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Mal. 3, 19,20; Sal. 97; 2Tes. 3,7-12; Lc. 21,5-19

 

¡Estén atentos y
levanten la cabeza!

 

Aunque muchas cosas se derrumben, no debemos evadirnos de la historia: el fin del mundo no es todavía el fin del mundo. Permanecer firmes en el Señor no obstante todas las travesías de la existencia, es lo que cuenta; y, ¡no defrauda!

 

Mal. 3, 19,20 El día del Señor – El día del Señor no está lejano y se nos manifestará después de la oscuridad de la noche; y todos nosotros, a su resplandor, manifestaremos nuestro verdadero rostro, lo que verdaderamente somos. Entonces, si uno es pobre, será enriquecido, si uno sufre, será consolado, si es pequeño, será grande, si es misericordioso, alcanzará misericordia.  Y el que ha permanecido fiel, será recompensado.

 

 Sal. 97; Himno al Señor rey – Leemos los vv. 5-6.7-9. El salmo completo contiene dos estrofas. Comienza según la fórmula clásica, invitando a las alabanzas y enunciando el motivo. Las victorias de Dios son acciones salvadoras en la historia: el brazo de Dios se manifiesta con poder irresistible. Y la victoria, ganada para salvar a un pueblo escogido, es revelación para todas las naciones; porque es una victoria justa, es decir, salvadora del oprimido y desvalido. Esta victoria histórica no es un hecho particular, sino un punto en una línea coherente de amor: el Señor es fiel a sí mismo, se acuerda de su fidelidad. Su amor por Israel es revelación  para todo el mundo.

 

Segunda estrofa: intermedio orquestal (4-6) con aclamaciones del pueblo al Señor rey: “Aclamad al Señor, tierra entera,/ Gritad, vitoread/ tocad”. Luego la naturaleza es invitada a la alabanza. El salmo culmina en la venida del Señor a establecer su reino en la tierra: un reino de justicia y rectitud. Su transposición cristiana es fácil pensando en Cristo Rey.

 

2Tes. 3,7-12. Pan al que trabaje – No hay lugar para el parásito, para los que viven a costa de los otros y andan sembrando discordias. Trabajar es conquistar la propia libertad, hacerse digno, hacer habitable el mundo y posible la vida, tener algo qué ofrecer y compartir. Esperar y anunciar otro mundo no puede ser un pretexto para la ley de la vida ni un motivo para juzgar todo desde ‘lo alto’. El que no trabaje, que no coma, y punto.

 

 Lc. 21,5-19. La esencia del cristianismo – «Tienen que suceder estas cosas» … Jesús se sirve muchas veces esta frase para anunciar, sea la pasión que le espera, sean las persecuciones a los primeros cristianos; la usa también para profetizar la destrucción de Jerusalén y el derrumbe de los muros hermosos del Templo. Jesus no promete a los suyos el éxito, que simboliza un templo colosal; al contrario, ellos no serán verdaderamente sus discípulos si no saben afrontar como él, el furor de los ‘grandes’ y fiarse de la sabiduría del evangelio, sin otro apoyo que la fuerza de la convicción.

 

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“El más allá, – decía ya en su tiempo Soren Kierkegaard -, se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no solo ya nadie respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta tal punto que se bromea incluso pensando en que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia entera”. Sin embargo, nosotros creemos en “el mundo futuro”; «vitam venturi seculi». Algo difícil, en verdad. Este tema se apodera de los últimos días del año litúrgico traduciéndose en oportunidad de catequesis. Incluso, deberíamos implementar retiros con nuestras comunidades con este tema.

 

A pesar de todo, la historia de los hombres va siempre adelante polarizada por una grande esperanza: un mundo más justo y más fraterno, donde la alegría y el amor se nos ofrezcan en plenitud. ¿Pero no será esto una ilusión? Para los cristianos es una esperanza. Mirando el futuro, los cristianos adivinan un final luminoso, fundado en la promesa divina que no defrauda. Es esta desembocadura final lo que nos proyecta el año litúrgico en su etapa última. Será el gran día del Señor.  Todo pasará trámite el juicio que pondrá cada cosa en su lugar (1era lectura).

 

Será, al mismo tiempo, el momento terrible de crisis final: Jesús, uniéndolo a la destrucción de Jerusalén lo encuadra en un escenario bíblico que nos hace pensar en una catástrofe cósmica. Pero, en realidad, será el triunfo definitivo de la justicia. Ante este final se impone una exigencia fundamental: la perseverancia. Es el único modo de acceder a la salvación (evangelio). Sin embargo, esta espera no suprime el compromiso con las realidades terrenas, sino que lo hace más urgente. No puede ser un estímulo para la falta de compromiso, como lo hacían los tesalonicenses, sino un estímulo para el trabajo. “El que no trabaje que no coma” (2ª Lec).

 

El día del Señor, es un tema recurrente a lo largo de la Biblia. Primero es visto como una intervención del Señor a favor de su pueblo. Bien pronto el horizonte se alarga: se convierte en el día final de la historia entera, esa historia que Dios guía hacia su plenitud. Después del acontecimiento de Cristo, la espera de ese evento toma una nueva coloración: será Jesús glorificado el que ha de venir bajo los rasgos del hijo del hombre de Daniel. En él, todo el fluir de la historia encuentra a un tiempo su sentido y su plenitud. El tiempo también es redimido y deja de ser el eterno retorno.

