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Eclo. 27,5-8; Sal. 91; 1Cor 15, 54-58; Lc. 6, 39-45

El mundo está lleno de juicios temerarios. (s. Agustín)

Eclo. 27,5-8.- Habla y te diré quién eres – Las palabras de un hombre revelan su identidad. Todos lo sabemos. Pero hay tantas palabras vacías, tanta publicidad y tanta propaganda, tantos discursos que hemos aprendido a no dar importancia alguna al lenguaje.  Hay una inflación de lenguaje y por ello una devaluación. Y se cae fácilmente en la familiaridad con la mentira. Verdad y Política es una obra de Arendt. Con el tiempo se llega a formar parte del engranaje terrible de las palabras vacías, y cuando hablamos no hacemos más que repetir lugares comunes, patrimonio de una civilización en descomposición.  No debemos maravillarnos, por lo tanto, que la palabra no enriquezca la convivencia humana; se habla la misma lengua sin dialogar y sin comprenderse y la humanidad se encuentra en una inmensa torre de Babel, porque los hombres han despedazado la unidad que ha de existir entre su palabra y su corazón. ¿Nuestras homilías no adolecen de lo mismo? ¿No hacemos pasar por buena moneda felices ocurrencias? La moneda mala saca de circulación a moneda buena.

Todos tenemos la experiencia cotidiana de hasta qué punto la palabra humana es ambigua. Medio privilegiado de comunicación y de comunión, la palabra puede revelar o cubrir, ofrecer la verdad o destinar la mentira. A veces expresa auténticamente lo que tenemos dentro porque puede ir de la transparencia del cristal a la opacidad de un vidrio esmerilado. Palabras, palabras, palabras exclama Hamlet ante la vaciedad de tantos discursos.

Llamados a hacer resplandecer el Evangelio, los discípulos de Cristo deben preocuparse antes que de otra cosa, de la rectitud de su propio espíritu dado que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Es por medio de la palabra como se construye la comunidad en torno a a ellos, lugar donde encuentran apoyo recíproco. Si quieren ayudar a los otros a vivir según el Evangelio, es necesario que hayan asimilado lo mejor posible el Evangelio para caminar seguros a su luz, para purificar la propia mirada a través de una clara conciencia de las propias limitaciones, para hacer en modo que al discurso corresponda la coherencia de la vida. Entonces. sólo entonces, en cuanto iluminado y sincero, el compromiso de su caridad producirá buenos frutos, para encontrar las palabras y sobre todo los gestos que provocan la conversión personal y construyen la Comunidad de los creyentes.

Sal. 91.- Himno con elementos de acción de gracias y motivos sapienciales. Leemos los vv.3. 13-14.15-16. «Es bueno dar gracias», domina el tono de la alegría, del entusiasmo. El comprender la revelación de Dios en sus obras, y el poder cantar a Dios es «lo bueno» y la verdadera alegría. 

Como en el salmo 1, aquí se usa la imagen vegetal: el justo crecerá como una palmera; lo nuevo es que está plantado en el Templo del Señor, tierra de fecundidad sagrada. En la vejez seguirá dando fruto. “No así los malvados; serán como paja que arrastra el viento”, dice el salmo 1.

 1Cor 15, 54-58.- Victoria sobre la muerte – Solo la interpretación de Pablo sobre la trasfiguración del hombre logra explicar lo que el A.T. presentía. Toda ley genera una represión, y amenaza la vida; la vida, al contrario, se extiende en la libertad y en la gratuidad. Jesús nos libera de la ley, y puede salvarnos de toda derrota, de todo desorden, de la muerte, de la separación del Padre. Y aun cuando perdiésemos todo lo demás, nos quedaría siempre la vida con Dios, como el Resucitado.  Este es el motivo por el cual podemos alistarnos y trabajar con confianza y libertad. 

Lc. 6, 39-45.- La paja y la viga – Terrible la tendencia del hombre a juzgar a sus hermanos; cuánta presunción y cuántos errores. Se mira la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio. Dividimos fácilmente en mundo en buenos y malos, se cataloga los hombres, se juzga en base en criterios insuficientes deformados por el egoísmo o la ignorancia personal o, de plano, por la maldad. Es necesario terminar esto de una vez aprendiendo a respetar a los otros y a perdonar, a ejemplo de Dios que ofrece su perdón a todos sin distinción. 

