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“La paz con ustedes”, es el saludo del resucitado a los suyos. La paz es simple y llanamente el don del resucitado. Jamás algo que nosotros podamos lograr por nosotros mismos; es un don que debemos acoger y trabajar en su favor. A veces, ni en nuestro corazón ni en el primer círculo vital, la familia, gozamos de la paz. 

Este domingo, la comunidad cristiana leerá un pasaje de Lucas, 6,27-38, que contiene las exigencias formuladas por Jesús en el discurso de las bienaventuranzas; son tan radicales que asustan. Sobre todo, el amor a los enemigos nos hace mucho ruido. Hay quien en nombre del evangelio aprueba la violencia y quien la condena. El contraste no se remediará jamás hasta que, quien condena la violencia, crea de verdad en la ley del amor, comprometiéndose a servir al prójimo en sus derechos fundamentales, con desinterés, verdad y justicia.

Este pasaje será leído hoy en la UE., en EE.UU. en Rusia y en Ucrania; en todo el mundo, ¿pero, será escuchado, comprendido? También será leído en Zacatecas y Michoacán. A veces tomamos la paz evangélica para nuestras mediocridades. Y cuántas veces hablamos del evangelio con el corazón lleno de odio y resentimientos, de celos, envidias y deseos de venganza. “No podemos hablar de paz con las armas en la mano”, decía Pablo VI en la ONU. (1965). Lo hacemos coexistir con nuestras emociones corrosivas. He visto a Putin encendiendo, al mejor etilo ortodoxo, velas ante las bellas imágenes sagradas bizantinas; Biden es cristiano, Europa es de matriz cristiana. ¿Entonces, la propuesta de Jesús es una utopía?

Cierto, estamos ante a una exigencia que nos rebasa por completo. Creo que esta doctrina es más fácil vivirla que explicarla; o si se quiere, explicarla con la vida. A poco de entrar en comunión con Jesús, comprendernos que en realidad se trata, no solo del mejor, sino del único camino posible para vivir bien, de manera razonable, sensata. Jesús no nos pide nada que él no haya hecho primero.

El texto leído hoy tiene dos centros en torno a los cuales gira el mensaje, (y todo el evangelio): el amor a los enemigos (6,27-35) y la misericordia benevolente de Padre. El primer centro gira en torno a un dicho sapiencial: “lo que no quieras que hagan los otros contigo, no lo hagas con ellos”, y el segundo, gira en torno a la expresión exquisitamente evangélica: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Estos son los dos pernos del evangelio. 

El amor a los enemigos (6,27-35) que propone Jesús se expresa con los verbos amar, hacer el bien, bendecir, rogar. En cambio, los “enemigos” son descritos con los verbos odiar, maldecir y maltratar, difamar.  Gandhi entendió que la paz es el resultado de la liberación para el amor a través del amor a los enemigos. Encontramos, luego, la conclusión última de las bienaventuranzas: “Sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. 

Jesús extiende este principio a límites infinitos, lo extiende hasta el amor a los enemigos poniéndole una carga inaudita. Solo Lucas añade al precepto “amen a sus enemigos”; aquello de que “hagan el bien a quien los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los persiguen y calumnian”, es el máximo de exigencia.  El cristiano debe desarrollar este deseo de bien a todos alcanzando incluso esa área temible y hostil de los enemigos. La ejemplificación de la bofetada, del manto y del préstamo es una concretización viva y comprometedora. El cristiano deberá ponerse en esta línea y será siempre el resultado del contacto con Jesús que nos enseñó a rezar: “perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

El segundo centro está, por el contrario, basado en otra expresión: “sed misericordiosos…”. El modelo ahora es infinito, es el amor de Dios. Y es a través de ésta “imitación” de Dios como nos transformamos en hijos suyos.  De hecho, Lucas destaca con colores muy intensos la misericordia de Dios que se ha manifestado en Cristo. 

