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Is. 42,1-4.6-7; Sal.28; Hech. 10.34-38; Mt.3,13-17.

Is. 42,1-4.6-7. He aquí a mi Servidor. Es el “Primer Canto del siervo”. Es muy probable que el “siervo” represente aquí al pueblo de Israel, disperso entre las naciones hostiles y en búsqueda de su destino. El profeta ha dicho: la dispersión (es decir, la condición del hombre en cuanto inestable y contradictoria) es la oportunidad ofrecida al pueblo para servir a Dios haciéndose su mensajero, sobre todo en el ejercicio de justicia, del perdón, de la reconciliación. Cuando el Espíritu se  pose sobre Jesús, el Bautista y después los apóstoles, descubrirán en él el verdadero “siervo” de Señor, su predilecto, a través del cual el Padre nos habla y nos lleva a la Nueva Alianza, en la justicia, en la verdad, en la liberación.   

Sal.28,1-2.3ac-4.3b y 9b-10. En la tormenta ha experimentado el hombre la preencia de Dios fuerte: su voz es el trueno, casi corpóreo y activo. Al mismo tiempo siente el hombre la trascendencia de Dios, que está por encima de la tormenta, dominador y en clama. Para el uso litúrgico, estiliza la tormenta en siete truenos (salmo completo) que se suceden irregularmente, y en unas cuantas imágenes de la naturaleza conmovida.

En el N.T., recordemos la voz de Cristo que impone silencio al mar encrespado, Mc.4,39; y la voz potente de Cristo en la cruz descrita como teofanía por Mt.,29,50. Y también la voz del Espíritu el día de pentecostés. Estas voces no invitan a aclamar la gloria y el poder del Señor, pero también nos enseñan a escuchar en la tormenta un eco y resonancia del poder del Señor

Hech. 10.34-38. Derribar las barreas. Impulsado por el Espíritu y a pesar de él, Pedro derriba la barrera que separaba a hebreos y paganos. Cristo ha resucitado y se ha revelado como un mesías, ya no de un pequeño pueblo, sino Señor de la humanidad entera. Y, ahora, en la iglesia, ¿dónde actúa el Espíritu? Ahí donde se está plenamente convencido del contenido universal de la resurrección y que se atreve a encontrar otros hombres y compartir su búsqueda de verdad y de alegría: dondequiera que se da un diálogo respetuoso con otras personas y otras culturas, no porque se obligue o se maldiga, sino porque se está abierto ante ellos.

Mt.3,13-17. Hombre total y completamente. Si no acepto morir renuncio a la posibilidad de vivir. En todas las religiones, la inmersión en el agua expresa esta adhesión a la condición humana, con todas sus contradicciones y la conciencia de la propia miseria. A sus contemporáneos, que esperaban un mesías que los sustrajese del juicio inminente, el Bautista les recuerda que no hay salvación si no se acepta la condición humana. Jesús se adecúa a tal disciplina simbolizada en el rito bautismal, no porque tenga necesidad de convertirse y hacer penitencia, sino para ser un hombre total y plenamente, sin reservas ni privilegios.

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Con la fiesta del Bautismo del Señor se cierra el ciclo de la Navidad. El bautismo de Jesús nos remite a nuestro propio bautismo. Juan bautizaba con un sentido penitencial y Jesús, descendiendo a las aguas del Jordán, manifestaba su deseo de unirse a todo hombre. Quienes acudían a recibir el bautismo de conversión reconocían su necesidad de ser salvados: se sabían pecadores. No es el caso de Jesús, que no conoció pecado. Sin embargo, pidiendo ser bautizado por Juan, Jesús indica que viene a salvar a los pecadores y que él sí que tiene poder para hacerlo. Lo simbólico pasará a ser real, porque el bautismo cristiano operará nuestra transformación en virtud de la sangre de Cristo.

Con su gesto, el Salvador se acerca a los que deben ser salvados. No podemos dejar de admirarnos de la ausencia total de prevención por parte del Señor.  Desciende hasta el cauce del río como signo de que va a venir a lo más profundo de cada uno de nosotros para sanarnos. Jesús suprime la distancia entre Dios y el hombre. Con su humanidad establece un puente, como le gustaba señalar a santa Catalina de Siena, para que el hombre pueda pasar por él.