Este fragmento breve – la tercera parte del “Sermón de la llanura” – es una colección de dichos. Inicia con la breve parábola del ciego que guía a otros ciegos. Luego está la advertencia sobre el peligro de convertirnos en jueces de nuestros hermanos dada nuestra condición pecadora. Termina con la alegoría del árbol bueno que buenos frutos y el árbol malo que los da malos de donde deriva la consecuencia final: “De la abundancia del corazón habla la boca”. Parece que Jesús tiene en la mira a los escribas y fariseos quienes a la postre no son más que ciegos que guían ciegos y cuyo interior está lleno de falsedad. Por sus frutos los conoceréis. 

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Santiago advierte severamente sobre el mal que su puede hacer con la lengua. «Ahí tenéis, una chispa incendia un bosque. También la lengua es fuego, (esa esfera de maldad). La lengua, siendo uno de nuestros órganos, contamina, sin embargo, el cuerpo entero: inflama el curso de la existencia, inflamada ella misma por el infierno» (3,5-6). Y la compara con el freno que se pone en el hocico al caballo para que nos obedezca y con el timón con el que dirige el barco en las tempestades; freno y timón son instrumentos pequeños y son los que guían. Así la lengua. “Lenguas hunden barcos”, era un refrán del Navy.

En un momento en que desconfiamos más que nunca de las declaraciones gratuitas o de la retórica que se complace en sí misma, es una fortuna para los cristianos que Jesús les haya dejado, mucho más que una doctrina que aprender, una vida que imitar. O mejor, una palabra para vivirla en el corazón, donde Jesús habita por medio de la fe, y donde se comprometen por él, el propio amor y la propia libertad. Mejor una vida sin palabras que palabra sin vida, mejor una vida sin palabras que un sermón vacío y abstracto, aunque se pronuncie bajo el disfraz de cualquier “oremus”, o “Palabra de Dios”.   

Pero que sea nuestro padre Agustín quien nos lo diga: «Esta es nuestra gloria: el testimonio de nuestra conciencia. Hay hombres que juzgan temerariamente, que son detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo que no ven, que se empeñan incluso en pregonar lo que ni sospechan; contra esos tales, ¿qué recurso queda sino el testimonio de nuestra conciencia? Y ni aun en aquellos a los que buscamos agradar, hermanos, buscamos nuestra propia gloria, o al menos no debemos buscarla, sino más bien su salvación, de modo que, siguiendo nuestro ejemplo, sí es que nos comportamos rectamente, no se desvíen. Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo, y si nosotros no somos imitadores de Cristo, que tomen al mismo Cristo por modelo. Él es, en efecto, quien apacienta su rebaño, él es el único pastor que lo apacienta por medio de los demás buenos pastores, que lo hacen por delegación suya».   (S. Agustín. Mar. de la semana XIII).

«Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que haya que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poder excusarse a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así cómo nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado.  El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.  

¿Quieres aplacar a Dios? conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende lo que dice el mismo salmo: los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Por lo tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio?… Pero el salmo continúa: mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias». (S. Agustín. Dom. XIV).

“Cada día hemos de pedir perdón, porque cada día hemos ofendido”. (S. Agustín, Sermón 256).

Oigamos a S. Cirilo, Obispo de Alejandría. (370-444). “Hermanos, el Maestro se abstiene de juzgar, ¿por qué tú dictas sentencia? Él no vino efectivamente a juzgar al mundo, sino para usar en él misericordia. Cuyo sentido es éste: si yo -dice- no juzgo, no juzgues tu tampoco siendo, como eres, discípulo. Y si por añadidura eres más culpable que aquel a quien juzgas, ¿cómo no se te ha de caer la cara de vergüenza? El señor aclara esto mismo con otra comparación. Dice: ¿Por qué te fijas en la paja que tiene tu hermano en el ojo? Con silogismos que no tienen vuelta de página trata de persuadirnos de que nos abstengamos de juzgar a los demás; examinemos más bien nuestros corazones y tratemos de expulsar las pasiones que anidan en ellos, implorando el auxilio divino. El Señor sana los corazones destrozados y nos libra de las dolencias del alma. si pecas más y más gravemente que los demás, ¿por qué les reprochas los pecados, echando al olvido los tuyos? Así pues, este mandato es necesariamente provechoso para todo el que desea vivir piadosamente, pero lo es sobre todo para quienes ha recibido el encargo de instruir a los demás. Si fueren buenos y capaces, presentándose a sí mismos como modelos de la vida evangélica, entonces sí podrán reprender con libertad a quienes no quieren imitar vuestra conducta, como a quienes, adhiriéndose a sus maestros, no dan muestras de un comportamiento religioso”.