Nosotros vivimos a partir de esa misericordia. Yo no soy misericordioso ni hago obras de misericordia, lo que puedo hacer es reflejar la misericordia de Dios gracias a la cual soy, vivo, existo. Tal ha sido el leit motiv de los grandes pacifistas y de los profetas de la no violencia. Gandhi, Luther King y muchos otros han hecho de las bienaventuranzas la fuente de su inspiración. El grito de Albert Camus, lanzado en 8 de agosto de 1945, comprueba la validez y universalidad permanente del mensaje de Jesús sobre la paz: «La única batalla razonable es el compromiso por la paz. Ya no se trata de una petición, sino de una voz de mando de los pueblos a los gobernantes: la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón». Y preferimos   el infierno a la paz. La motivación última de Jesús es la actuación del Padre que es generoso con los ingratos y los malvados y hace salir el sol para justos y pecadores.

Es evidente que vivimos un momento especialmente violento a todos los niveles. Y parece que la violencia anida y brota de nuestro corazón.  Pablo aconseja: “Tengan un corazón bien dispuesto para el evangelio de la paz”. Bernhard Häring nos habla de “la enfermedad mortal en plena expansión”, que se ha echado de ver en las guerras horrendas que marcaron el siglo XX y lo que va de éste. Y de nuevo se oyen los tambores de guerra, las amenazas y la intimidación mutua. Parece que la vieja Europa ya no se acuerda. 

La hostilidad característica de nuestra época es una ceguera como consecuencia de la verdad reprimida de un modo neurótico. El valor para llegar a la verdad, cuyo núcleo es el amor que nos conforta y estimula, es el alma de la capacidad pacificadora. La hostilidad no es un aspecto de la salud humana sino más bien una enfermedad.  No es, pues, algo que deba darse ni algo que por desgracia tenga que darse inevitablemente.  No tenemos por qué resignarnos a la misma. El investigador de la paz y conocedor del hombre sabe que la hostilidad es una mezcla confusa de estupidez y malicia. Pablo advierte a la podrida sociedad romana: “La cólera de Dios se revela contra toda impiedad de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia”. Dios los abandonó, dice, a los caprichos de su corazón pervertido. Sólo de las personas y de las sociedades no violentas pueden también partir los impulsos decisivos para el campo político y éste deje ser violento.

Con todo, la hostilidad no puede tratarse desde fuera ni como estupidez ni como maldad, precisamente porque no se la puede vencer ni con la instrucción ni con la condena. Solo con la curación, la sanación, llega el enfermo a ser dueño de sí mismo, en la medida de que como enfermo, era necio y culpable.  El enfermo cuya enfermedad no ha sido curada, o que aún no ha podido serlo, necesita de cuidados. La curación de la hostilidad no es posible, desde una perspectiva humana, sin un marco que abarca la solicitud en favor del enfermo ¿Quién duda hoy que estamos en medio de una sociedad enferma? Lo afirman los mejores psicólogos. Sobran los recetarios.

Pero también a nivel personal necesitamos sanar la enfermedad de la violencia. Nosotros tomamos como pretexto los odios fratricidas que lastiman a los pueblos para sustraernos de nuestras responsabilidades inmediatas como si de un proceso de justificación se tratara. Hoy mismo, aunque fuesen solo dos o tres personas debemos tomar la decisión de amar en el nombre de Jesús y perdonar y pedir perdón. “Por lo que a ustedes respecta, vivan en paz con todo el mundo”, aconseja Pablo. Este amor se caracteriza siempre como la superación de un muro, de una repugnancia, de una incompatibilidad humana, como el amor de Cristo por nosotros, que ha derrumbado el muro de la separación que nos mantenía lejos de Dios y como extranjeros. Sean dadas gracias a Dios, a aquél que «por medio de la cruz, ha matado en sí mismo el odio».  (Ef. 2,16) Esta es la herencia que él nos ha dejado y que debemos hacer nuestra, si queremos continuar llamándonos discípulos de Jesús. De lo contrario, sigamos con recetas y mesas. 

Paz con ustedes, saluda el resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte para la vida del mundo. La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de los conflictos; este conflicto mortífero en grado sumo recibe la designación bíblica de pecado. Con ello se indica la cerrazón aislante y segregadora del hombre tanto frente a su fundamento existencial propio como frente a sus semejantes. Por ello, la victoria Pascual de Jesús sobre el mundo apunta desde su ser más íntimo a una suprema superación del conflicto de los conflictos. Si el resucitado habla de paz es que la reconciliación está con ello lograda activamente. “Él es nuestra paz”. (Ef.2,14).