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Hechos 2, 1-11; Sal 103;  1 Cor. 12, 3-7. 12-13; Jn 20, 19-23

 

1.- El Pentecostés es la plenitud de los dones de Dios al hombre. En Navidad, Dios nos dio a su hijo unigénito, Cristo Jesús, el Mediador, El Puente que conecta la humanidad y la divinidad. Durante la Semana Santa, Jesús, por su pasión, se da Él mismo enteramente  a nosotros, hasta la muerte, y una muerte de cruz. En Pascua, Cristo resucita, y tanto su Resurrección como su Ascensión, son la prenda de nuestra glorificación.

 

Él va delante de nosotros a la casa del Padre a prepararnos un lugar, porque en Él y con Él nosotros hemos llegado a ser parte de la Familia Divina; nosotros hemos llegado a ser hijos de Dios destinados a  la eterna felicidad. Pero el Don de Dios al hombre no termina aquí: habiendo ascendido a los Cielos, Jesús, en unión con el Padre, nos ha enviado su Espíritu, el Espíritu Santo.

 

El Padre y el Espíritu Santo nos aman al grado de darnos la Palabra en la Encarnación; el Padre y la Palabra nos han amado tanto que nos han dado al Espíritu Santo. Así, las Tres Personas de la Trinidad se dan ellas mismas al hombre inclinándose hacia esta pobre nada  para redimirlo del pecado, santificarlo y llevarlo hasta su propia intimidad.

 

Tal es la excesiva calidad con la que Dios nos ha amado; y el Don Divino a nuestras almas alcanza su plenitud en el Don del Espíritu Santo que es el Don por excelencia. Altissimi Donum Dei, Don del Dios Altísimo. Lucas llama al Espíritu la Promesa del Padre, Fuerza de lo Alto con la que los discípulos serán revestidos (Cf. 24, 49; Hech. 1, 8).

 

El Espíritu Santo, vínculo y garantía del amor mutuo entre el Padre y el Hijo, El que acepta, sella y corona su entrega mutua, es dado a nuestras almas por los méritos infinitos de Jesús, de tal manera que El será capaz de completar el trabajo de nuestra santificación. Por su venida sobre los discípulos bajo la forma de lenguas de fuego, el Espíritu Santo enseña cómo, El, Espíritu de Amor, nos es dado para transformarnos por su caridad, y habiéndonos transformado nos guía de regreso al Padre.

 

2.- El Don del Espíritu Santo no es un regalo temporal, sino permanente. De hecho, para un alma que vive en la caridad, El es el dulce huésped que habita dentro de ella. Si alguien me ama, vendremos a el y haremos en el nuestra morada (Jn. 14, 23-31). Sin embargo, esta inhabitación de la Trinidad, – y por lo tanto del Espíritu Santo -, en el alma que vive en estado de gracia, es un Don que puede y debe acrecentarse; se trata de un Don continuo.

 

La primer donación del Espíritu tuvo lugar cuando fuimos bautizados; fue renovada más tarde, de una manera especial, por el sacramento de la Confirmación, el Sacramento que es, por así decirlo, el Pentecostés de cada alma cristiana. Una renovación progresiva de este Don se realiza con el crecimiento de nuestra caridad.

 

¿Y qué sucede ahora, en nuestro «hoy»? El Espíritu Santo, en unión con el Padre y el Hijo, continúa dándose El mismo al alma más completamente, más profunda y posesivamente. La Liturgia de este domingo, al igual que la Liturgia de los últimos quince días, habla con mucha fuerza acerca de la caridad, de la unidad y de la creación de la comunidad, y al mismo tiempo nos presenta las condiciones y los resultados de la inhabitación del Espíritu en nuestras almas y nuestras comunidades (2ª. lectura). (Las lecturas del Oficio de Lectura son verdaderas joyas de la espiritualidad cristiana. No podemos prescindir de ellas sin menoscabo de nuestra vida espiritual).

