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Llama poderosamente la atención que se trate de una carta abierta, dirigida, no a la jerarquía y fieles, sino a todos, a los fieles, a los ‘creyentes y no creyentes’. No tiene el formato acostumbrado de los documentos pontificios sino el tono de un grito de dolor, de desconcierto, de asombro ante un problema cuya gravedad exige respuestas más contundentes e inmediatas. «El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado», dice el papa. Siendo una carta abierta, y si no queremos hacerle el vacío al papa siguiendo la costumbre eclesiástica de mirar a otro lado, o a ninguno, debe ser proclamada desde nuestras iglesias. ¿Por qué?, dirá alguien, sin no es nuestro problema. Porque «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (ICor 12,26).

Pero es nuestro problema porque somos solidarios en el pecado, porque participamos de la incredulidad del mundo, porque hemos pecado ‘igual que nuestros padres’, según las liturgias penitenciales del A.T., “y porque ustedes son cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es miembro” de ese cuerpo. (cf.12,27). ‘Y si un miembro sufre, todos sufren con él’. Tal es la base doctrinal del papa; no es la simple falla de un sistema, un error, una equivocación, es un pecado contra el “cuerpo de Cristo” y es además un “crimen”. Por ello el papa no admite paliativos ni se escuda en justificaciones ingeniosas.

«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes. Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado.

Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad». Así comienza el papa su carta publicada el lunes pasado.

El Papa Francisco dice que se necesita urgentemente que los culpables rindan cuentas, no solo los que cometieron esos crímenes, sino también aquellos que los cubrieron. Lo cual en muchos casos incluye a los obispos. Además de hacer un llamamiento a toda la Iglesia Católica para que se adopten las medidas de protección necesarias en todas las instituciones”, dijo el vocero Greg Burke. Todo a raíz del informe de que la Corte Suprema de Pensilvania denunciara más de mil casos ocurridos en los últimos 70 años y en los que están involucrados unos 300 sacerdotes. «Pero su grito (de las víctimas), fue más fuerte que todas las medidas que intentaron silenciarlo o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar». Tal el dolor y ‘coraje’ del papa. Y es que “las heridas no prescriben”.

En efecto, «Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños.

Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […] La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)».

La magnitud del problema se convierte en un desafío histórico para el pueblo de Dios. «Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura…»

El papa pide también que todos los creyentes pongan de su parte con las armas tradicionales para combatir el mal: oración y penitencia. «La penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean necesarias». Claro, el papa no es pelagiano; no bastan nuestros cuadros, estrategias, comisiones, dimensiones trasversales, oblicuas o inclinadas, reuniones, psicólogos, etc., si no están fecundados con la fuerza del Espíritu del Padre. “Hay demonios que no salen más que a fuerza de ayuno y oración”, dice Jesús. “Sin mí, nada podéis hacer”, añade el Maestro. La carta íntegra, unas 5 páginas, la encuentra en la red. Hay que leerla.

¿Cómo fue que llegamos hasta este punto? A mediados de 1960 escuché una tesis muy rara según la cual existía el temor de que hubiera gente infiltrada en los seminarios y órdenes religiosas que hacían los estudios, eran ordenados y luego se dedicarían a provocar escándalos. Hoy esa hipótesis sale sobrando. Los infiltramos  nosotros.

Existe sin duda un ‘misterio de iniquidad’, pero de forma más inmediata y operativa, «un problema de comunicación».  ¿Cómo gobierna el papa la Iglesia? La gobierna con la colaboración de la Curia Romana, una especie de gabinete; en primer lugar, la Secretaría de Estado, (un papa es tan grande como su secretario de estado), muy importante la figura del “sustituto” del secretario de estado; luego otras secretarías llamadas dicasterios o congregaciones. Y los nuncios o embajadores vaticanos tienen toda la responsabilidad sobre la información que llega al papa. El personal que trabaja en el Vaticano llegará a unos dos mil.  Ese grupo gobierna a unos 1600 millones de católicos en todo el mundo. El único estado internacional, decía Hegel. ¿Quién y cómo informa al papa? He ahí el problema.

Además, están los obispos que en comunión con el papa y por el principio de colegialidad, ayudan en el gobierno de la Iglesia. Cada 5 años los obispos deben informar al papa sobre sus respectivas diócesis. JP.II dedicó el 40% de su trabajo público a platicar con los obispos. Ahora bien, toda esta organización y encuentros ¿fue incapaz de advertir el problema y comunicarlo al papa? ¿Qué hacía el Nuncio en Washington?, se pregunta G. Weigel si ya desde 1963 se sabía del problema en Pensilvania y Boston?

¿Cuántas visitas informativas (ad límina), hicieron los obispos estadounidenses, irlandeses, chilenos, mexicanos, durante los pontificados de JP.II y B. XVI y no dijeron nada sobre el problema? Al papa no se le advirtió con claridad sobre el problema. En Chile vimos claramente lo que sucede cuando al papa se le han ocultado las cosas, cuando no tiene la información correcta. ¿Qué hacía los obispos y el nuncio?

Obviamente, volvemos los ojos a los seminarios y noviciados. El obispo es el rector nato de su seminario y delega esa función en alguien de su total confianza. Pero igual, ¿Qué sucede si al obispo no se le informa sobre la realidad de su seminario?  A raíz del problema muchos obispos americanos decidieron residir en sus seminarios. El papa confía en el obispo, el obispo en su rector, todo el cuidado para que esta cadena no se rompa es poco. Así, Weigel denuncia que en USA se haya dejado la cuestión vocacional en manos de los psicólogos y se haya desplazado a los viejos directores espirituales, santos y conocedores del alma y la experiencia ascética y mística de la iglesia. ¡La vocación la deciden los psicólogos! ¡Porca miseria!

Por último, el problema no lo han creado los medios; lo creamos nosotros, los sacerdotes y los consagrados. No podemos ignorar a los medios, ellos, finalmente, conforman el ambiente en el que la iglesia predicará el evangelio y pueden ayudar a ello o crear un ambiente hostil. Tal vez los medios sean la voz de los laicos que pide el papa. Por qué no se decretó un sínodo mundial de obispos extraordinario para tratar el problema, se pregunta Weigel. Aquí nace el grito de Francisco.

El que esto escribe lo hace con dolor y tristeza; no más que un pecador en fila con los pecadores de este mundo y tal vez lleve la bandera. Pero, como decía Mozart al rey: yo seré una porquería, pero mi música no lo es.