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 EL LENGUAJE

 

La Exaltación.

Con el término Exaltación se traduce una palabra griega que significa: ser levantado en alto; ser puesto en lugar principal. Y con esta palabra, entre otras, designa el N.T. el triunfo de Cristo sobre la muerte, es decir, su resurrección de entre los muertos y su entrada en el ámbito divino: “Exaltado a la derecha del Padre”. El verbo griego que traducimos por resucitar, significa sencillamente, ponerse de pie, levantarse. Expresiones como primogénito de entre los muertos, bajó a los infiernos, el Viviente, son comunes para expresar lo inefable. Claro, más allá de la palabra, está la realidad.

 

Lenguaje simbólico.

No tenemos una experiencia de la “resurrección”; jamás hemos visto a alguien que venga del “más allá” y nos cuenta su experiencia. Se explica que la gente se aglomerara para ver a Lázaro al que Jesús trajo de nuevo a “esta vida”, (Jn.12,9), por lo cual no podemos hablar de una verdadera resurrección. Pero, ¿qué es y cómo se expresa semejante realidad? El lenguaje humano no tiene posibilidad alguna para expresar algo de lo que no tiene experiencia. Entonces se tiene que recurrir a los “símbolos” que son imágenes, analogías, expresiones metafóricas. Los símbolos representan la tensión – propia de cada experiencia – entre lo determinado y lo indeterminado, entre lo particular y lo total, entre presente y futuro, entre lo que se ha vivido y se intenta traducir en palabras. De tal manera, pues, que para orientarnos en ámbitos que no podemos dominar con la mirada tomamos imágenes de determinadas experiencias que nos han impresionado y las transponemos. A la postre, tal es el origen del mito.

 

Lo dicho se aplica cabalmente a la “experiencia de resurrección”. No nos extraña entonces, que el N.T. se mueva en una forma imprecisa al hablar de la resurrección de Jesús. A través del lenguaje que se resiente de la apocalíptica y del mito, el N.T. expresa la verdad: Jesús ha vuelto de la muerte; está vivo, ha penetrado y destruido el reino de la muerte. «¿Por qué buscan entre los muerto al que está vivo?» (Lc. 24,5). En realidad, el cristianismo ha reventado lenguaje humano obligándolo a expresar aquello que lo rebasa. Bajo la influencia del evangelio, y en la medida en que las generaciones cristianas buscaban asimilar su sustancia, se asiste, por lo tanto, a una evolución del lenguaje como no ha existido nunca, que toma la forma de una «completa revolución». Nadie, antes, había intentado expresar es de “resucitar de entre los muertos”. (ver: Mc. 9-10). El discurso de Pablo en el Areópago, en Atenas, ante la intelectualidad, termina así: «Al oír lo de la resurrección de los muertos, uno se burlaron, y otras decía: te escucharemos sobre este asunto en otra ocasión» (Hech.17,32). El juez Festo, que lleva el caso de Pablo en Cesarea, se decepciona y le dice al rey Agripa: “Yo creí que se trataba de algo importante, pero se trata solo de un tal Jesús, muerto, que Pablo insiste en que está vivo» (Hech. 25,18.19).

Miedo, desconcierto, incredulidad.

Y esto no debe extrañarnos. La resurrección no está en el campo de nuestra experiencia, no es algo “positivo”. Cuando se leen los relatos de la resurrección, cualquiera de ellos, lo que aparece es desconcierto, duda, miedo imprecisión y silencio; las mujeres, las primeras en llegar al sepulcro, lo encuentran vacío y creen que se ha robado el cuerpo de Jesús; huyen y guardan silencio. Luego hablan de ángeles que se les aparecieron, todo es confusión y sólo llegan datos vagos. Todo adquiere la dimensión de lo irreal. Cuando Mateo relata la aparición del Resucitado se siente obligado a reportar que “también estaban ahí los que seguían dudando”. Además, los relatos están fraguados con un leguaje densamente simbólico, sublime y de insuperable factura, sí, pero simbólico al fin, que exige una ardua tarea de interpretación. Nos queda el recurso sublime de la poesía, reino de la imagen, del símbolo, de la metáfora.

 

Solo queda el testimonio.

En una discusión con los corintios, que negaban la resurrección, Pablo forjó esta fórmula clásica: «Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no tiene contenido y vuestra fe tampoco. Somos los más vilmente engañados de los hombres». Más adelante dice: «Si Cristo no ha resucitado vuestra fe es ilusoria y estáis aún en vuestros pecados».

