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Como toda realidad humana, el culto cristiano se despliega en el tiempo según los grandes ritmos del día, de la semana y del año. De esta manera comprendemos que el año litúrgico es, en realidad, el marco de una vida consagrada. Es la organización cristiana del tiempo. Por él, nos situamos religiosamente en el tiempo. De ahí la importancia de que sepamos orientarnos en él.

 

En la encíclica Mediator Dei, Pío XII definía así el año litúrgico: «El año litúrgico es Cristo mismo que persevera en su iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo el bien, con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios, y por ellos en cierto modo vivan. Estos misterios están presentes y obran constantemente como nos lo enseña la doctrina católica…son fuentes de la divina gracia por los méritos y las  oraciones de Jesucristo, y perduran en nosotros por sus efectos….»

 

El ciclo de la espera.

El ciclo abierto por la efusión del Espíritu santo sobre la comunidad apostólica el día de pascua propiamente hablando no se cierra. Permanece abierto sobre el futuro. El año litúrgico termina en la espera de la gran epifanía del Señor cuando vuelva con gloria al fin de los tiempos (Mt. 24,15-30; Mc. 13, 24-32; evangelios del domingo XXXIII durante el año). «Entonces se habrá consumado el misterio de Dios» (Ap. 10,7). Este ciclo tiende hacia una epifanía de glorificación.

 

El último ciclo del año litúrgico, el más largo, es pues, un ciclo de esperanza, un ciclo profético, iluminado por la visión de «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» venidos de «la gran tribulación» a la Jerusalén celestial. «Y gritan con fuerte voz: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero». (Ap. 7,9-10), lectura de todos los santos. El pueblo de Dios se encamina a través de los sufrimientos de esta vida hacia esta epifanía suprema del amor divino. Entonces, escribe todavía san Juan, «el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos». (Ap. 22,5)

 

Esta suprema epifanía del Señor se prepara desde ahora en la iglesia. San Pablo nos muestra el cuerpo de Cristo «realizando el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor». (Ef. 4,16). San Juan, a su vez, habla del vestido de la esposa tejido con vistas a las bodas del Cordero: «La esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura». Y precisa san Juan: «El lino son las buenas acciones de los santos». (Ap. 19,7-9) Crecimiento del cuerpo en la caridad en vistas al «hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef. 4,13),  preparación del vestido de las bodas, tal es el contenido del tiempo de la iglesia. A través de los siglos, ella avanza y trabaja, fija la mirada en su Señor, del que, sea cual sea el tiempo de su historia, sabe que «pronto vendrá». (Ap. 22,20).

 

El itinerario inmenso que nos hace reconocer el año litúrgico va del proyecto eterno del amor divino y de la encarnación de Cristo hasta su venida gloriosa con la multitud innumerable de los elegidos. Sobre ese horizonte se proyecta nuestra vida y nuestra acción.

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Todos los Santos.

Ap. 7,2-4.9-14; Salmo 23; 1Jn. 3,1-3; Mt. 5,1-12a

 

«Esos vestidos de blanco ¿quiénes son y de dónde vienen? (Ap. 7,13) Es necesario responder a esta pregunta si queremos que la fiesta de Todos los Santos no sea un sueño desligado de la realidad de nuestra existencia, sino la celebración de aquello hacia lo cual nos dirigimos nosotros. Porque esta fiesta, es la fiesta del Santo en potencia que hay en cada uno de nosotros.

 

En efecto, hay muchos errores de prospectiva que debemos corregir a propósito de los Santos.  . El primero es el de imaginar solamente su condición final, con una aureola en la cabeza, colocados en un altar o en la gloria de su canonización. En realidad, los Santos están en medio de nosotros, aunque «aquello que seremos al final no ha sido revelado todavía» (1Jn. 3,2). Los Santos pertenecen en primer lugar a la tierra, a ese pueblo en camino que viene de la gran tribulación de la vida y sube, en un cortejo ininterrumpido a la ciudad definitiva.

