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Trabajad en lo que favorece La paz y construye la Vida en común”.  (Rom 14,19)

los que gobernáis la tierra”. Así comienza el libro de la Sabiduría (1,1). Inicia con una advertencia a los que ejercen la función real cuya misión única es preservar la justicia, la verdad y el derecho; velar por los más débiles, garantizar el equilibrio en la impartición de justicia. Más adelante en 6,1 dice: “escuchad, reyes, y entended; aprendedlo, gobernantes del orbe hasta sus confines; prestad atención los que gobernáis los pueblos y alardeáis de multitud de súbditos; el poder os viene del Señor, y el mando, del Altísimo: él indagará vuestras obras y explorará vuestras intenciones”. Representa a Dios y como tal, el rey está para evitar los abusos y las injusticias, para garantir la justicia que Dios quiere; evitar que el pez grande se coma al chico. La fuente del poder es Dios y el camino sus mandamientos. 

Creyente o no se puede leer, igual, este texto. Se trata de la sabiduría de un pueblo, sabiduría fraguada, decantada con el paso de los siglos y que busca iluminar los enigmas más profundos del hombre igual que sus quehaceres más cotidianos. Si los griegos podían alardear de su amor a la sabiduría, (filosofía), los hebreos presentan su propia sabiduría, no para trazar una teoría del conocimiento o del ser, sino para que el hombre aprenda a vivir de la mejor manera posible y vivir con sentido. 

Todo el hombre y su actividad caen bajo esta luz. La sabiduría es, fundamentalmente, el arte del discernimiento, el saber distinguir el bien del mal, lo útil de lo inútil, la verdad de la mentira, lo que favorece la vida de aquello que lleva la muerte. El sabio, para vivir de la mejor manera posible, ha de ejercitarse en el arte del discernimiento, en adquirir sabiduría. 

El espectáculo de la vida humana debería parecerle a un observador atento, sereno e imparcial un drama o, más aún, una tragedia. El autor del libro de la Sabiduría, – unos 50 años aC. -, podría ser ese observador; anota en un libro lo que observa y lo acompaña con sus reflexiones. El drama y la tragedia son el pan cotidiano de la historia, ambos llevan siempre un cortejo de dolor, de violencia, de muerte. Hoy parece imperar la superficialidad, el inmediatismo. 

La violencia en todas sus manifestaciones es la impronta negra que marca nuestra cultura. La violencia fratricida incesante, el permanente goteo de sangre, mancha y hace maldita la tierra, (ver. Gen.4,11). La muerte es la suprema violencia, porque es la destrucción, la aniquilación, la negación total de la vida. Camus llama a los asesinos “hijos de Caín”. La muerte, entendida como categoría engloba, además del hecho biológico de morir, todas aquellas circunstancias de la vida en las que predomina lo negativo y la contradicción.  Se levanta como un paredón el misterio de la iniquidad en la vida; el gran enigma que hay que descifrar. La vida y la experiencia de cada día nos muestra una realidad cruel, donde los malvados se jactan de su poder y triunfan, echan arrogancia por la boca, mientras la justicia es objeto de burlas, de escarnio y hasta de violencia mortal. La misma justicia es burlada.

El «sabio», amante apasionado de la justicia, (1,1) y de la Sabiduría (6,1-21) reflexiona sobre esta sangrante realidad y da una respuesta muy positiva desde el punto de vista de su fe personal, que implica una visión integral de la historia. Esta perspectiva la descubre en la fe, en la vivencia y en la reflexión milenaria de su pueblo.

Llama la atención que Sabiduría comience precisamente con estas palabras programáticas: “Amad la justicia a los que regís la tierra”. Tal el comienzo enfático del libro. ¿Qué significa y que implica esta justicia, a la que el autor da una importancia tal que comienza su libro con ella y que deben amar y conquistar los que marcan los destinos de la tierra? La justicia no es un mero concepto; es más bien un programa de vida que requiere una actitud personal muy comprometida. El hombre de la biblia sabe bien que Dios está siempre donde está la justicia, como lo ponen de manifiesto los profetas de Israel.

En Sab 1,1, la justicia está directamente relacionada con el ejercicio del poder soberano en sus facetas judicial y política, pues el autor interpela a los jueces de la tierra, a los que de hecho tienen en sus manos el poder de juzgar, de regir, de gobernar a los pueblos. Israel tenía una larga experiencia sobre la función de los jueces, (gobernadores).  