 

La condición es el Amor. Esta es la condición, porque, de acuerdo con Jesús mismo, las Tres Divinas personas habitan solo en el alma que ama. Pero también, nuestra caridad es el resultado del Espíritu porque, el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5,5). El Amor Divino nos ha precedido completamente en el Bautismo; sin méritos por nuestra parte, y sólo por los méritos de Cristo, el Espíritu Santo nos ha sido dado, y su amor fue gratuitamente derramado en nosotros. Por lo tanto, cada vez que correspondemos a sus divinas inspiraciones, haciendo generosos actos de caridad, El renueva su invisible visita a nuestras almas, dándonos siempre nueva gracia y caridad. Así, nuestra vida sobrenatural se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo; el alma es atrapada en esta corriente transformante de vida de su amor. De esta manera entendemos como la fiesta de Pentecostés puede y debe representar una nueva efusión del Espíritu Santo en nuestras almas, en nuestras comunidades, en nuestra Iglesia; una nueva efusión que transforme la faz de la tierra, una nueva visita en la que El nos llene con sus dones: Veni, Creator Spiritus – mentes tuorum visita, Imple superna gratia – quae tu creasti pectora.

 

3.- Pero jamás debemos olvidar la dimensión eclesial del Pentecostés. El Pentecostés podemos titularlo también: EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA.

 

El Pentecostés Judío, que originalmente era una fiesta de la cosecha, poco antes de la era cristiana se había convertido en la conmemoración del Don de la ley de Dios en el Sinaí, por lo tanto, era una fiesta de la alianza, que recordaba como el pueblo liberado de la opresión se había convertido en el pueblo de Dios. Adivinamos ya el paralelismo con el Don del Espíritu Santo que forma al nuevo pueblo de Dios. Juan en el Evangelio de hoy, nos dice que el resucitado sopló sobre los discípulos, para formar al hombre nuevo, para comenzar la nueva creación, y Pablo gusta de hablar del Espíritu como la única ley del cristiano.

 

La Pascua era el memorial de la gran liberación, y el Pentecostés completaba su contenido salvífico recordando la promulgación de la Ley, a través de la cual había sido dado al pueblo la posibilidad de vivir en la libertad de los Hijos de Dios. Como la Pascua, también este memorial no era un simple recuerdo, sino la ocasión para volver hacer presente el Don de Dios y renovar el compromiso de la alianza. Así, pues, Lucas “historiza” la liturgia judía de ese tiempo en el relato que extiende en los dos primeros capítulos de Hech. Historia y Liturgia, es el recurso de Lucas para hablarnos del Sp.S que es derramado sobre toda carne en cumplimiento de las Escrituras. No ha de extrañarnos que Lucas llame al Espíritu simplemente “Promesa del Padre”.

 

Ahora bien, Jeremías había anunciado que vendrían días en los que el Señor haría una Alianza Nueva, escribiendo su Ley en sus corazones (31, 31-33). La misma renovación profunda de la alianza había sido profetizada por Ezequiel en los siguientes términos: Pondré mi Espíritu dentro de vosotros y os haré vivir según mis mandatos (Ez. 36, 27). Todo este transfondo bíblico tiene un peso determinante en la elaboración de la pneumatología del NT.

 

 

 

 

 

HOMILÍA.

La Liturgia de hoy prevé una Misa de vigilia y otra del día. Ello nos da idea de la importancia de esta celebración, a la vez que nos habla de la profundidad del Misterio. En el Evangelio del día se nos dice que Jesús exhaló su aliento sobre los discípulos infundiéndoles el Espíritu. Hay un paralelismo con el relato de la creación, cuando Dios sopló sobre los primeros hombres para darles vida. Así, podemos hablar de la redención como de una nueva creación. San Pablo alude a ello señalando que toda la creación gime con dolores de parto. Asimismo, el Espíritu Santo que se nos ha dado intercede por nosotros con gemidos inefables.

