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1 Sam. 26,2.7,9. 12,13.22-23; Sal. 102; 1Cor 15, 45-49; Lc. 6,27-38

Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.

Poco antes de la era cristiana, un rabino recomendaba: “No hagas a otro lo que a ti te desagrada. Toda la ley está aquí. El resto, no es más que un comentario”. (Hillel). Jesús no se detiene en este punto, sino que nos llama a una transformación más profunda de nuestra mentalidad: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los odian, lo que quieran que los demás hagan con ustedes, háganlo ustedes con ellos». Nadie, ahora, puede ser excluido de nuestro amor, ni siquiera los enemigos declarados, ni siquiera los que nos persiguen y difaman. 

1 Sam. 26,2.7,9. 12,13.22-23.- Una ley contestada – El Rey Saúl, dominado por la enfermedad de los celos, quiere asesinar al joven David y lo persigue por todas partes. Una noche, David se encuentra en la posibilidad de vengarse de su perseguidor y asesinarlo: “Abisay, guardia de David, le dice: Dios lo ha puesto en tus manos. Deja que lo clave de un solo golpe en tierra con su propia lanza. David replicó: No lo mates. ¿Quién puede atentar contra el ungido del Señor y quedar sin pecado?”. David no responde al odio enfermizo, a los celos, a la envidia con la violencia. La bondad y la humanidad son características del joven David, pero más todavía su justicia, su fidelidad y el temor de Dios.  David, de hecho, tiene temor de Dios, y rechaza la ley de la venganza.  En esto prefigura a Cristo «manso y humilde de corazón», promulgador de la ley nueva del amor y del perdón.  

Sal 102, 1-2. 3,-4. 8-10.12-13.- Este “Te Deum” del A.T. es un himno que canta la misericordia amorosa de nuestro buen Dios. Leemos algunos versitos de él. Luego de una introducción (v.1), el salmista da gracias por los beneficios experimentados: ante todo, el perdón de los pecados; y junto con esto, el haber sido liberado del peligro de muerte, de modo que su vida parece volver a empezar en una nueva juventud. (3-5).  De la experiencia personal pasa a las grandes experiencias históricas del pueblo. Dios hace justicia defendiendo al oprimido contra el opresor. En el v.8 leemos la gran definición de lo que es Dios: una fórmula cúltica que concentra muchas experiencias de convivir con Dios: el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. 

En su actuación frente al pecado de los hombres, muestra Dios principalmente su misericordia: la confesión humilde es la gran apelación. (v.10: “no nos trata como merecen nuestros pecados/ ni nos paga según nuestras culpas”). En tres comparaciones va creciendo la intensidad hasta esta cumbre del salmo: la ternura paternal de Dios: “Como un padre siente ternura por sus hijos/, siente el Señor ternura por su fieles”. (v.12). 

(Esta paternidad tendrá su revelación plena en el N.T.  ver: 1Jn. 3,1 y sobre todo Rom 8,14-17.  En Cristo se revela el amor del Padre, su comprensión de los hombres, su misericordia perpetua).  

1Cor 15, 45-49.- Accesible solo por la fe – En tiempos de Pablo, un sistema filosófico llamado “gnosis” disfrutaba de un gran prestigio. Distinguía entre otras cosas cuerpos “animales” (los hombres de la tierra) y hombres espirituales (a ejemplo de los astros).  Pablo toma cierta distancia en relación con estas concepciones. Pablo no tenía nuestra misma sensibilidad, y encontraba en la gnosis la ocasión de mostrar que un cuerpo resucitado es diverso de un cuerpo terrestre. Sin embargo, la idea fundamental de Pablo en todo el capítulo 15 es que la resurrección es cierta, pero no se puede decir nada, no hay explicaciones exhaustivas, entra en el misterio escondido de Cristo, accesible solo por la fe.  

 Lc. 6,27-38.- Las condiciones de la felicidad – Las exigencias formuladas por Jesús en el discurso de la “llanura” son tan radicales que nos dejan de desconcertarnos. Sobre todo, hoy el amor a los enemigos nos hace mucho ruido. A este propósito hay quien en nombre del evangelio aprueba la violencia y quien la condena. El contraste no se remediará jamás, hasta que quien condena la violencia no crea verdaderamente en la ley del amor, comprometiéndose a servir al prójimo en sus derechos fundamentales, con desinterés, verdad y justicia.  Pero a veces tomamos la paz evangélica para nuestras mediocridades. Y cuántas veces hablamos del evangelio con el corazón lleno de odio y resentimientos, de celos, envidias y deseos de venganza. Lo hacemos coexistir con nuestras emociones corrosivas.

