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El cristiano que no ora le da

la razón a los ateos.

(K. Rahner).

 

A manera de introducción comienzo con las palabras de George Weigel: «“Identity crisis is a terribly overused phrase, but in this instance  it cuts in the heart of the matter. Just as priests who truly believe that they are what the Catholic Church teaches  they are – living icons of eternal priesthood of Jesus Christ – ‘predicadores de la Palabra y servidores de vuestra alegría’ (B. XVI) -, (por ello no deben hacer lo que a Dios le desagrada, nada indigno de ese nombre y de esa misión); so bishops who believe themselves to be what the Church teaches they are – successors of the apostles , who make present  in the church the headship of Crist the good Shepherd -, (no actuarían de manera diferente).  (G. Weigel. The Courage To Be Catholic. New York 2002).

Pero las crisis no son de generación espontánea; las crisis nacen y se desarrollan y si no hay una vigilancia atenta pueden crecer hasta provocar un desastre. No podemos imaginar que tras años de “formación” no se haya logrado formar en la mente de los candidatos ni siquiera una idea de lo que la Iglesia enseña sobre lo que significa ser un sacerdote. El lugar de la crisis, entonces, se sitúa en el ámbito de la formación, de la espiritualidad hasta “crecer a la estatura de Cristo”, (cf. Ef. 4,15), es decir, hasta configurarse con él; lo que entra en crisis son los valores espirituales, la solidez de los principios teológicos morales, ascéticos. Lo que entra en crisis es la vida de oración, en definitiva. La comunión con Dios queda interrumpida y, entonces sí, todo puede suceder. Cuando la oración viene a menos lo primero que se resiente es nuestra comunicación con Dios y como consecuencia nuestra fe. Por ello podía decir S. Agustín: “Mientras la oración no se aparte de ti, Dios no se ha apartado de ti”.  No podemos abandonar la oración sin que la fe, nuestra esperanza y nuestra caridad vengan a menos.  La fe respira por la oración. En la vida sacerdotal, la oración es «el factor decisivo». (Papa Francisco).

¿Qué de raro tiene, pues, que los discípulos pidan a Jesús que los enseñe a orar?

Partimos del relato de Lc. 11,1-13. Jesús fue un hombre de oración; de intensa vida de oración. Su vida toda fue una vida de oración. ¡Cuántas veces los evangelios nos lo presentan haciendo oración! Fue un hombre de una gran actividad, pero no dejaba de retirarse a la soledad, al silencio, buscaba el silencio y la soledad de la noche para hacer oración. (Lc. 5,16; ver: Mc. 1,35; Mt. 14,23; Lc. 9,18;11,1, etc. etc.) Una de esas veces en que Jesús hacía oración, uno de sus discípulos, tal vez impresionado por la intensidad y la forma de su oración, le dijo: Señor enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos. Jesús contestando le dice: Cuando oren digan así; y les enseñó el Padre Nuestro.

Jesús modelo de oración. No tenemos otro maestro de oración. No existe otro maestro de oración. “Jesús es quien ha rezado con más vigor en toda la historia” (Söderblom). “Asomarse a la oración de Jesús es descubrir sus relaciones misteriosas con el Padre y la esencia de su mensaje” (K. Adam). En la oración de Jesús estuvimos todos nosotros presentes, pues su oración fue una oración comprometida, una oración esencialmente por el Reino (Jn. 17,20-26). Nuestra capacidad de oración brota de su oración, nuestra oración se apoya en su oración. Él es el modelo y sostén de toda oración cristiana. Por ello la oración de la Iglesia es siempre: Por Nuestro Señor Jesucristo . . . .

Nos dejó, pues, no sólo el mandato de “orar siempre y orar sin desfallecer”, (ver Lc.18,1-8), sino también el ejemplo luminoso de su vida de oración. Oró siempre, su vida toda, su ministerio y su pasión, están bajo el signo de la oración. Es él quien sabe orar porque “solo él conoce al Padre” (Mt. 11,27; Jn. 1,18). Por eso “antes de Cristo no era conocida la oración” (K. Adam). “Lo que ofrecen las religiones no cristianas en cuanto a oración personal, es infinitamente pobre en comparación con la riqueza de la gama de matices de la vida interior que se manifiesta en la oración de los genios cristianos” (Heiler). “El cristianismo vino a ser la patria de la verdadera oración personal” (Söderblom), “sencillamente, la religión de la oración” (Bousset). (ver: K. Adam. Christus, unser Bruder. Ratisbona. 1952). Y esto es posible porque Cristo funda su mensaje en la oración. Él es quien, primero, ha orado. Solo el que ora es cristiano.