En el cap. 6, el autor es más enfático. Dirigiéndose a los reyes, los insta a escuchar, a entender, a aprender, a prestar atención. Los cuatro verbos instan a los más altos responsables en el gobierno de los pueblos para que pongan la máxima atención en la escucha y en la asimilación de la doctrina sapiencial.  El autor interpela, se refiere a los reyes auténticos de su tiempo en primer lugar, y también a los futuros reyes y príncipes que tendrán la oportunidad de escuchar su doctrina, de leer su libro sin restricción de tiempo o de lugar para que puedan aprender Sabiduría y ejercer su misión: “gobernantes de los confines de la tierra, oíd”.  

La prepotencia y el orgullo de los déspotas gobernantes están fundamentados en una falsa concepción del poder y del origen del mismo. El poder no es simplemente la acumulación de fuerzas en hombres y armas; a esta concepción apunta la crítica “prestad atención los que domináis los pueblos y alardeáis de multitud de súbditos” y la filosofía que subyace a la forma de pensar de los malvados: “ansiad, pues, mis palabras; anheladlas y recibiréis instrucción”. Luego el origen del poder establecido tampoco puede ser el hecho consumado de la implantación de la fuerza. De lo contrario, se daría la contradicción de que el ejercicio de la justicia, función principal de todo gobernante, estaría fundamentada en una injusticia original. 

En este estilo directo se dirige el autor a los que tienen realmente el poder en sus manos. Este poder, cuyos límites no se especifican, no es propiedad personal, sino don recibido que hay que administrar debidamente y de cuyo uso hay que rendir cuentas ante el Dueño de todo poder y mando. Los gobernantes, pues, son los ministros del reino del Señor. El rey es el representante de Dios. Los gobernantes no son la fuente del poder, tampoco son la causa del derecho, por eso también ellos están sometidos a la ley y deben juzgar con rectitud y justicia porque “nuestro Dios es un Dios que ama el derecho y la justicia”. 

Joven, Salomón hereda el trono de David, su padre. Fue luego a ofrecer un sacrificio a la ermita de Gabaón y ahí tuvo una visión. Se le apareció el Señor aquella noche en sueños y le dijo: “Pídeme lo que quieras”. El joven rey hizo una hermosa oración en la que repasa la historia y agradece a Dios que lo haya hecho sucesor de David. Reconoce que es rey “del pueblo de Dios”, que el pueblo no es de su propiedad y por lo tanto él solo es un representante de Otro. Luego hace una oración preciosa: «Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal; si no, ¿quién podrá gobernar a un pueblo tan grande?». ¡Aprender, escuchar, gobernar, discernir!, es lo que pide el joven rey. Al Señor le agradó sobre manera que Salomón no haya pedido riquezas ni el exterminio de sus enemigos ni larga vida, sino «sabiduría y prudencia» para gobernar, y le dijo: «Te daré lo que has pedido. Una mente sabia y prudente como no la hubo antes de ti ni la habrá después de ti». (1Re 3,1-15).

Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el medro personal. La política debe ser un compromiso por la justicia y el derecho y crear así las condiciones básicas para la paz. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, (S. Agustín).

El gobernante sabio tiene un punto de referencia fijo, inamovible: “Porque yo, el Señor, amo la justicia”, (Is.61,8); “Porque el Señor es justo y ama la justicia” (Sal.11,7). Lejos de Dios, el hombre es solo un animal muy astuto.

No se trata de defender una teocracia, sino como en el siglo de Pericles, defender el poder de gobernar de los abusos a los que el hombre puede someterlo, deformarlo y corromperlo. El libro de la Sabiduría no busca implantar un régimen, sino que el poder esté al servicio del pueblo ofreciendo puntos fijos de referencia. La democracia intentaría lo mismo. Pero si los detentadores no tienen esos puntos fijos de referencia, las cosas irán de mal en peor.   

Con todo, el pueblo no puede ser mero espectador y estar esperando todo del estado; a una sociedad muy politizada y atenida, manipulada por las dádivas del emperador, Pablo les dice: “Trabajen también ustedes en lo que favorece la paz y construye la vida en común”, dejen de estar esperando “panem et circenses”, pan y circo.