Cuando Jesús sale del agua se abre el cielo y desciende el Espíritu Santo en forma de paloma. Entonces su humanidad queda ungida por el Espíritu Santo, como recuerdan las lecturas. Después Jesús nos enviará también el Espíritu Santo para que nos guíe en el camino de la vida cristiana. Por eso, al finalizar el ciclo de la Navidad, donde hemos contemplado la infancia de Jesús, somos invitados a reconocer que el Señor está con nosotros acompañándonos cada día. Dice san Pedro: Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo. El bautismo nos da la vida de hijos de Dios y por ello podemos obrar bien continuamente no por nuestras solas fuerzas, sino conducidos por el Espíritu Santo. La vida que se inicia con el bautismo, con el que se nos da gracia y recibimos las virtudes infusas, así como los dones del Espíritu Santo, está llamada a crecer. Es el camino de la santidad. Dios está con nosotros en lo más íntimo.

La voz del Padre proclama: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Con estas palabras no sólo se señala la dilección del Padre por el Hijo. Se confirma también que Dios quiere que su Hijo, precisamente ese Hijo que se ha unido a la cola de los pecadores, esté presente entre los hombres. En esa teofanía trinitaria se revela el amor de Dios por el hombre concreto. Dios no ama al hombre ideal, sino a cada uno de nosotros y no nos repudia por nuestro pecado. Como dice Isaías, no viene a quebrar la caña cascada ni a apagar el pábilo vacilante. Viene a restaurar lo que se había estropeado. En la proclamación del Padre que nos invita a mirar al Hijo amado, escuchamos también una llamada a ser  amados en Jesucristo. En él está toda nuestra esperanza y nosotros podemos beneficiarnos del amor del Hijo. Jesús entregará su vida en la cruz para comunicar ese amor, que nos llega de forma singular por el sacramento del bautismo.

Nesmy afirma cómo el paso, – pascua -, del mar Rojo y del Jordán para entrar en la tierra prometida, simbolizan el bautismo cristiano. Como entonces, también ahora el Señor hace un alianza nueva y definitiva. El bautismo del Señor, según este autor, apunta sin más al misterio de la Cruz; él llama bautismo a su muerte: “tengo que recibir un bautismo…”. El bautismo, no debemos olvidarlo, es participación en la muerte de Jesús, en su sepultura, a fin de participar también resurrección. En el bautismo del Señor vemos también una teofanía trinitaria, al igual que en el nuestro cuando nos convertimos en templos del Espíritu; somos hechos hermanos de Jesucristo y coherederos con él de la herencia eterna. Ya no es la religión como tal, ni la sangre, sino la fe la que nos hace hijos de Dios.

Juan se resiste: “yo soy el que debe ser bautizado por ti, y tú vienes a mí”. Pero Jesús no opina así: y responde, “conviene que cumplamos con toda justicia” (Mt.3,15). Esto nos remite a la pasión, puesto que solo la muerte de Jesús cumplirá verdaderamente toda justicia. El Salvador atribuye, pues, al  bautismo la misma eficacia redentora que a esta misma muerte, ya que es su sacramento: todo tiene su virtud, pero en forma redentora, añade Nesmy.

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Un minuto con Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ 

Jesucristo, en las aguas del río Jordán, es el Señor inmerso en el mal, en la muerte, porque está inmerso en el pecado de la humanidad. La paloma que baja sobre él es el amor, según el simbolismo del Antiguo Testamento; y en la revelación trinitaria, el amor del amor de Dios es el Espíritu Santo. La voz desde el cielo revela al Padre y hace explícito que Cristo es el Hijo, aquel en quien el Padre se ha complacido porque él, como Siervo obediente, realiza el amor de Dios entre los hombres. Se recuerda aquí el dicho del profeta Isaías: «Éste es mi siervo, al que sostengo, mi elegido, en quien me complazco; sobre él he puesto mi Espíritu: llevará el derecho a las naciones. No gritará, no levantará la voz ni la hará resonar por las plazas. No romperá la caña quebrada ni apagará el pábilo vacilante; proclamará el derecho con firmeza; no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar el derecho en la tierra».