 

No obstante, en los creyentes surgen dudas, entonces como ahora, sobre la forma, sentido original e historia del hecho. Más ahora cuando la ciencia choca con el mundo de ideas e imágenes en que vienen envueltos los relatos de la resurrección. Falta todavía un inmenso trabajo exegético para acercar al pueblo la verdad fundante. Ciertamente el dato fundamental, el dato sobre el que descansa el edificio cristiano, nos llega a través del testimonio de “unos” que dijeron que se les apareció. “Yo les transmito lo que, a mi vez, recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las escrituras; que fue sepultado y que resucitó, según las escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce” (ICor.15,3-5); esta es la profesión escrita de fe más antigua del cristianismo, (al rededor del año 50), y ya era asumida como una “tradición”.

 

Necesitamos el lenguaje de un Oscar Wild, el mundo del simbolismo, para referir la resurrección de Jesús. Sugerir, mostrar para que el lector responda. Es lo que hace Juan con el relato sublime del encuentro entre Tomás y el Resucitado.

 

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Un domingo….

Un domingo, el mismo de la resurrección, ya el sol se ponía y comenzaba la noche, los vendedores levantaban sus puestos, el Templo ya cerrado y la gente comenzaba a recogerse. Era de noche; la luna llena sacaba brillo a las piedras de las murallas que rodean la ciudad. El viento del oriente traía calor y arena. Los discípulos estaban encerrados en algún lugar, con las puertas atrancadas por el miedo, acobardados, encerrados también en sí mismos, callados como quien huye de una pesadilla. El silencio los cubría como una tumba. Reflejo del miedo que todos tenemos al desengaño, a confesarnos el fracaso; las mismas palabras pueden decir aquello que tememos. La oscuridad lo envuelve todo y parece protegernos, los perfiles de las cosas se pierden, todo adquiere tintes vagos. Se presentó Jesús en medio de ellos, súbita, prodigiosamente, como surgiendo de la nada, brotando de la oscuridad misma; fue adquiriendo formas más precisas; las puertas cerradas no se habían movido. Mezcla de asombro y de tímida alegría, después de todo, no se puede creer siempre; experiencia indefinible: ¿Qué es esto?, ¿será él, de veras? ¿No será una creación de nuestro desamparo, una ilusión compensatoria fruto de nuestra desesperación, de nuestro fracaso, de nuestro miedo?, pensaban los discípulos. El recién llegado presenta su tarjeta de identidad: la huellas de los clavos que aún conserva. Una alegría desconfiada comienza a apoderarse de su espíritu atormentado. ¿Será cierto lo que nos dijeron nuestras mujeres? Los saluda con la paz. Comprende su desconcierto y trata de animarlos. En realidad, ha sido algo terrible, les dice. Fue como un naufragio; por momentos pareció que todo había sido inútil, que junto conmigo quedaba sepultada toda esperanza. El abandono de mi Padre fue la peor sensación de fracaso, de miedo. Las fuerzas de la muerte desataron toda la furia de que son capaces, yo mismo tuve miedo. Sólo la confianza inquebrantable en mi Padre, a pesar de todo y contra todo, me sostuvo en los momentos más oscuros y difíciles. Así tenía que ser; se los dije; recuerden. Ahora, todo es nuevo. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo. Ellos ven y oyen atónitos; después de todo es una aparición, tan inconsistente como todas las apariciones.

 

Sin embargo, todo parece tan real; y el diálogo se prolonga. «No tengan miedo», le dice. Y es el miedo lo domina la escena. Después de todo, una aparición no es tranquilizante. Su voz es suave, tranquila; algo hay en ella que invita a la cercanía y a la fe, tiene el mismo acento que aquella voz que escucharon en la riveras del Lago, que arrastró las multitudes, que curó a los infelices, que devolvió la esperanza a los pobres de la tierra. Que levantó a la mujer devolviéndola a su prístina dignidad. Pero algo nuevo había en ella; un nuevo imperio, como si tuviera la fuerza originaria de aquella Palabra que creó los mundos infinitos. ¿Por qué surgen dudas dentro de ustedes? Recuerden lo que les dije cuando recorríamos los polvorientos caminos de la tierra. No se turbe su corazón, no tengan miedo.

 

Ahora, ustedes vayan y llevan a todas partes la alegría de la libertad, la alegría de vivir; díganles a todos que se amen para que vivan. Que amen la vida y que no asesinen al amor. Díganles que mi Padre les ha perdonado todo. Por ello estuve muerto y para ello estoy vivo. Yo seguiré con ustedes de una forma nueva. Estaré en el viento que viene del oriente, en el soplo sutil de la brisa, en cada rosa que revienta en primavera, en las ondas tersas del mar, en el amanecer de cada día, en el silencio sobrecogedor de las estrellas y en el viento potente y helado de la cordillera. Vayan, vayan y díganles a los hombres que el amor y la paz son posibles si abren su espíritu al viento de la tarde que viene del oriente.