La súplica de los discípulos. “Señor, enséñanos a orar” sigue siendo nuestra súplica. Nuestra súplica mejor dado que la oración cristiana es siempre y primeramente un don. Esta súplica de los discípulos expresa, por una parte, la profunda necesidad humana de la oración y por otra, la radical impotencia humana para realizarla. Y es que la oración exige una casta desnudez del alma, una rendición incondicional ante Dios. En la oración se tocan el ‘yo’ humano y el ‘tú’ divino, y empieza el gran silencio, porque habla Dios. Y esto exige concentración. Así oraba Jesús ante su Padre en la soledad y el silencio. Si nuestras parroquias tienen que ser escuelas de oración, (JP. II), ¿qué deberán ser nuestros seminarios sino centros privilegiados de oración, de silencio, de disciplina y estudio? (S. Pablo VI).

Debemos orar siempre. Siempre, con perseverancia, como se desprende de texto de Lucas. Sin la oración el cristianismo es imposible, decía Pablo VI. En la oración el hombre se encuentra consigo mismo y con Dios. En la oración, abrimos nuestro interior, así como es y así como está, a Dios, Padre bueno. Se realiza entonces ese diálogo de amor entre un yo finito, limitado con ese Tú infinito que “se planta frente nosotros”; este encuentro, esta unión, este diálogo está regido por el amor, primera ley estructural de la oración cristiana. “El sacerdote que no ora porque dice que le falta tiempo, en realidad lo que le falta es amor” (JP.II).

Así, la oración es comunicación con el Misterio Total, con la realidad envolvente y sin fronteras (K. Rhaner) en la que vivimos, existimos y somos, que llamamos Dios. Y sólo mediante este contacto podemos entender nuestro propio destino, nuestra vida, el camino que debemos recorrer; sólo en la oración se creará esa atmósfera de amor que anhelamos y sólo en ella obtendremos la fuerza que necesitamos para hacer el camino. Solo la humildad nos llevará a reconocer la necesidad de la oración en cuanto que nos pone en relación con Dios, principio, camino y meta de nuestra vida. Solo en la humildad puede edificar Dios. De lo contrario seguiremos cargando nuestros resentimientos, envidias, celos, hasta llegar a un posible desfonde psicológico.

El padre Ignace de la Potterie ha escrito estas bellas palabras sobre la oración; “Para el hombre religioso los tiempos de la oración son los momentos de su vida en los que él se ve confrontado con el misterio último de su existencia. Sólo en la oración, cuando el hombre se encuentra delante de Dios y se dirige a Dios, es plenamente El mismo; nada puede esconder en la presencia de Dios: ni sus deseos más profundos, ni sus ideales; aún sus debilidades y sus pecados aparecen bajo una luz nueva, la luz misma de Dios. En la oración el hombre dirige una mirada a su más profunda intimidad, una mirada serena, objetiva y encuentra, también, la orientación fundamental y más auténtica de su vida. San Agustín escribía en un pasaje famoso: “Tu nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (Conf. 1.1.1.).

Ahora bien, en la oración, precisamente, el hombre se encuentra delante de Dios y en un cierto sentido ya reposa en El.  Reencuentra lo que de mejor hay en El mismo. Por esto, cuando nos es concedido penetrar en el misterio de la oración de alguien conocemos algo de su secreto” (LA PREGUIERA NELLA BIBBIA. Ed. Bajo el cuidado de G. De Gennaro Napoles 88).

El problema sacerdotal de nuestros días no es en primer lugar una crisis de identidad, como suele decirse; en el fondo es una crisis de oración, una crisis de los valores espirituales que puede degenerar en una verdadera crisis de identidad, al punto de saber quién soy o como debo ser y actuar, cuando la moral se convierte en una cuestión de cálculo. Estamos ante una crisis de fe. Y aquí la psicología pude ayudarnos poco. Aquí solo cabe caer de rodillas ante el Crucificado y orar y llorar. (K. Rahner). La psicología hay que ponerla en su lugar, dice Weigel.