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No cabe duda de que estamos ante a una exigencia que nos rebasa por completo. Creo que esta doctrina es más fácil vivirla que explicarla; o si se quiere, explicarla con la vida. A poco de entrar en comunión con Jesús, comprendernos que en realidad se trata, no solo del mejor, sino del único camino posible para vivir bien, de manera razonable. Por otra parte, la doctrina de las bienaventuranzas se encuentra esparcida por todo el evangelio; Jesús no nos pide nada que él no haya hecho primero.

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El texto de Lucas que leemos hoy tiene dos centros en torno a los cuales gira el mensaje, (y todo el evangelio): el amor a los enemigos (6,27-35) y la misericordia y benevolencia, (querer bien), cristianas (6,36-38). El primer centro gira en torno a un dicho sapiencial: “lo que no quieras que hagan los hombres contigo, no lo hagas con ellos”, y el segundo, gira en torno a la expresión exquisitamente evangélica: “Sed misericordiosos como vuestro Padre Celestial es misericordioso”. Estos son los dos centros. 

El amor a los enemigos (6,27-35). Jesús se dirige de nuevo a los destinatarios del discurso, “los discípulos” (v.20). La nueva ley que propone Jesús a sus discípulos se expresa en sus líneas fundamentales con los verbos amar, hacer el bien, bendecir, rogar. En cambio, los “enemigos” son descritos con los verbos odiar, maldecir y maltratar, difamar.  Encontramos aquí lo que nos dice la última de las bienaventuranzas: “Dichosos ustedes cuando los odien… expulsen, insulten y calumnien por causa mía”. (v.22). 

Jesús extiende este principio a límites infinitos, lo extiende hasta el amor a los enemigos poniéndole una carga inaudita. Y solo Lucas añade al precepto “amen a sus enemigos”; aquello de que “hagan el bien a quien los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los persiguen y calumnian”, es el máximo de exigencia.  El cristiano debe desarrollar este deseo de bien a todos los hombres alcanzando incluso esa área temible y hostil de los enemigos. La ejemplificación de la bofetada, del manto y del préstamo es una concretización viva y comprometedora. El cristiano deberá ponerse en esta línea y será siempre el resultado del contacto con Jesús que nos enseñó a rezar, “perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

El segundo centro está, por el contrario, basado en otra expresión: “sed misericordiosos…”. El modelo ahora es infinito, es el amor de Dios. Y es a través de ésta “imitación” de Dios como nos transformamos en hijos suyos. Es de notar que el pasaje paralelo de Mateo pone el acento en la perfección, mientras que Lucas lo pone en la misericordia.  De hecho, el evangelio de Lucas destaca con colores muy intensos la misericordia de Dios que se ha manifestado en Cristo. 

Nosotros vivimos a partir de esa misericordia. En un célebre pasaje, S. Bernardo dice: “Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Y, si la misericordia del Señor dura siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del Señor. ¿Cantaré acaso mi propia justicia? Señor, narraré tu justicia, tuya entera. Sin embargo, ella es también mía, pues tú has sido constituido mi justicia de parte de Dios”.

La no violencia.

Gandhi, Luther King y muchos otros han hecho de las bienaventuranzas la fuente de su inspiración. El grito de Albert Camus, lanzado en 8 de agosto de 1945, comprueba la validez y universalidad permanente del mensaje de Jesús sobre la paz: “La única batalla razonable es el compromiso por la paz. Ya no se trata de una petición, sino de una voz de mando de los pueblos a los gobernantes: la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón”. La motivación última de Jesús es la actuación del Padre que es generoso con los ingratos y los malvados y hace salir el sol para los justos y los pecadores.

Es evidente que vivimos un momento especialmente violento a todos los niveles. Con cuánta razón Bernhard Häring nos habla en su libro “La No Violencia”, de “la enfermedad mortal en plena expansión”, que se ha echado de ver en las guerras horrendas que marcaron el siglo XX y marcan lo que va de éste.

