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La envidia.

 

  1. La muerte es el verdadero mal, ‘decíamos ayer’. Y la envidia tiene un papel preponderante al momento de activar los mecanismos de la muerte. El verdadero mal, “entró en el mundo por la envidia del diablo y la experimentan los de su partido», (Sab. 2,24); “Porque Dios no hizo la muerte ni se goza destruyendo a los vivientes”, (1,13). “Dios creó al hombre para la inmortalidad/ y lo hizo a su propia imagen” (2,23). A este cuadro luminoso se opone la negra envida del diablo, adversario y enemigo del hombre, que cubrirá de muerte y tristeza el mundo de los hombres. De tal manera que este pecado capital, tan extraño como común y universal, está a la base del gran desastre

La envidia es lo contrario de la sabiduría: “No haré el camino con la podrida envidia, que la sabiduría detesta”, (Sab 6,23); nos hace sufrir por el bien que otro disfruta y saborearlo cuando privamos de él a los demás, y de ahí que lleve a desear el bien y al mismo tiempo a destruirlo, porque el verdadero bien es siempre el que se comparte. Le quito lo más preciado, la vida; ya no queda nada. Pero la envidia destruye y mata.  El crimen da oportunidad también a la revancha social e identidad al joven resentido. ‘El diablo es asesino desde el principio’, y es el padre de todo asesino.

Cuanto más radical es un mal, tanto más lo expresa la Biblia con imágenes tomadas de la naturaleza, extendidas por toda la creación. La boca abierta por la envidia que atraviesa toda la historia es la fuerza del mar insaciable que traga y mata. Todos los ríos corren y van a dar a la mar, y la mar nunca se sacia. De ahí que el mar se confunda frecuentemente con el lugar de las fuerzas oscuras de la muerte, con el monstruo marino que encierra todo lo que puede en su vientre. Es un símbolo universal de la envidia y de la avaricia: detrás de los enemigos malignos, las fieras devoradoras, el dragón del abismo, la fosa marina que muge y quiere tragarse de nuevo la tierra (Sal 104).

  1. La envidia en el fratricidio primordial. “Caín tenía envidia de su hermano”. Este sentimiento desata la tragedia. El relato de Caín y Abel ha conservado y desplegado a través de los siglos su fuerza de sugestión en todas las culturas; contiene una gran fuerza expansiva. Ahí se encuentra uno de los problemas radicales de la humanidad: si todos los hombres somos hermanos, hijos de un mismo Padre, todo homicidio es un fratricidio. ¿De dónde brota la violencia que aniquila a la humanidad? ¿Por qué aparece tan tristemente verdadero el adagio, el hombre es un lobo para el hombre? Se trata de una pregunta ineludible y siempre actual. La envidia; el diablo tuvo envidia del hombre creado para la inmortalidad, e inoculó la muerte en su vida. “Caín se irritó sobremanera, y andaba cabizbajo” (Gen. 4,6); el sentimiento de la envidia entra en su corazón y activa el mecanismo de muerte. También Pilato “sabía que se lo habían entregado por envidia” (Mt 27,18). El denominador común es una violencia ciega, enloquecida, que no se detiene. El mal es la muerte personificada.
  2. En los salmos, encontramos no sólo la sencillez de la precisión, sino una forma figurativa de altísima calidad poética que pone las grandes verdades al alcance de la mano. Pero obliga a buscar el secreto de las imágenes literarias en las que se expresa. Por este camino vamos a descender algunos escalones hacia lo desconocido, a fin de descubrir que debajo de los hombres que atacan al inocente, se ocultan «la violencia y la mentira»

El mal es ante todo un proyecto que aspira a llegar hasta el final, ya que los enemigos tienen el propósito de matar. “Se conjuran contra mí y traman quitarme la vida”, (Sal. 31).  Parece un tema obsesivo: el salmista se siente siempre «acechado» por los que quieren asesinar a los honrados (37): “Quieren perderme, buscan mi desgracia, atentan contra mi vida” (35); le asestan golpes de un odio violento (56). Tal vez parezca extraño. Pero lo cierto es que Caín mató a Abel, Esaú quería matar a Jacob, los hermanos de José deseaban verle muerto, Saúl perseguía a muerte a David; hay pues una constante: la envidia, los celos, la avaricia, el deseo de poder, que activa el mecanismo de muerte. Entonces el mal es odio violento que busca asesinar; el intento descarga sobre un individuo, sobre un pueblo, o sobre un continente. Soy honesto, no soy corrupto; hago una consulta “ad hoc”. Miento con conciencia tranquila. Trampa para engañar al pueblo. No soy honesto. Soy astuto y no tanto. El pueblo es la mampara. Y la muerte puede ser lenta o inmediata. El mal se ve en el genocidio en países y tiene el rostro de la hambruna o la enfermedades, la vemos en los niños que mueren de sed, de simple diarrea, pegados al pecho, pellejos secos, de la  madre; lo vemos en la venta de armas para que los genocidas hagan su trabajo bajo la forma de revoluciones libertarias. Lo vemos en la huida hacia ninguna parte de los migrantes en avalancha. El mal en su odio violento lo vemos en el cóctel demoledor: droga + armas + tráfico de personas + prostitución + pornografía (infantil, en la red) + un largo etc., todo = a dinero + dinero = a muerte.