 

El mundo y los hombres sufren por la contradicción y el dolor que ha introducido el pecado. Pero no acabamos de ser conscientes de cuál es nuestra verdadera carencia y lo que deseamos en plenitud. El Espíritu Santo, que nos es comunicado a través de la humanidad de Jesús, dilata nuestro corazón por la comunicación de la gracia, haciéndonos conscientes de que estamos hechos para Dios. Es el Espíritu quien introduce en nosotros la vida divina que nos lleva a darnos cuenta de que el mundo y nuestra historia personal dependen, no de un poder ciego o de un destino impersonal, sino de Alguien que nos ama y que nos ha hecho hijos de adopción. Eso nos conduce a la confesión de que Jesús es Señor, afirmación que, como dice San Pablo, sólo podemos hacer bajo la acción del Espíritu.

 

Nuestra relación con el Espíritu Santo no es algo abstracto que queda en el mundo de las ideas y que conlleva una religiosidad vaga en la que todo es posible. Esto me hace recordar el título de un libro de espiritualidad: «El Espíritu es concreto». El Espíritu Santo, con su acción transformante, nos vincula con Jesucristo. La primera acción renovadora que el Señor comunica a sus discípulos es el perdón de los pecados. Así se empieza a manifestar el señorío de Cristo. Su victoria pascual se muestra, por el bautismo, en la remisión de los pecados y en la nueva vocación que recibimos para vivir como hijos de Dios.

 

Pero la acción del Espíritu también va constituyendo un cuerpo, la Iglesia, donde se puede percibir el encuentro con el Señor. De ello nos habla el texto de los Hechos de los Apóstoles. Siendo invisible, el Espíritu Santo realiza obras reconocibles tanto a nivel personal, en cada uno de nosotros, como en la Iglesia. En el signo de que todos entendían la predicación de los apóstoles en su lengua, se nos indica la desproporción entre la apariencia de la Iglesia, la fragilidad de los apóstoles, y los efectos de su acción.

 

La Iglesia realiza una misión en el mundo guiada por el Espíritu Santo, pero también su vida y su crecimiento son conducidos por el Espíritu. A ello se refiere el apóstol en la carta a los Corintios. Aparecen en el seno de la Iglesia multitud de carismas, todos ellos dispuestos para el servicio común y para la edificación de la Iglesia. Frente a la fragmentación que introduce el pecado, nos encontramos ahora en la unidad, rica en dones diversos que nos vienen de lo alto.

 

Para la oración personal puede ser muy útil leer pausadamente y meditar la secuencia de este día. En ella se nos recuerda la vaciedad que hay en nosotros sin Dios y cómo sólo el Señor, por su Espíritu, puede calmar nuestras ansias y colmar nuestros anhelos.

 

UN MINUTO CON EVANGELIO

MARCO I. RUPNIK.

 

Ante su próxima despedida, Cristo intensifica el discurso sobre el Espíritu Santo, el Consolador, el Espíritu de Verdad, Espíritu que recordará todo lo que Cristo ha dicho y ha hecho. En efecto, sólo con Pentecostés los discípulos comprenderán la grandeza, el sentido y el alcance de la pasión, de la muerte y de la resurrección de Cristo.   San Agustín subraya que el Padre ha enviado a su hijo para tocarnos con su amor y provocar así en nosotros el amor hacia él; esto se ha llevado a cabo en el drama de la Pascua, mediante la muerte. Sólo mandándonos el espíritu Santo el Señor podrá enviarnos también a nosotros, porque el Espíritu nos convencerá de que el amor  vive en forma pascual y que el resultado del sacrificio es la resurrección. El Espíritu Santo nos convence de que la renuncia y la tristeza de la prueba se superan con la bienaventuranza de la consolación que sólo puede dar al corazón humano el Paráclito, el Consolador divino.