La oración, necesidad profundamente humana.  De lo dicho, se desprende que la oración se sitúa al nivel de una profunda necesidad humana; su necesidad radica en el ser mismo del hombre, en la dimensión espiritual que le es propia. El hombre que no ora se condena a la dispersión y acaba siendo “cosa”, como las cosas que maneja. Sin la oración, el hombre queda absorbido por las cosas; él, que no es “para el mundo”, termina siendo “mundo” y llevando una “existencia inauténtica” (M. Heidegger), es decir, UNA VIDA QUE NO ES LA QUE LE CORRESPONDE, que no está de acuerdo con su naturaleza más profunda. El hombre que no ora está perdido para sí mismo. Jamás encontrará su corazón la paz.

Santo Tomás de Aquino define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

En este mundo agresivo y vertiginoso, que obliga al hombre a vivir completamente “hacia afuera”, volcados hacia las cosas (negocios, problemas, conquistas y logros, egoísmos, planes pastorales, comisiones y dimensiones y juntas y reuniones, como una fuga hacia adelante), la oración se plantea con urgencia, todavía, mayor. Sin la oración el hombre termina siendo “no hombre”.

  1. de Finance ha descrito bellamente la dimensión profundamente humana (metafísica) de la oración. “¿Dónde está, en nosotros, la raíz de la oración? Está escondida en el fondo del ser espiritual creado y finito, (el hombre). En aquella apertura, en aquella intencionalidad fundamental por la cual el espíritu es espíritu. Apertura infinita vivida, no obstante, la finitud del hombre. De Finance sólo ha repetido las palabras de San Agustín, en otra clave: “Tú nos hiciste para ti, Señor, . . . En efecto, Dios mismo ha puesto en el fondo de nuestro ser su impronta, su sello, por eso lo buscamos siempre, aún sin saberlo. Tal es el secreto y lo que hace posible la oración como referencia y búsqueda de Dios, de su voluntad”. Por eso dice J. de Finance, “la oración aparece como la expresión, la actuación más alta de la dimensión metafísica que funda la dignidad humana”. Se comprende, entonces, que los musulmanes consideren “al hombre que ora menos hombre”.; es decir, no es un hombre en el sentido alto, pleno; está mutilado en su esencia. No es él. La oración es, pues, una necesidad profundamente humana.

La Incapacidad Radical Del Hombre Para Hacer. Desconcertante verdad es ésta. Pero la súplica de los discípulos así lo demuestra. Ellos indudablemente hacían oración; eran buenos israelitas; habían visto, incluso, que Juan enseñaba a orar a sus discípulos y los fariseos y rabís hacían lo mismo. Algunos de ellos debieron haber aprendido el método de oración de Juan; sin embargo, piden a Jesús que les enseñe a orar como él oraba. Más bien en este “enséñanos a orar” de Lucas debemos ver una enseñanza profunda, genialmente trazada: Dios no es el resultado del esfuerzo humano. Si la oración es comunión, unión, dialogo de amor con Dios, para encontrar y realizar su voluntad, entonces no puede ser el resultado del esfuerzo y las técnicas meramente humanas, sino que es, esencialmente, don gratuito y amoroso de Dios mismo. La oración es un don de Dios. Si intentamos hacerla el resultado de nuestro esfuerzo y reducirla a técnica, resultará una torre de Babel, una confusión terrible de lenguas donde nadie entendería. En la relación Dios-hombre, Dios toma siempre la iniciativa. Esta es una verdad revelada. En el diálogo Dios hombre, es Dios quien comienza. Esto es toda la Biblia, toda la revelación.

La oración nos introduce en el misterio mismo de Dios y esto no pude ser el resultado de una iniciativa humana. “Nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre, y nadie conoce quien es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc. 10,22). En todo aquello que se relaciona con nuestra salvación no podemos ser más que eternos deudores.

Refiriéndonos al campo específico de la oración, Pablo afirma categóricamente que “no sabemos a ciencia cierta, pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos sin palabras; y aquel que examina el corazón conoce la intención del Espíritu, porque este intercede por los consagrados como Dios quiere (Rom. 8,26-27). Es el Espíritu que nos ha sido dado el que ora en nosotros y por nosotros y, así, nuestra oración transformada por la acción del Espíritu es escuchada por Dios. El Padre escucha al Espíritu que ora en nosotros.

Esta es la forma como Dios toma la iniciativa. En la búsqueda de Dios (Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor. Sal. 27,8), tema fundamental de la espiritualidad cristiana, vale aquello que decía San Agustín: “Tu no buscarías a Dios si Él no te hubiese buscado primero”.