 

Ya era noche y la sala esta tenuemente iluminada. Hasta entonces se dieron cuenta que no había encendida ninguna vela. Era una luz que sólo permitía ver lo que era necesario, ver para entenderlo todo. Y el Aparecido seguía de pie. Y, ¿mi Madre?, preguntó de pronto. ¿Dónde está? Están en nuestra casa, – le dijo Juan -, con las otras mujeres. ¡Pobre, ha de haber sufrido tanto! Después de todo es la vocación de las madres que los son.

 

Tampoco veo a Tomás. Se fue, le dijeron ellos; ya ves, es muy especial. Recuerda que dijo: “vayamos, pues, a morir con él”, cuando decidiste venir a Judea. Tu bien sabes, le dijo Pedro, que muchos se han ido, se han dispersado, arrebatados por el vendaval. Las mujeres permanecen juntas y nosotros aquí, como ves, dominados por el miedo y las dudas, pero Tomás no ha aparecido. Y todo comenzó a desvanecerse en el silencio de la noche dejando la sensación de una nueva confianza que nacía trabajosamente en la noche, de una nueva esperanza renacida.

 

¿Todos vimos lo mismo?, preguntó Santiago a los compañeros; ¿oyeron lo mismo que yo? ¿Fue cierto? Afuera se apagaba la algarabía de la fiesta de pascua; se oían los gritos, aún, de los vendedores de ilusiones y se confundían con el ruido de los cascos de los caballos de la policía imperial que vigilaba la noche. Y en el cielo la luna majestuosa, como es la luna del mar y del desierto en primavera. Poco a poco cayó la noche húmeda invitando al sueño.

 

A mitad de semana, en el Templo, junto al pórtico de Salomón, encontraron a Tomás conversando con unos árabes. ¡Hemos visto al Señor!, le dijo precipitadamente Mateo, ha estado con nosotros y nos ha hablado de muchas cosas. Todos lo hemos visto. Pero Tomás les replicó: El murió y muerto está. ¿Qué pretenden, ahora? Todo fue una ilusión, hermosa pero ilusión. Esperábamos que el fuera el libertador, pero todo ha concluido, hermanos. Volvamos a lo nuestro, a nuestro trabajo diario y nuestras casas. El miedo, el temor al fracaso y al ridículo les ha hecho ver visiones. Yo necesito palpar, ver los agujeros de los clavos, tocar su costado herido; necesito que me hable, que él me diga lo que realmente sucedió. Resignémonos hermanos, todo ha concluido. Y el viento que viene del oriente comenzó a cubrir la Ciudad Santa con arena sutil. Los mercaderes que apretaban en las cercanías del Templo, voceaban sus mercancías últimas y los discípulos bajaron la escalera que da al occidente y el viento arreciaba y en sus caras había tristeza.

 

Al siguiente domingo, muy de mañana Tomás fue donde los compañeros solían reunirse. Se identificó y le abrieron la puerta. Los primeros rayos del sol sacan oros de la cúpula del Templo. Los hermanos se saludaron y apenas comenzaban a recitar la oración   se presentó Jesús de nuevo. Hubo un silencio pesante; los discípulos miraban la aparición y, luego, volvían la vista a Tomás. El tiempo se congeló, deja de ser. El los saludó con la paz; en los discípulos había una alegría infantil. De pronto, el Aparecido le dijo a Tomás: aquí están mis manos y mis pies; aquí tienes mi costado. Tomás estaba petrificado, ¡Vamos, toca! Tomás cayó de rodillas envuelto en un llanto amargo. Tú eres mi Señor, tú eres mi Dios, repetía con el rostro en tierra. Perdiste la oportunidad de ser bienaventurado, la oportunidad de una fe sencilla, la alegría de los sencillos que creen sin ver, le dice el Aparecido. Pide que te sea concedida la fe. Tú crees porque me viste, advierte el Aparecido, ¡dichosos todos los que van a creer sin haber visto!

 

Y el viento que viene del oriente envolvió la Ciudad Santa. Los mercaderes alistaban las caravanas azotando los camellos, cargándolos con las mercancías, para volver a sus lugares atravesando el desierto. La fiesta de Pascua había terminado.

 

O, ¿había comenzado?