, salvación nuestra, que en Cristo tu palabra eterna nos das la revelación plena de tu amor, guía con la luz del Espíritu esta santa asamblea de tu pueblo, para que ninguna palabra humana nos aleje de ti, única fuente de verdad y de vida. Por NSJ…

 

Jos 24,1-2.15-17.18 – Un pueblo unido en la fe – La asamblea de Siquem marca una nueva fase en el camino del pueblo de Dios. Tribus dispersas de nómadas se reúnen para darse una organización central y ayudarse en caso de necesidad. La raíz de la unidad es la fe común en Yahvé. Cada uno abandona a sus dioses para confesar su fe en el mismo y único Dios. Vocación extraordinaria de este pueblo venido a menos e inicialmente unidos, no por motivos políticos o étnicos, sino únicamente religiosos. Del mismo modo la iglesia reúne a integrantes de diversos grupos políticos y étnicos en torno a la misma fe.

 

Sal 33 – (Ver domingos anteriores)

 

Ef 5,21-32 – Por un amor total – El matrimonio del que habla Pablo es el de su época. No podemos juzgarlo con nuestros criterios; sería un anacronismo. Pero la verdad fundamental es idéntica. Pablo habla de una época en la que la mujer, no sólo en el matrimonio, sino en otros ámbitos, tenía un papel secundario. Pero el apóstol ve en ello el signo de un misterio más grande, el misterio del amor que une a Dios con la humanidad. Dios se nos ha dado en su Hijo, y por el bautismo nos ha hecho suyos. Así, el amor humano hereda del amor divino profundidad y seriedad. El amor de Cristo y los cristianos es irrevocable, exigente, total, generoso. El amor es el camino hacia la salvación. Y en el matrimonio, el hombre y la mujer deben ser, el uno para el otro, revelación de Cristo y camino hacia él. Esto es a lo que se refiere la palabra sacramento: el amor humano es elevado a la categoría de un signo que revela el amor de Cristo por su iglesia. La relación entre Cristo y la iglesia, debe transparentarse en el amor de los esposos.

 

Jn 6,55.60-69 – ¿A quién iremos? – El lenguaje del evangelio es muy fuerte; si se toma en serio, la palabra de Cristo inquieta y desorienta. No acaricia a los lectores. Si la palabra del «pan de vida» queda incomprendida y escandaliza, ¿qué podemos decir del evento de la cruz? ¿Quién comprenderá que, levantado en la cruz, Cristo se levanta también en la gloria? Creer no es comprender, sino arriesgarse a un compromiso. ¿Y por quién comprometerse, sino por aquél que «tiene palabras de vida eterna»?

 

++++

La escena final. Se concluye este domingo la «inserción juanea» en la trama del evangelio de Marcos, leído a lo largo del año. Esta interpolación ha tenido la finalidad de profundizar teológicamente (cristología y eucaristía) el milagro de la multiplicación de los panes. Este milagro tiene estos dos temas: cristología y eucaristía, Cristo que se convierte en alimento para que el mundo tenga vida. A este alimento accedemos sólo por la fe. El final de Jn. 6, leído hoy, es casi una acción simbólica que comenta el discurso-diálogo precedente sostenido por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. Tanto la eucaristía como la encarnación ponen al hombre ante una elección decisiva. El ámbito de esta decisión-división se encuentra ahora al interno de la iglesia: se trata, de hecho, de «discípulos» (6,60.61.66) que abandonan el seguimiento de Jesús. Los exegetas llaman a esta escena “la crisis galilea”, crisis provocada por la desilusión debido a las esperanzas nacionalistas puestas en Jesús por aquellos galileos desfasados por el entusiasmo. El entusiasmo de la multitud, luego de la multiplicación de los panes, había adquirido los colores casi de una insurrección política de carácter popular. Sobre el entusiasmo encendido de estas gentes constantemente humilladas bajo el peso del imperialismo romano, Jesús expresa su rechazo que cae como un balde de agua fría. Huye porque se da cuenta de que van a venir por él, llevárselo y proclamarlo rey. Si Jesús hubiera accedido a semejante presión, no estaríamos hablando aquí. Esta crisis galilea no queda en una experiencia histórica de la vida de Jesús, es más bien una constante sucesiva en la historia de la iglesia: es la crisis en la decisión de fe, pro o en contra la humildad de la encarnación, de la cruz y de la eucaristía. La palabra de Jesús será siempre una espada que divide y juzga (cf. Gianfranco Ravasi, Celebrare e vivire la parola).