No se contenta el Señor con dejarse buscar: El sale a la búsqueda del hombre. La Biblia muestra siempre a Dios que sale al encuentro del hombre. Y esto vale también para la oración: vas al encuentro con Dios porque Él te ha llamado y te espera. Vas a una cita que Él ha fijado. Él ha encendido en tu corazón el deseo de buscarlo. De esto depende, en gran parte, la belleza del encuentro de oración: hay Alguien que te espera porque te ama. Y te ha amado antes que tú lo amaras. Esta es la prueba de su amor. (1 Jn. 4,10). Por esto existe el Amor.

Tal vez nos preguntaremos ¿Dónde queda pues, el esfuerzo humano? El esfuerzo humano queda en su lugar: queda como apertura, como obediencia de fe y como un esfuerzo permanente de fidelidad continuada a la gracia. Como el oyente de la Palabra. “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”

Por ello, sabemos que la oración cristiana no es técnica; cualquier esfuerzo en esta línea de las técnicas que olvide este principio esencial está condenada al fracaso de antemano.

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Cuando oren digan: Padre Nuestro. La maravilla y la novedad de la oración cristiana es que podemos llamar a Dios “Padre”. Nos enseña Jesús: ” vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estas en los cielos” (Mt. 6,9). Pablo atribuye al Espíritu que nos ha sido dado y que habita en nuestro interior el que podemos llamar a Dios Padre. Dice a los Gálatas: “Y la prueba de que ustedes son hijos es que envió a su interior el Espíritu de su Hijo que grita: Abba ¡Padre! (4,4-7). En Rom. 8, oímos a Pablo decir que es el Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos sin palabras. Cierto, aquí Pablo, como se ve el contexto, liga la oración del cristiano y la acción del Espíritu al éxito final del plan de Dios. La oración cristiana es siempre oración por el Reino: “Venga a nosotros tu Reino”.

Vivir en el desarrollo lineal de nuestra vida esta nueva condición, de “ser hijos del Hijo”, como un hecho real, y en espera, sin embargo, de su plenitud, es vivir la dimensión orante del cristianismo. Somos hijos ya y lo explicitamos en nuestra vida de oración, pero aguardamos todavía la plenitud. En efecto, “Miren que magnífico regalo nos ha hecho Dios, que nos llamamos hijos de Dios; y además lo somos . . .  hijos de Dios lo somos ya, aunque todavía no se ve lo que vamos a ser; pero sabemos que cuando se manifieste Jesús y lo veamos como El es, seremos como El”. (1Jn. 3,1-2).

En un bello y denso texto J. de Finance afirma esta verdad, aunque en clave filosófica: “La oración no nace de nuestra iniciativa. Es un aspecto de ese movimiento de retorno a Dios, de ese volver (=réditus) que, en su FUENTE (=Dios), como lo había visto Plotino, no difiere de su salida (=éxitus): es el mismo movimiento de amor que nos ha puesto en nuestro ser y que nos llama al Ser (a Dios). Nuestro amor a Dios es una participación lejana del amor con que Dios se ama y se quiere a sí mismo, amor que no difiere de su Ser. Por eso la oración es, en algún modo, un dejar a Dios amarse y quererse en nosotros y conducirnos a El” (o.c.p. 36).

Estas rebuscadas palabras las podemos decir en palabras de la Escritura y nos sonarán más cómodas. Pablo dice en su discurso en el Areópago refiriéndose al Deus Abscónditus: “…pues en El vivimos, nos movemos y existimos”. (Hech. 17,28). Más sencillo, de él venimos y él regresamos. Es decir, nuestra vida toda, en todas sus etapas y circunstancias está bajo la mirada amorosa de Dios, nada escapa a su presencia. ¿Qué de extraño tiene, pues, que nuestra vida de oración sea un aspecto de ese movimiento de retorno a Él, movimiento que él mismo ha impreso en lo más hondo de nuestro ser? “Señor, tu nos hiciste para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. De El salimos y a El volvemos.

Lo que nosotros debemos hacer es dejarnos encontrar, es ‘no endurecer el corazón’ (Sal. 94,8), sino ser, más bien, dóciles a su voz. La oración es, pues, un don de Dios. Así pues, debemos orar siempre.

Finalicemos con la bella oración de Laudes del sábado XXVI: «Que nuestra voz, Señor, nuestro espíritu y toda nuestra vida sean una continua alabanza en tu honor; y, pues toda nuestra existencia es puro don de tu generosidad, que también cada una de nuestras acciones esté plenamente consagrada a ti». Por nuestro Señor Jesucristo ….

Gracias.