La hostilidad característica de nuestra época es una ceguera como consecuencia de la verdad reprimida, (los que han aprisionado la verdad), de un modo neurótico. El valor para llegar a la verdad, cuyo núcleo es el amor que nos conforta y estimula, es el alma de la capacidad pacificadora. La hostilidad no es un aspecto de la salud humana sino más bien una enfermedad.  No es, pues, algo que deba darse ni algo que por desgracia tenga que darse inevitablemente.  No tenemos por qué resignarnos a la misma. El investigador de la paz y conocedor del hombre sabe que la hostilidad es una mezcla confusa de estupidez y malicia. Con todo, la hostilidad no puede tratarse desde fuera ni como estupidez ni como maldad, precisamente porque no se la puede vencer ni con la instrucción ni con la condena. Solo con la curación, la sanación, llega el enfermo a ser dueño de sí mismo, en la medida de que como enfermo, era necio y culpable.  El enfermo cuya enfermedad no ha sido curada, o que aún no ha podido serlo, necesita de cuidados. La curación de la hostilidad no es posible, desde una perspectiva humana, sin un marco que abarca la solicitud en favor del enfermo ¿Quién duda hoy que estamos en medio de una sociedad enferma? Lo afirman los mejores psicólogos. 

Pero también a nivel personal necesitamos sanar la enfermedad de la violencia. Nosotros tomamos como pretexto los odios fratricidas que lastiman a los pueblos para sustraernos de nuestras responsabilidades inmediatas como si de un proceso de justificación se tratara. Hoy mismo, aunque fuesen solo dos o tres personas debemos tomar la decisión de amar en el nombre de Jesús y perdonar y pedir perdón. “Por lo que a ustedes respecta, vivan en paz con todo el mundo”, aconseja Pablo. Este amor se caracteriza siempre como la superación de un muro, de una repugnancia, de una incompatibilidad humana, como el amor de Cristo por nosotros, que ha derrumbado el muro de la separación que nos mantenía lejos de Dios y como extranjeros. Sean dadas gracias a Dios, a aquél que «por medio de la cruz, ha matado en sí mismo la hostilidad».  (Ef. 2,16) Esta es la herencia que él nos ha dejado y que debemos hacer nuestra, si queremos continuar llamándonos discípulos de Jesús. 

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A raíz del Año de la Misericordia, cuyo lema fue precisamente este texto de Lucas, compartí con ustedes seis entregas en las que se destacaba precisamente este dato: el evangelio de la Misericordia. Lucas. Una de esas entregas, la número 6, la comparto contigo: 

Viendo, pues, con san Lucas, a Jesucristo en quien han sido reconciliadas todas las cosas, (cf. Ef.1,3-10; 2,13-16), nos damos cuenta de que todos somos pecadores, que todos hemos sido reconciliados con el Padre en él. Si la misericordia nos alcanza es en él. Nosotros nos apoyamos sobre la vida que él nos da para gustar una inocencia que brota no de nuestro propio querer, sino de nuestra aceptación de la misericordia que ya se ha manifestado en la historia. 

Afirmando que él está con nosotros hasta el fin del mundo, Jesús nos dice que la misericordia ofrecida en su vida entregada es él, presente, enraizada en nuestras vidas sometidas a la tentación, heridas, pecadoras, pero llenas de confianza. Nuestra confianza descansa sobre el perdón definitivo que es él mismo, sobre esta misericordia inscrita en la historia y en los brazos de la cruz.  

Para cambiar nuestras vidas, nosotros no esperamos una utopía o un mesianismo futuro. Nosotros cambiaremos nuestra vida por su poder que atraviesa la historia. Si podemos reconciliarnos con Dios y con “los otros” es que, un día, el universo fue reconciliado definitivamente en Cristo.  De hecho, es la misericordia la que mueve los hilos del tiempo de los hombres y que asegura la presencia divina desde los orígenes hasta nosotros. La misericordia renueva el proyecto original, lo fortalece, lo garantiza y le da un sabor de eternidad. En Cristo, hemos sido ya reconciliados, es decir, tejidos de la misma estofa de las Tres Divinas Personas. (A imagen y semejanza de Dios). ¿O es que no participamos ya, a nivel de la gracia, de la naturaleza divina, como nos dice Pedro? ¿No se hizo Dios hombre para que nosotros no hiciésemos dioses, como dicen los Padres? La resurrección de Cristo, manifestada en nuestros cuerpos mortales nos hace experimentar que este amor paterno es más fuerte que la muerte, tanto física como espiritual. Vivir de la misericordia, es vivir una liturgia Pascual. 