 

La escena de Josué 24, – Renovación de la alianza -, es un paralelo perfecto para ilustrar la importancia de la libertad de decisión en la construcción de una fe y de una comunidad auténtica. A fuerzas, ni los zapatos entran. Libertad para escoger el bien; la libertad de los hijos de Dios que ansía ver la creación entera. Dice Ravasi que el Pentateuco está encerrado en miniatura en este gran credo que Israel escucha (24, 1-13). Estamos en Siquem, centro de la confederación de las tribus reunidas en la tierra prometida; habla Josué, el representante de Dios. El primer estipulador de la alianza, el Señor, ofrece como Jesús en Cafarnaúm, la serie de sus intervenciones salvíficas, su presencia en la historia humana. A tal propuesta, el pueblo debe responder libremente: este es el sentido del largo diálogo entre Josué e Israel del que la liturgia de hoy nos presenta un fragmento. Dice Ravasi que “por 14 veces resuena el verbo «servir»”. Servir, en el vocabulario bíblico, significa adherirse libre y gozosamente al Dios verdadero, abandonando el «servicio» idolátrico de la esclavitud egipcia, significa seguir solo su camino y aceptar decididamente solo su propuesta, significa amarlo con todo su corazón, con toda el alma y todas sus fuerzas (Dt. 6,5); temerlo, reconociendo su trascendencia, significa creer en él.

 

+++++

 

Creo o no creer, he ahí el problema. La última perícopa de Jn. 6, trata del efecto que produjo en los oyentes del discurso del pan de vida, que culmina con el discurso eucarístico. Se llega así a la crisis, que puede tener una vertiente, ya sea positiva ya sea negativa. Una y otra son efecto de la palabra de Jesús. Son momentos de decisión a los que han de enfrentarse los que se acercan a él.

 

Este punto de inflexión lo encontramos, también, otros puntos del N. T. Después de todo, la fe es una realidad siempre amenazada; pero, igual, no llegamos a la fe más que a través de la crisis. La fe no tan fácil como nos imaginamos. Pablo VI la describía con la imagen de un “salto en el vacío”. Y pocos estarán dispuestos a dar un salto en el vacío. Y es que la fe en movimiento es confianza. Por lo demás, Dios no es tan evidente, no es un ídolo, no es una categoría fácilmente manejable, y lo que nos propone rebasa infinitamente nuestra capacidad. Lo importante de nuestro pasaje dominical es que nos pone delante de una crisis profunda, contando con que el resultado puede ser completamente negativo: “desde ese momento muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (v. 66). Pero, también, puede ser la ocasión de una decisión a favor. La crisis que no destruye, fortalece.

 

“Nadie puede venir (creer) a mí…! Una vez más, Jesús reafirma la naturaleza de la fe. Y nosotros debemos saber perfectamente que la fe es una virtud teologal. No es el resultado de un simple querer humano, no es la conclusión de proceso argumental ni el logro de nuestras virtudes y méritos. La fe, por principio, es un don de Dios. Es un don de Dios que debemos acoger, una llamada a la que debemos responder positivamente; una posibilidad que se planta en nuestro horizonte. La fe es un dejarse “arrastrar” por Dios hacia Jesús. Jesús lo sabe. Jesús les recuerda lo dicho poco antes: Por eso el he dicho que nadie puede venir a mi si el Padre no se concede. (v. 65b). Además, “Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a entregar” (v.65a).

