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Siempre me parecieron sugestivos estos versos de Bécquer leídos en los tiempos lejanos de estudiante: “Tan medroso y triste/ tan oscuro y yerto/ todo se encontraba …/ que pensé un momento:/ ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!”.  Y es que la muerte se presenta siempre ante el hombre como amenaza y como escándalo.  El hombre ve confluir en ella todos los fracasos, todas las oscuridades, todos los males que forman la heredad de nuestra condición humana; congela y suspende, por igual, los grandes amores, los odios y las ambiciones innobles. Corta el hilo de eso que llamamos vida y nos obliga a dejar pendiente aquello que juzgábamos importante.

 

a). Día de muertos. La Liturgia católica ha consagrado un día especial para la oración por los fieles difuntos; no para entronizar la muerte, sino para declarar su derrota definitiva según la frase del Apóstol: “Muerte ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (ICor.15,54-55). O, también: “El último enemigo en ser destruido, será la muerte” (ICor15,26.), según lo había anunciado Isaías: «Él aniquilará la muerte para siempre» (25,7).   No se trata, pues, según la liturgia católica, de un dato cultural o de estériles remembranzas que en nada compensan, ni de imaginaciones exaltadas, sino de la consideración seria del problema fundamental que, quiérase o no, sépase o no, preocupa y entristece al hombre y, de esta forma, afianzarnos en la esperanza para no entristecernos como los que carecen de ella, (cf. ITes.4,13); después de todo, ¿cuál es el problema más importante de la vida, sino la muerte, el final, el desenlace? ¿no es este dato universal la interrogante fundamental?

 

b). La liturgia sigue los ritmos de la naturaleza en el tiempo donde se despliega nuestra vida. Pasa la primavera, llega el otoño y el sol amaina su fuego y la naturaleza se viste de ocre y oro; el final se acerca. El sueño del invierno, cuando la natura se duerme, advierte nuestro final. Todo es más frío y los huesos duelen y la quietud del hogar se antoja. Sí, como las estaciones, también nuestra vida avanza hacia el sueño del invierno soñando con la beatitud divina y, entre tanto, se descansa ante Dios a la manera del fiel perrito que se recuesta a los pies del Amo, según la imagen el viejo Pasteur. ‘Vientos de Octubre’, – saludos a D. Filiberto -, que presagian el noviembre azaroso y el sueño invernal.

 

c). Una vida muerta. Sí, en cuanto es una vida destinada a la muerte, la vida nuestra, es una vida muerta y, si se trata de sobrevivir, si esta sobrevivencia es sólo una prolongación de esta vida muerta, nada mas parecido a la definición de infierno. Se trataría entonces de una simple prolongación de la muerte; una vida como ésta que tenemos hoy, en la que a diario morimos de muchas maneras, que se prolongara indefinidamente, ¿qué sentido tendría?  El cristianismo es tan audaz, en esta materia que, para superar la pavorosa contradicción de una vida muerta, que se prologara indefinidamente, llega a afirmar: “nadie vive para sí mismo; nadie muere para sí mismo.  Si vivimos, vivimos para Cristo, si morimos, morimos para él.  De tal forma que tanto en la vida como en la muerte somos de él que para eso Cristo venció (resucitó, se levantó), de entre los muertos”. (Rom.14,7-9). Los vigorosos pensadores de la iglesia de los primeros siglos se atrevían a afirmar que la muerte era una invención de la misericordia de Dios para evitar la inmortalidad de la muerte.

 

d). Nuestra cultura maquilla la muerte porque es el único tabú que resta;  para eso inventamos las funerarias para que nos eviten el miedo y el desagradable encuentro con el muerto; nacemos en una clínica, morimos en un cuarto de terapia intensiva vigilados por los ojos fríos de los manómetros y el trato aséptico y burocrático de las cuidadoras y en nuestra cabecera no está un Cristo ni la mano tibia del amigo o la esposa, ni del padre o la madre, ni el hermano, nacemos y morimos en la fría asepsia del hospital.  Y el universalizante, gastado y aburrido discurso religioso, que más que liturgia es un cliché, acaba de poner las últimas pinceladas de la deshumanización y el anonimato; nacemos, vivimos y morimos anónimos.

