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DOMINGO XIV T.O.   B.

Ez. 2,2-5; Sal 122; 2Co 12,7-10; Mc 6,1-6

 

Ez. 2,2-5. Una misión difícil – Estas palabras sonarían insoportables para el pueblo si Ezequiel no hubiese compartido la suerte del pueblo rebelde: deportado como ellos, les habla en nombre del Espíritu, que ha tomado posesión de él. Paso previo para todo resurgimiento es reconocer nuestro pecado, nuestra rebeldía; incluso ser solidarios con el pecado histórico, el pecado de nuestros padres. Nosotros no hemos sido mejor que ellos. Testigo, pero también actor: en nombre de su misión, se compromete en la misma aventura que sus interlocutores, como lo hará otro «Hijo del hombre», igualmente revestido del Espíritu, que pagará con la muerte la libertad su palabra.

 

Sal 122 – Breve e intensa súplica, llena de expectación y confianza, parece ser que un solista responde a la asamblea, un salmo responsorial. El gesto de los ojos expresa la elevación de todo el hombre: aquí es un gesto de expectación. El hombre, como siervo de Dios, lo espera todo de la mano del Señor; pero no espera la paga, espera la misericordia. La asamblea recoge la última palabra y, la repite apasionadamente: “misericordia, Señor, misericordia…”. Luego describe brevemente la situación del pueblo o del grupo de fieles: “que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos.”

 

2Co 12,7-10 –  El aguijón – Pablo acaba de recordar sus éxtasis místicos, y para que no caer en la tentación de la soberbia, nos habla de esta enigmática espina en la carne (enfermedad o dificultad). Él ha intentado evadirla; ahora la acepta con humildad. Dios no escoge súper hombres, él trabaja con los hombres ordinarios, que tienen la medida de las condiciones humanas y aceptan todos sus límites. Precisamente, en el plano de nuestra debilidad, es donde vemos al Señor venir a nuestro encuentro.

 

Mc 6,1-6 – Los verdaderos parientes de Jesús – Jesús no había anunciado todavía el Evangelio en su ciudad. Al hacerlo, suscita las mismas contradicciones que había levantado en otros lados: algunos se admiraban de su sabiduría, otros están desconcertados y lo rechazan porque creen conocer su origen. En Mc., este episodio cierra su ministerio en Galilea y lo cierra con un relato de fracaso. Fácilmente se puede reducir a la impotencia a una persona con solo negarle la confianza. La falta de confianza paraliza muchos esfuerzos. Jesús setá “admirado” de la falta de fe en sus paisanos que lo rechazan porque creen conocerlo. Marcos ve en esto la señal de que el evangelio exige una opción y una ruptura. Este episodio cierra Esa gente rebelde ha de saber que “hay un profeta en medio de ellos”. La familia de Jesús, los suyos, su patria y su casa, no son los coterráneos o los parientes, sino aquéllos que creen. El bautismo y la eucaristía hacen de nosotros parte de esta familia.

 

UN MIUNUTO CON EL EVANGELIO

Marco I. Rupnik.

 

Cristo envía a sus discípulos de dos en dos para que su anuncio sea creíble, y los envía pobres, sin dinero, bolsos o alforjas para que su testimonio sea convincente. Al no tener nada sobre lo cual apoyarse, serán testigos de la confianza hacia quien los envía. Es preciso testificar que la única roca segura sobre la que el hombre se puede apoyar es el Señor, y les da instrucciones de que no se pierdan en relaciones complicadas y en discursos con quienes no los aceptarán. Quien espera al Mesías, quien sea consciente de su propia situación y de la urgencia del amor de Dios, ése lo acogerá. La salvación es un acto de libre adhesión al amor de Dios, que se inclina sobre el hombre. Hay que estar atentos para no perder tiempo, energía y a nosotros mismos en discusiones con los que buscan la dialéctica del «pero» y no oír así a los que llaman y piden la salvación.

 

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“La irritación de la gente de Nazareth, que refleja incredulidad, quiere ciertamente resaltar, por así decirlo, de forma indirecta, el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios. El texto cristológico fundamental de 1,9-11 (el bautismo de Jesús y su proclamación como Hijo de Dios), es escarnecido cuando no se acepta el proyecto de Dios y el modelo antitético del orden carnal y espiritual del que nos habla Rm 3,1: “Jesús, hijo de Dios, nacido según la carne del linaje de David y establecido por el Espíritu Santo Hijo de Dios con poder por su resurrección”. (Los nazarenos, pues, niegan la divinidad de Jesús, no aceptan la verdad total. Se quedan en la carne, en lo que ven sus ojos. Lo que importa ahora al narrador, es describir la humanidad de Jesús en cuanto tal como escándalo salvífico, que una vez superado lleva a la salvación” (Josef Ernst).

 

No obstante, el rechazo de Israel, Dios envía su palabra porque es un Dios a su promesa. Jesús el gesto supremo de esa fidelidad de Dios: “A ellos te envío para que les comuniques mis palabras. Y ellos, escuchen o no, porque son un pueblo rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos”, dice el Señor a Ezequiel. Malo cuando ya no hay profetas.

 

La fe y la no fe.  Hace ocho días Mc. nos presentaba la necesidad de la fe para tener acceso a la vida que Dios nos da en Jesús. Para la mujer enferma que padecía flujo de sangre desde hacía tanto tiempo, no basta con tocar a Jesús y obtener su curación física; tiene que llegar a Jesús mismo, verlo cara a cara, conocerlo, es decir, creer en Él, por eso Jesús la busca entre la multitud y al encontrarla le dice: “no temas, tu fe te ha salvado; vete y queda libre de tu enfermedad”. Y al padre, ante la noticia desoladora de la muerte de su hija, Jesús le dice: “no temas, basta que tengas fe”. Así pues, en la perícopa anterior Mc. nos habla de la fe que hace milagros, que mueve montañas, a la que nos invita Jesús. Ahora nos habla de lo contrario, la ausencia de la fe.

