[ A+ ] /[ A- ]

Este domingo comenzamos el Adviento, tiempo que nos prepara para la celebración de la Navidad. Juan dice: “El Logos se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros” (1,14). Con estas palabras insondables, Juan expresa el misterio supremo y central de la historia, la inmersión total de Dios, en su Hijo amado, en la oscura noche de nuestra historia a fin de que “tengamos vida”. Se trata de un acontecimiento más grande que la creación misma. En Cristo hay una nueva creación. El Adv. nos invita a alegrarnos con esta certeza. Nosotros somos parte de la creación renovada.

“Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno”, bellas palabras de B.XVI. Y eso es toda nuestra vida. No nos movemos en el vacío, no buscamos en la nada, no esperamos sin tener nada qué esperar; poseemos ya las primicias de la redención. Queremos fortalecer la esperanza que ya poseemos. ¿Y cuál es esa esperanza? Nuestra plena participación en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, cuando esta mortalidad nuestra se revista de la inmortalidad divina. Tal es nuestra esperanza y lo que esperamos. Presencia y espera de lo eterno. El Adv. desemboca en la Navidad.

B.XVI escribe: “«En esperanza fuimos salvados», dice Pablo a los romanos (8,24) y también a nosotros. Según la fe cristiana, la «redención», la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”.

La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de paz. Tal es la virtud que el Adv. nos invita a reactivar.

¡Y vaya que nuestro camino se ha hecho difícil! Los jinetes de apocalipsis cabalgan por la tierra: el hambre, la guerra, la muerte, la peste, imparables, cubriendo de dolor nuestro hoy. Los medios, aun con un dejo alarmista, nos hacen cercano el dolor de los habitantes de la pequeña aldea. Quedan al descubierto, no solo los déficits de nuestra cultura, sino ese lado oscuro del hombre, que en religión se llama pecado. El sensus populi sabe que no son 100 mil los muertos debido al cov, sabe del pésimo manejo oficial del problema con sus semáforos, matizados o no; el que en la medicina pública no se tenga sedantes para los “intubados”, que el personal médico esté en constante riesgo por falta de equipo, que no haya medicamentos, que el precio de los mismos sea privativo, que muchos mueran en el silencio y sus deudos se hundan en el dolor impotente, todo esto contrasta penosamente con el financiamiento estratosférico de la política; se privilegian obras de relumbrón o de gusto muy personal, no se sabe priorizar. Entre los fallecidos están muchos médicos que son los mártires de hoy. Y salimos a decir al mundo que somos “un ejemplo”. Los proyectos políticos se hacen sobre miles de cadáveres. Todo conforma un horrible pecado. No necesitamos más mandamientos, con los que tenemos nos basta y sobra.

El Adv. comprende, pues, la noción de presente y de futuro, de ser y de falta de ser; en esta “falta de ser”, en ese “déficit del ser”, caben nuestra debilidad, las situaciones adversas, dolorosas y trágicas como la que hoy vivimos, propias de todo éxodo. Cabe nuestro pecado. En este tiempo caben el desaliento, la duda y la tentación; caben esos dolorosos porqués, esas preguntas que brotan de lo profundo del corazón y que no tienen respuestas fáciles; cuando tenemos que vérnoslas con un Dios a quien no comprendemos, que en apariencia guarda silencio, un Dios al que no podemos manejar, hay desconcierto. Y es que ante Dios solo cabe “la rendición incondicional” (K. Rahner).

El Adv. desemboca en la bendita fiesta de Navidad. Bendita, aunque la celebremos sin los que amamos; bendita precisamente por ello, porque “los que nos han precedido con el signo de la fe”, ya no viven en la esperanza, sino en la posesión, ya no son peregrinos, han llegado a la patria, al lugar del descanso; nosotros aun vamos de camino, porque es Navidad.

Por ello, el Adv. encierra, a la vez, la noción de presente y de futuro, de ser y de falta de ser. Juan nos dice: “Queridos míos; ya somos hijos de Dios – qué grande es su amor – pero todavía no se manifiesta lo que seremos al final…”. Somos ya, pero aguardamos la manifestación plena de lo que seremos un día, cuando le veamos cara a cara y seamos transformados en seres semejantes a él. De esta manera, el Adv. es el tiempo de la presencia y de la espera; somos ya, pero esperamos la plenitud. Y esta esperanza nace en la noche santa de la Navidad: “Les traigo una buena noticia, que será causa de una grande alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido en Belén el Salvador, el Mesías, el Señor”, (Lc. 2,10-11). ¿Y para qué ha nacido y por qué es causa de grande alegría para todos? “Nos visita el sol que nace de lo alto para iluminar a los que yacen en tinieblas y sombras de muerte”, (Lc. 1,79), o sea, a nosotros. Pandemias siempre las ha habido.

Adv., en el lenguaje cultural del s. I, era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía indicar también la venida de la divinidad, que sale de su ocultación para manifestarse con poder, o que es celebrada presente en el culto. Los cristianos adoptaron la palabra “adviento” para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia” llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la fiesta de su adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia reunidos en la asamblea litúrgica. Con la palabra Adv. se pretendía sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver ni tocar como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras. (cf. B.XVI).

También es esta situación de miedo e incertidumbre, él nos quiere decir algo; tal vez, que el hombre no necesita buenos consejos, fáciles terapias o consuelos y compensaciones engañosas. El hombre necesita ser salvado. Hemos visto cómo se ha derrumbado todo lo que orgullosamente se había construido, todo se ha desplomado y se lucha por reiniciar, como un Prometeo, que hace rodar la piedra hacia arriba inútilmente. Esto está bien. Pero ya vimos que no creamos para siempre. El Adviento, este tiempo litúrgico fuerte que estamos empezando, nos invita a detenernos en silencio para captar una presencia. Es una invitación a comprender que cada acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces Dios nos hace percibir algo de su amor! Sí; Dios nos habla también por el dolor, como a Job, dolor incomprensible. Pero él tiene el poder de transformarlo todo, incluso, la muerte en aurora de resurrección. Dios nos invita, este Adv., tal vez, a ser humildes. “Estén alerta”, es la advertencia de Jesús y lema del  Adv.

“Queridos amigos, el Adv. es el tiempo de la presencia y de la espera de lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo particular, el tiempo de la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede borrar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría, invisiblemente presente en nosotros, nos anima a caminar confiados. Modelo y sostén de este íntimo gozo es la Virgen María, Mujer del Adv., por medio de la cual nos ha sido dado el Niño Jesús. Que Ella, fiel discípula de su Hijo nos obtenga la gracia de vivir, este tiempo litúrgico, vigilantes y diligentes en la espera”. (B.XVI).

*Este mes es crucial en el desarrollo de la pandemia; si no nos cuidamos y cuidamos a los demás, enero y febrero, de por sí difíciles, lo van más debido a las enfermedades estacionales.