 

e). La Revelación. La Revelación cristiana no es una explicación entre otras explicaciones que el hombre haya podido dar al enigma de su existencia, no es, como algunos se imaginan, la proyección de nuestras aspiraciones en un cielo fantástico que nos devolvería el paraíso perdido; no se trata tampoco de fáciles compensaciones ante el enigma total.  Todo lo contrario, nos revela a nosotros mismos lo que no sabíamos que éramos.  Nos introduce en una dimensión nueva de la existencia.  Es lo que ocurre de modo muy especial con la resurrección.  No es una cierta concepción de la supervivencia en la que se expresaría la aspiración de los hombres a la inmortalidad como en la reencarnación o el animismo, tampoco se refiere a lo que llamamos la vida ni a lo que llamamos la muerte.  Lo que hace es revelarnos que es la verdadera muerte y que es la verdadera vida.  Y en esto Pascal tiene mucha razón al afirmar: “fuera de Jesucristo no sabemos qué

 

es la muerte, ni qué es la vida, ni quién es Dios, ni qué somos nosotros”.

 

Esta vida es la que Pablo llama “vida espiritual” en oposición a la “vida carnal”, el hombre es espíritu en su alma cuando ésta queda sustraída a la vanidad de pensamientos y sentimientos puramente naturales y se reviste de hábitos divinos que se llaman fe, esperanza y caridad.  El hombre es espíritu en su cuerpo cuando el poder del espíritu tomando su carne frágil la sustrae a la miseria y le comunica misteriosamente la incorruptibilidad.  No hay pruebas científicas, se trata de la estupenda aventura de la fe. En pocas palabras, se trata del futuro del hombre. Esto es lo que celebramos, hacia allá apunta nuestra celebración del día de los santos difuntos. (ver ICor. 5,48-49; 42-43).

 

f). La gloria de Dios es el hombre vivo. Existe un texto del cristianismo primitivo, de extraña hermosura. Pertenece a Ireneo, Obispo de Lyon, (140-202): «Por esto, el Verbo se ha constituido en distribuidor de la gracia del Padre en provecho de los hombres, en cuyo favor ha puesto por obra los inescrutables designios de Dios, “mostrando a Dios a los hombres, presentando al hombre a Dios”; salvaguardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre tuviera siempre un concepto muy elevado de Dios y un objetivo hacia el cual tender, pero haciendo también visible a Dios para los hombres, realizando así los designios eternos del Padre, no fuera que el hombre, privado totalmente de Dios, dejara de existir porque la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios. En efecto, si la revelación de Dios a través de la creación es causa de vida para todos los seres que viven en la tierra, mucho más lo será la manifestación del Padre por medio del Verbo para los que ven a Dios”. Esto es el cristianismo puro, prístino, bellísimo, sugestivo, desprovisto de la herrumbre y de la burocracia de la religión.

 

g). ¡Un Sencillo artificio! Genial, escribía D. J. V. en un ensayo: “En realidad, y desde el punto de vista del Creador, la resurrección no es otra cosa que un sencillo artificio que transforma los elementos de que se compone la vida y los subordina a una especie de movimiento continuo que es el espíritu y para alimentar el cual no es necesario allegar combustible. En ese carácter celeste coinciden movimiento y perennidad; en ella la existencia se hace definitiva, como un fuego que no se agota y arde pero no quema. Esta alquimia nueva del existir opera en el milagro de la resurrección. Si no hubiese resurrección, el concebirla es ya la mitad de su existir: pero la fantasía cumple su término cuando logra la coincidencia de ilusión y realidad”.

 

Nuestros muertos, pues, “no se quedan tan solos”; la comunidad ora por ellos, siempre, en cada misa tienen un lugar especial, ora por todos, también los que quedan olvidados en las morgues, en las tumbas clandestinas, en las tumbas comunes, por todos aquellos “cuya fe solo tú, Señor, conociste”. No, nuestros muertos no están tan solos. Nosotros oramos por ellos y ellos por nosotros, según el dogma de la “Comunión de los Santos”.

 

«¿Por qué vacila todavía la fragilidad humana en creer que un día será realidad que los hombres vivirán con Dios? Lo que ya se realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres». (S. Agustín).

 

“Solo en ti, mi vida será plenamente viva”, concluía el Obispo de Hipona.