 

Jesús llega a su tierra en compañía de sus discípulos y como buen israelita el sábado va a la sinagoga para enseñar y la multitud lo escuchaba y se preguntaba con asombro: ¿De dónde saca éste todas esas cosas? ¿Qué clase de sabiduría le ha sido dada que semejantes milagros realiza con sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago y José, Judas y Simón? ¿No viven aquí entre nosotros sus hermanas? Y estaban escandalizados. Jesús apela a un adagio popular en su tiempo: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Luego viene la consecuencia de la no-fe: no pudo hacer ahí muchos milagros, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Mc. pues, traza estos dos relatos para mostrarnos cuáles son las consecuencias de creer o no creer en Jesús.  La frase siguiente, personalmente es una frase que me ha impresionado mucho: «y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente». La increencia, la no fe, es un misterio, como lo es también la fe, el creer. Se trata de un binomio estupendo: creer o no creer, he ahí el problema. No obstante, esta actitud, el proceso no se cierra, Jesús no se detiene; luego se fue a enseñar a los pueblos vecinos.

 

La madre y los hermanos de Jesús. Es un caso insólito, incluso dentro de la cultura hebraica de aquel tiempo, que de un hijo se mencione sólo la madre; resulta entonces extraño el dato “no es este el hijo de María”. O bien, María era ya viuda o la expresión refleja la concepción extraordinaria de Jesús en el seno purísimo de la Virgen, por lo demás, el relato no quiere dar información sobre las relaciones de parentela de primero o segundo grado; la única cosa interesante es la pertenencia al clan.

 

Los habitantes de Nazareth no aprovechan la oportunidad; en verdad, por un momento, impresionados y temerosos, están en el camino correcto, (de dónde le viene a este todo eso, qué clase de saber es ese, de dónde ese poder de hacer milagros), pero la duda, nutrida del sentido de inferioridad, de resentimiento y celos, aniquila la fe que está naciendo. Se escandalizan de Jesús, es decir, le niegan la fe. los paisanos de Jesús niegan, a fin de cuentas, la encarnación, no aceptan el designio divino.

 

Los nazarenos tienen dificultad en aceptar un Cristo que es uno de ellos, que tiene un oficio y cuya madre y parientes conocen. Un Cristo, en suma, sumergido en lo terriblemente cotidiano, carpintero e hijo de carpintero y que, al mismo tiempo es el Hijo de Dios. Aquél pecado se repite cada vez que rechazamos a Cristo escondido en las humildes realidades del vivir de cada día: el Cristo que se hace presente en el hermano necesitado o de quien tiene una necesidad urgente que exige mi sacrificio y mi dedicación.

 

Entre los pucheros. Hay personas, con tono de añoranza, que afirman que habrían sido muy afortunadas si hubieran podido conocer personalmente a Jesús. Y añaden que su fe sería mucho más fuerte y firme, más contagiosa y misionera, si hubiera sido alimentada por la experiencia incluso física y sensible de haber visto y oído al Señor. Es fácil adivinar lo gratificante que sería para todo cristiano el poder escuchar a Jesús y caminar a su lado y tras Él, como lo hicieron sus inmediatos discípulos, compartiendo sus andanzas, sus signos y milagros. Sería muy gratificante, sí, pero esto no da la fe.

 

El Evangelio de este domingo nos habla precisamente de cómo Jesús no fue aceptado ni creído por los suyos, por sus paisanos. Allá en la sinagoga de su pueblo, al llegar el sábado la multitud se aprestó a escucharle. Pero se preguntaba con asombro: ¿de dónde saca todo eso que nos dice? ¿No es el carpintero, el hijo de la señora María…? Y no le creyeron. Dice el Evangelio que no pudo hacer milagros por la falta de fe de aquellos oyentes y videntes. Dirá entonces Jesús una frase célebre, que ha pasado al decir popular: “nadie es profeta en su tierra, ni en su casa, ni entre su gente”.

 

Lo que hay de fondo en esta cuestión, es la cotidianeidad, la sencillez de cada día en la que Dios se ha querido manifestar y revelar. Acaso si el Mesías se hubiera presentado de un modo estrafalario, estrambótico, con gran parafernalia, a bombo y platillo, con alharaca y ‘tronío’…, entonces habrían aceptado su palabra. De hecho, así esperaban algunos grupos al Mesías.

 

La respuesta de Dios entonces y siempre, suele tener ese tono sencillo y cotidiano. Él puede responder en un momento dado a través de lo extraordinario y excepcional, pero suele responder, más bien, en las personas y avatares de cada día. Quienes le esperaban en la prepotencia y notoriedad política, religiosa, terrorista (que para todo había), fueron incapaces de reconocer el Rostro de Dios y su Palabra en hombre Jesús. Santa Teresa lo dirá con su acostumbrado gracejo diciendo que “Dios está entre los pucheros”. Y eso es lo que nos dice el Evangelio de este domingo: descubrirle en los entresijos de nuestros días laborables y festivos, en el estrés y cansancio de cada día, en los momentos sublimes o vulgares, en lo esperado o en lo sorpresivo. Jesús está mucho más cerca de lo que pensamos, porque también Él es “paisano” nuestro, y camina en nuestras calles, y nos habla en nuestros lenguajes. Pero también hoy, como siempre, sólo los de corazón sencillo y mirada limpia, son capaces de reconocer a quien nunca se marchó de nuestro lado.