 

La grandeza y el horror de aquel acontecimiento son descritos con imágenes tomadas de los profetas y con un sabor apocalíptico intenso: habla de violencia, persecución, destrucción. Parecen confluir ahí los sufrimientos de todos los tiempos. Aparece como una catástrofe inmensa en la que el mundo, como una vieja carcasa, se derrumba. Estos elementos forman parte de un lenguaje tradicional, llamado apocalíptico que no se ha de tomar al pie de la letra; en todo caso es sólo el fin de un mundo. De sus cenizas nacerá uno nuevo, maravilloso: los cielos nuevos y la tierra nueva de que habla Isaías y cuya idea retoma el Apocalipsis. Sobre todo, un mundo viejo, cerrado a Dios será destruido. Para aquellos que han aceptado la propuesta de vida divina, será un nuevo nacimiento: el ingreso a un mundo nuevo, el mundo del Resucitado.  El comentario de R. Meynet es el siguiente:

 

  1. ¡Atención! No se dejen engañar.

Ciertamente el templo es bello y Jesús no lo niega. Pero advierte a sus interlocutores de no dejarse atrapar por las apariencias porque éstas son efímeras. Sin duda ellos no han comprendido el sentido de las palabras de Jesús que anuncian el fin del templo, porque Jesús no responde a sus preguntas. No dice cuándo sucederá esto ni cuáles serán los signos que anuncien su llegada. Por el contrario, él los pone en guardia contra todo lo que podría ser interpretado como signos del fin. Las preguntas hechas a Jesús no son correctas, de la misma manera que la admiración ante la suntuosidad del templo no es pertinente. Ahí están las guerras y todas las catástrofes: ciertamente se darán muchas cosas de este género, ciertamente, también el templo será destruido. Por lo tanto, hay que tener cuidado de creer que esto indica el fin de la historia como lo anunciaron los falsos profetas.

 

  1. Reconocer la «Presencia».

La apariencia puede cubrir la realidad, la belleza de las piedras y del templo pueden acaparar la mirada e impedir ver lo único importante. ¿Qué es lo que cuenta, la casa o aquél que la habita? Si el anuncio del fin del templo presenta un cierto interés, ¿no es precisamente porque hace volver la mirada a lo esencial, a la «Presencia»?  El final no debe hacer olvidar al «Presente», de la misma manera que, el presente perecible no ha de impedir contemplar a Aquél que no pasa. De la misma manera que el porvenir no debe apartar de lo que nos ha sido dado ahora. ¿Es necesario ver los acontecimientos, aun los más espantosos, guerras, terremotos, pestes, hambrunas, es necesario esperar lo peor de sus profetas, para escuchar la voz que ahora habla y llama? No es el momento en que han de escucharse estas voces y las voces futuras. Lo que cuenta, es la voz del que habla ahora, (Jesús), la única que puede decir la verdad. “Soy yo” o “Jesús”.  Es ahora y no mañana cuando “el momento se acerca”.  No hay nada más tras lo que debamos ir.

 

  1. El testimonio.

Los discípulos serán perseguidos a causa del nombre que llevan. Ellos van a sufrir, incluso serán llevados a la muerte, no por alguna idea, por alguna doctrina sino por adhesión y fidelidad a la persona de Jesús. Una persona por la que ellos están prestos a sacrificar todo lo demás, su libertad, incluso los lazos más queridos de la amistad y del parentesco y hasta la propia vida. En la prueba sufrida por su pertenencia a Cristo, ellos saben que pueden contar con el apoyo de Aquél en quien han puesto toda su fe y su esperanza. El testimonio que ellos dan seré el mismo de Aquél por el cual ellos sufren la contradicción. Ellos reciben la certeza de que Jesús mismo hablará por boca de ellos, que él será el testigo irrefutable al centro del testimonio de ellos. En ellos y por ellos, Jesús continuará testimoniando ante los hombres el amor, sosteniendo y testimoniando Aquél que es la fuente de toda sabiduría, Aquél en quien, como su Hijo,  ha puesto toda su confianza.

 

Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Según san Ignacio de Loyola, el sentido de lo creado se debe buscar en el fin para el que el hombre ha sido creado. El hombre es creado para la unión con Dios mediante la oración y el trabajo. El enemigo de la salvación humana tratará de convencer al hombre de que él es el artífice y el epicentro del universo, y que, por lo tanto, la tierra le pertenece. De este modo, la creación se convierte en lugar de apego y de posesión y, por tanto, de muerte. Por este motivo, la existencia del hombre sobre la tierra no tiene un final feliz, sino que está marcada por el drama. De hecho, Jesús nos dibuja un escenario preocupante, doloroso, arduo, pero en el fondo se trata del amor de Dios que intenta todos los caminos para que el hombre se trasplante en él, única roca segura. San Gregorio de Nisa llega a decir que el oscurecimiento del sol y el empobrecimiento de las estrellas significa el hundimiento de los últimos puntos de referencia que cada uno, durante la vida, se crea, y cuando éstos caen, llega el Adviento, es decir, viene el Señor, aquel que es y que sigue siendo eterno.