 

Superar el escándalo de la Encarnación. El escándalo o tropiezo o dificultad para creer en Jesús y en su palabra, es el resultado de la inaudita revelación del Verbo encarnado. No se rechaza el “sacramento de la eucaristía”; a quien se rechaza, en última instancia, es a Jesús mismo. Los discípulos de nuevo “murmuran”, como los padres murmuraron en el desierto, es decir, desconfían del poder, del amor, del proyecto de Dios. Pero lo que Jesús les ha dicho no es nada comparado con la gloria que posee como Palabra eterna del Padre. Y Jesús pone una sentencia a la que ya ha aludido antes: «el Espíritu es el que da vida, la carne para nada sirve. Y las palabras que les he dicho son Espíritu y vida» (v. 63).

 

Para acceder a la vida es necesaria la fe, y los discípulos se niegan a creer. Y les repite lo que había dicho más arriba: “por esto les he dicho nadie puede venir a mí (creer) si el Padre no le concede ese don” (v. 65). Sobre este punto tenemos que trabajar mucho en nuestra catequesis, homilías y en la liturgia. Hay mucho qué decir al respecto. La fe, pues, no es un simple “sentir bonito”, no se refiere a determinadas experiencias, sino a una adhesión existencial a la revelación que Jesús ha hecho, a su persona y a su palabra; es la aceptación del Padre que lo ha enviado.

 

No pocas veces la fe atraviesa por la crisis. Pero esta puede ser un signo de vitalidad. Citando a Kierkegaar, J Blank dice: “la posibilidad del escándalo es la encrucijada o significa lo mismo que hallarse en un cruce de caminos. Uno se inclina hacia el escándalo o hacia la fe; pero jamás se llega a la fe sino a través de la posibilidad del escándalo”. Permanecer prisionero en el plano “de la carne”, que es como decir en el plano del horizonte existencial terreno-mundano y de la indisposición para creer, no puede ayudar a superar el escándalo. Es necesario también un querer, un estar dispuesto a correr el riesgo, a tener la valentía de querer creer, de responder al don que Dios quiere darnos. Tenemos que poner algo en la apuesta. El texto pues, nos pone frente a una dimensión muy profunda, muy humana y siempre actual, de la relación que el hombre guarda con Dios. Hace falta destacar en nuestras homilías, en nuestras catequesis, que la fe no es, primeramente, el reconocimiento intelectual de determinadas verdades, sino la difícil y permanente adhesión existencial a Jesucristo, en todas las circunstancias y siempre. Debemos recalcar que no se trata de una cosa fácil, de algo que podamos hacer por nosotros mismos, sino de un don que debemos acoger y hacer fructificar mediante la unión con Jesús.

 

Rebajas de evangelio. Muchos de los discípulos, pues, se echaron para atrás y ya no querían andar con él. La crisis es obvia, es necesario que nos fijemos en la reacción de Jesús. Con la verdad no se puede negociar. Solía decir el Sr. Talamás, no podemos hacer rebajas de evangelio. Esto tiene demasiado qué decirnos a nosotros, hijos de una cultura del confort, proclives a una expresión religiosa desregularizada; tiene mucho que decirnos a una generación que no se caracteriza por su “pasión por la verdad” ni por el afán de compromiso. A nosotros que vivimos bajo la dictadura del relativismo. Este es uno de los secretos del éxito de las sectas: la verdad no importa; lo que importa es que te sientas bien. Yo estoy bien, tú estás bien. Lo demás no importa.

 

Jesús, por el contrario, no negocia, no tranza, no se asusta ante la deserción. Sereno, dueño de sí, con convicción profunda, lanza el reto que llega hasta nuestros días: “dirigiéndose entonces a los Doce, Jesús preguntó: ¿acaso también ustedes quieren irse?” (v. 67). Jesús, a sus íntimos, a los Doce, a sus fieles, no les ahorra la decisión personal, responsable. No deben permanecer ahí por otros motivos que no sean por su adhesión existencial a Jesús. Jesús no les ahorra la crisis, no les ofrece atajos, no los tranquiliza, no les evita ninguna dificultad, al contrario, los reta: si quieren irse también ustedes, pueden hacerlo. Solamente de esta interpelación puede brotar la decisión fecunda. Jesús no priva a nadie, ni siquiera a sus discípulos (ni a María, su madre), de su decisión de la fe, comenta Blank. La apostasía masiva no es, por ello, motivo para que Jesús se retracte un ápice de lo dicho, ni para que facilite de cualquier otra forma la decisión. De ahí que nos sorprenda la pregunta de Jesús a sus discípulos.