En el desarrollo de su evangelio, Lucas lleva al lector a confesar su complicidad con el escándalo de la muerte de Cristo (ver El sentido del cap.13). En efecto, el lector, ¿no se ve tentado a vociferar como la multitud: «crucifícalo, crucifícalo» (23,21); nosotros somos pecadores, y reconociéndonos como tales, es como puede surgir la seguridad de una misericordia universal, pero siempre singular, es decir, que toca a cada uno en particular (como al buen ladrón), pero abierta a todos. La cruz es el cumplimiento del programa mesiánico proclamado por Jesús en Nazaret (4,18-21). Si Jesús se hunde en el poder de las tinieblas, baja a los infiernos, (22,53), es para que la luz de su filiación divina, de su reino, de su mesianidad, aparezcan en el gran día. En el seno de las tinieblas que cubre la tierra entera, (23,44), «el sol se eclipsó», el Santo de Dios aparece a los ojos de todos porque el velo del Santuario se ha rasgado. (23,45). Tanto el judío como el centurión, están llamados a reconocer en esta figura perfecta de la inocencia, al «justo», al único justo; es el momento cuando el resucitado, y nosotros con él, tomamos verdaderamente lugar en el Templo de la Jerusalén celeste, por pura gracia.  Y si las multitudes presentes en esa escena han vuelto a la ciudad golpeándose el pecho, es que presintieron el gran misterio del perdón que se realizaba.  A todo pecado, misericordia, para aquél que tiene la humildad de reconocerlo, misericordia. Si el hombre Dios ha muerto por nuestras faltas, en su cuerpo entregado por nosotros, se encuentra nuestro perdón y nuestra vida nueva. La misericordia pasa por el cuerpo entregado de Cristo, entregado «en manos de los pecadores». Este misterio permanece actual a través del cuerpo de la iglesia, de los bautizados y también de los diversos ministerios de la misericordia. (en la Eucaristía)

Lucas nos muestra que existe un verdadero dinamismo de la misericordia que teje los lazos fraternales de la humanidad. Si Dios nos ha hecho misericordia en Cristo, en el mismo movimiento, nosotros estamos llamados a hacer misericordia a los otros. Quizá haya que usar el verbo “hacer” con la misericordia como complemento directo, mejor que el verbo “tener”.  Es el sentido de las palabras del Padre Nuestro. El lugar de la cruz es central. La muerte de Cristo nos revela que las raíces más profundas del mal en el mundo, se hunden en el pecado y en la muerte. La resurrección es la revelación completa de un amor misericordioso y vencedor. «Cantaré sin fin la misericordia del Señor» (Sal. 89,2). La resurrección anuncia «el cielo nuevo y la tierra nueva» (Ap. 21,1), mientras que el «mundo viejo» (Ap. 21,4) no haya pasado, la cruz será el lugar donde el amor se revela como misericordia. La persona de Cristo sobre la cruz, es una llamada paradójica para cada cristiano.  Identificado con el pecado, (Dios lo hizo pecado por nosotros), y con todo pecador, Cristo se ofrece también a nuestra misericordia. Nosotros no podemos tener misericordia sin Dios, pero Dios nos pide tener misericordia de su Hijo crucificado. Cristo suscita por su inocencia ofrecida, nuestra misericordia porque ha sido su amor que lo identifica con los pecadores. Se trata de una llamada a vivir éste «admirable intercambio» entre Cristo y cada uno de nosotros.  Comprendiendo poco a poco lo que hemos hecho crucificando a Cristo (23,34), puede nacer en nosotros el deseo de sufrir con él, de probar como él las penas y los dolores por el pecado de los hombres; y de hacer la súplica humilde y confiada como nos aconseja S. Ignacio en los Ejercicios (Tercer Preámbulo. 104).

La contemplación de Cristo en la cruz produce los frutos de perdón en nosotros. Asociándonos al don de su vida por todos, nos transforma en personas-de-perdón, en personas misericordiosas. Ir hasta las últimas consecuencias de la misericordia de Cristo, es actuar como él y con él. 

Por último, digamos que la misericordia es más amplia que el perdón. Se inscribe en la historia de los hombres en muy diversas formas. El año jubilar nos invita a una lectura del tercer evangelio bajo esta perspectiva: ¿Qué aspectos toma, en los hechos y dicho de Jesús narrados por Lucas? Este sobrevuelo nos hará descubrir la importancia de la misericordia en la vida cristiana. Tener misericordia es una obra humana de todos los días. 

Quiero terminar parafraseando las palabras de Jesús: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en el mundo? Si no encuentra fe, tampoco encontrará misericordia. Seamos, pues, misericordiosos, como nuestro Padre Celestial es misericordioso.