 

Con frecuencia cometemos el error de considerar a los Santos como superhombres, que se elevan por encima del común de los mortales, con sus milagros y con su extraordinaria fuerza de ánimo. Aún en esto, si se ve con cuidado, se da uno cuenta que ni siquiera en ellos los defectos del carácter han sido vencidos o abolidos del todo.  Ningún Santo, por Santo que sea, supera del todo la condición humana. La suya, es una lucha de fidelidad continuada a la gracia que actúa.  San Agustín acuñó la frase que decimos en el prefacio de los santos: «Porque al coronar sus méritos, coronas lo que tú mismo has hecho, coronas tus dones». En efecto, la santidad no es más que el triunfo de la gracia en la debilidad humana.  La santidad, a fin de cuentas, no es más que una pasión convertida; adecuándose a nuestra vocación divina, la santidad llega a ser capaz de operar en nosotros profundas transformaciones, fruto de la gracia y de nuestra libertad.

 

San Bernardo describía a la iglesia, entre las dos venidas del Señor, como «ante et retro ocultata». Con la iglesia también nosotros debemos saber mirar hacia atrás, hacia el ideal de las bienaventuranzas, que al mismo tiempo dirigir la mirada hacia adelante, hacia la multitud del apocalipsis, a la que nos unimos cuando, con un gesto de hombres libres, nos arrodillamos delante de aquél Dios que quiere «ser todo en todos».  (A este propósito remito a un artículo que compartí con ustedes a propósito de Carlos de Foucauld)

 

Síntesis. Ap. 7,2-4.9-14

Una fiesta sin fin. Una inmensa fiesta popular en la que se aclama a Dios y se encuentran todos los hermanos: Es así como San Juan nos presenta el paraíso. Imágenes que evocan la plenitud después de la miseria, el reposo después del cansancio, la gloria después del martirio, la seguridad y el amor después de las penas y dificultades.  Es la paz que el hombre tendrá cuando haya encontrado aquél que es la vida misma. Imágenes elocuentes que expresan la gloria de todo hombre ante el Padre del cielo, al amor en persona. Entonces el tiempo, fuente de inquietud o de esperanza dudosa, desaparecerá. La alegría no conocerá más que un presente sin fin.

 

Salmo 23.  Pieza litúrgica en acción con dos grupos de participantes: un grupo se acerca en procesión a las puertas del templo; otro grupo los recibe y les abre. El P. Alonso hace la siguiente trasposición cristiana.

 

El templo de Jerusalén y sus ritos no eran más que sombra, preparación e imagen de Cristo, verdadero templo de Dios, verdadero rey de la gloria por su resurrección gloriosa. En Cristo, Dios se hace presente a los hombres, y en el acto litúrgico, en el sacrificio cotidiano, en el ritmo anual del adviento, Cristo vuelve a venir a su Iglesia: la iglesia lo trae como en una procesión, y él viene a los suyos. Pero también los suyos han de buscarlo sinceramente: bienaventurados los «puros de corazón», porque ellos verán a Dios. Todo el tiempo de la Iglesia es de nuevo preparación y símbolo de la consumación celeste: por eso el salmo puede ser proyectado hacia la parusía, cuando el Señor de la gloria se manifestará para instaurar su reino celeste; también entonces declarara las condiciones para entrar y él mismo guiará la procesión gozosa, final de todas las liturgias.

 

1Jn. 3,1-3.- Es un hecho realizado. Como la resurrección de Cristo no es una realidad clara, evidente para todos, sino que es un objeto de fe, así la vida nueva del cristiano no es para todos una realidad concreta y tangible.  Y aquellos que se rehúsan a reconocer a Cristo se cierran a la posibilidad de reconocer también la vida de Dios presente en los Santos y en todos los verdaderos creyentes. Mucho depende de nosotros: si verdaderamente vivimos como hijos de Dios, manifestemos el amor del Padre e invitemos a los hombres a reconocerlo.

 

Mt. 5,1-12a.- La revancha final.  He aquí la puerta de ingreso al Reino de Dios. Pasarán por ella solo los pobres, los pequeños, los humildes, los mansos, los oprimidos. Estas bienaventuranzas nos remiten directamente a la situación angustiosa de los hebreos en Egipto, los cuales, según el libro del Éxodo, eran pobres, esclavos, perseguidos, hambrientos, aplastados a grado de no poder más. Más, para estos desventurados, de ayer y de hoy, ha llegado el Libertador. Las bienaventuranzas son por lo tanto como otra Pascua, el anuncio de una novedad, de una esperanza realizada, de una liberación cumplida. Pero no ha desaparecido el largo cortejo de aquellos que están cerca de la desesperación.  Pensemos tan solo en el sonado caso de los jóvenes desaparecidos en Guerrero y que se multiplican por miles en la República; buscar a Cristo significa unirse a ellos, tomar su defensa y servir a su esperanza.

 

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