 

Vertiente positiva. Pero tal interpelación, cuando cae en espíritus gigantes, como en aquellos Doce, como en Agustín o Ignacio, en Francisco o Catalina, en E. Stein, Foucauld o Frossard, el resultado es grandioso; en un primer momento, no podemos menos que imaginarlos impactados, atónitos, desconcertados, pero el amor y la fascinación de Jesús, hacen brotar la decisión, la entrega total. De nuevo, Pedro toma la Palabra y su respuesta es perfecta, lapidaria, modelo de respuesta creyente y reconocimiento humilde: «Señor, ¿A quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! Y nosotros hemos creído y sabemos bien que tú eres el santo de Dios» (vv. 68-69). Para el creyente, afirma Blank, que ya ha comprendido quién es Jesús de Nazareth y cuánto le afecta, ya no existe realmente otra posibilidad equiparable. Y la razón de porqué no existe ya ninguna otra posibilidad es porque sólo él tiene palabras de vida eterna, sólo él y nadie más fuera de el. Las palabras de Jesús son palabras de vida eterna porque hacen partícipe, al creyente, de la Palabra de vida de Dios mismo, la cual sale al encuentro del hombre en la historia y en la persona de Jesús. “Creer es a la vez conocer, una historia ilustrada y reflexiva, y a la inversa, el conocer comporta simultáneamente un movimiento de fe, de confianza y reconocimiento. Para Juan no existe un recto conocimiento de Jesús sin la fe. De ahí que, mediante la expresión de Pedro “hemos creído y sabemos”, se indica la plena orientación de la fe a Jesús (Blank).

 

Así pues, dado que no podemos negar que enfrentamos en nuestra cultura, no sólo un ambiente francamente hostil para la fe, de fuertes corrientes congelantes en sentido contrario, puesto que sabemos que hay muchos “escándalos”, es decir, obstáculos y tropiezos, – que los mismos sacerdotes hemos puesto a granel -, para creer, nuestra homilía, nuestra catequesis y nuestra oración, tienen que estar orientadas a fortalecer la fe, en nosotros primero, para luego, confirmar en la fe a nuestros hermanos. Esto será posible solo a partir de la claridad de los conceptos: la fe, un don de Dios. El objeto, la revelación hecha en por Jesús; no se trata de realidades manipulables y totalmente claras para nuestra inteligencia, se requieren ese creer y ese saber, la necesidad de ilustrar y promover nuestra fe. Inolvidable San Agustín: «Crede ut intelligas; intellige ut credas».

 

UN MINUTO CON EL EVANGELIO.

Marko I. Rupnik.

 

El discurso del pan termina con una especie de selección entre los que están escuchando a Cristo. Él se sorprende de que algunos se escandalicen mientras afirma su identidad de verdadero pan y de verdadera bebida para la vida del mundo, y pone de relieve la cuestión de la fe. Creer no significa simplemente reconocer una visión del mundo y aceptar algunos mandamientos y preceptos como estilo de vida. Creer significa adherirse con todo el corazón, con toda la persona. Pero este acto de adhesión, creer realmente, no depende sólo de la opción del hombre. Creer en un Dios que es comunión y que es amor significa admitir principios y categorías que no se pueden reducir a la simple constatación intelectual y no se pueden aplicar con un mero empeño de la voluntad. Nuestra adhesión al hijo tiene su comienzo en el amor del Padre, y la fe es así respuesta al amor.

 

Sugerencia.- El himno del oficio de lectura del jueves de la II y IV semanas del T.O. trae un hermoso poema sobre: Señor, ¿a quién iremos, si tú eres la Palabra?