El mal y su odio violento, lo vemos en la moda de los dictadores; la modalidad impuesta por Chávez para modificar constituciones para perpetuarse en el poder mediante la consulta; Nicaragua, El Salvador bajo un régimen corrupto y fraudulento. Nicaragua no tiene memoria. Ahora mismo sufre una pobreza desesperante, 79% viven con dos dólares al día, mientras en las calles lucen las fotografías del dictador democrático. Y en México, una nube negra, madura, se levanta. ¿Por qué el pueblo ha de elegir a sus verdugos?  Acto seguido llega la represión y la supresión de libertades, los escuadrones de la muerte. Pero como tales cosas no pueden llamarse por su nombre, se tiene que recurrir al gran aliado: la mentira.

Puede ser muy sutil, casi subliminal y llamarse socialismo del siglo XXI, repúblicas bolivarianas, justicia para los pobres, interrupción del embarazo, 4ª ó 5ª transformación, muerte digna, placer alternativo, fin lúdico, etc., etc. Odio, violencia, mentira, la gran mentira, están detrás de la muerte. El diablo “es el padre de la mentira”. Y el diablo tuvo envidia del hombre y lo sedujo para inocular la muerte en el proyecto de Dios. “Por el hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte” (Rom.5,12), afinando la afirmación Sab.2,24. Para Pablo no fue un acto fatal, sino la voluntad humana que cedió a la tentación de la total autonomía ante Dios. “El pecado paga con la muerte” (Rom. 6,23). Y los altares son folclore.

Un buen diagnóstico del mal es ya una liberación. Se ha dado un gran paso cuando la lucha contra el mal ubica el lugar afectado y lo obliga a salir de su escondrijo. El mal, primero, tiene que ser desenmascarado. De lo contrario, sería un enemigo escondido que está al acecho de sus víctimas. Actúa en la impunidad, en la sombra, y así, resulta imposible detenerlo. Tal es la experiencia que podemos hacer nuestra; un diagnóstico impreciso no permite saber dónde se esconde el mal y no podemos detenerlo. Cubrimos de policías un área y, sin embargo, y ahí están los crímenes. El mal, ¿Radica en el corazón del hombre? ¿Anida en él? ¿O en las estructuras que crea el hombre, corrompido y violento? Así, las fuerzas que lo reprimen desde el exterior terminan en intentos fallidos; llámense las fuerzas mismas del orden o los escuadrones de la muerte. Esto indica que el mal no ha sido detectado, que no se sabe dónde está. Se puede, entonces, dar pasos mortales. Y de ahí la pregunta reiterada: ¿Cuándo irá a terminar esto? ¿Cuál es la solución? Ninguna fuerza represiva tiene la facultad de cambiar el corazón del hombre.

Los salmos, pues, nos ayudan a desvelar las armas del mal, tal como funcionaban antes de Cristo y como siguen funcionando después de él. La hipocresía, el alejamiento del bien, la mentira hipócrita, son las grandes armas del pecado y de la muerte; esa lección, claramente inscrita en el Evangelio, es borrada cada vez que decimos: «así actuaban los fariseos». No, así actúa siempre el mal que pretende anular el bien, hoy, igual que ayer.

Conclusión. De todo esto se desprenden varias cosas. Ante todo, la necesidad de reconocer nuestro pecado, como primer, paso para superar la hipocresía. Hemos cometido el pecado en las tinieblas y lo confesamos a plena luz. Luego, con ayuda de la sabiduría concedida por Dios conforme a nuestras peticiones y necesidades, reconocer los signos del pecado. Porque hay un pecado insolente que no se recata, que es público. El pecado es mentiroso a ultranza. Pero hay otro pecado que es preciso desenmascarar: el mal disfrazado de bien. ¿Cuáles son sus signos?

Cuando el supuesto bien se parece a un martillo que embrutece, a una boca que engulle, a una red que paraliza, es porque no es el bien, sino el mal. Cuando los medios de que se sirve el presunto bien se parecen a una trampa, lo que realmente está actuando es el mal. Cuando el bien apresa, ya no es el bien. Lo mismo si se trata de cosas visibles que en el terreno de las virtudes o de la espiritualidad, el bien que se pega a los dedo$, no es ya el bien.

Los salmos nos ayudan obligándonos a ver cómo nos ataca el mal. El peor mal es no verlo. “Que el hombre hecho de barro no vuelva a sembrar el terror” (9).