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“Que el hombre hecho de polvo/ no vuelva a sembrar el terror” (Sal.10,18).

En el mundo cristiano comienza el próximo miércoles, con el rito de la imposición de ceniza, el santo tiempo de la Cuaresma, (en adelante: C.). La imposición de la ceniza es un gesto de humillación ante Dios, como reconocimiento del pecado personal, del pecado histórico universal que todos hemos cometido, parte debilidad, parte culpa, condicionamientos psicológicos, sociales y políticos, parte abuso de la libertad. El gesto bíblico de cubrir el cuerpo con polvo y ceniza y vestirlo con vestidos toscos, sayal, que lo lastimen, son gestos de la religión bíblica con el que se expresaba el dolor por el pecado, el arrepentimiento, y el reconocimiento de la su gravedad capaz de trastornar el sistema humano relacional completo y de la historia misma. Igual, es ocasión para que el hombre recuerda que no es más que polvo y que al polvo ha de volver, con todas las consecuencias existenciales que esto tiene.

 

Las religiones importantes reservan tiempos especiales para que los fieles inicien procesos de purificación mediante la penitencia que ocupa un primer plano por estar unida al íntimo sentido religioso que penetra la vida de los pueblos más antiguos, y a las expresiones más elaboradas de las grandes religiones; y esto porque existe el convencimiento de que, más allá de los errores fácticos del quehacer humano, existe una realidad misteriosa y mucho más profunda que determina el rumbo de la persona, que la envuelve, como una segunda naturaleza, y que puede llevar a todo un pueblo, la historia misma, la civilización, por caminos que no lo son. ¿Cómo leemos desde este ángulo la guerra recién iniciada en Ucrania? ¿Será simple coincidencia que la guerra en Irak haya comenzado también al inicio de la C., marzo 2003? Existe, por lo tanto, la convicción de que esa sombría realidad que se llama pecado no es sólo un acto que la persona realiza, que la disminuye y que se agota ahí mismo; es, por el contrario, una realidad que tiene consecuencias impredecibles en el desarrollo de la historia y del cosmos. Por ello es necesario purificarse del pecado. Un texto religioso egipcio, anterior a los escritos bíblicos, llama al pecado “el gran desorden”.

 

 Ya Pío XII denunciaba la pérdida del sentido del pecado. Esto, en la posmodernidad, es hecho consumado. Como consecuencia la relación que el pecado guarda con el desorden generalizado de nuestra sociedad, se esfuma. Nos resulta imposible ver, por ejemplo, la relación que existe entre el pecado y el hecho, según el cual, en Donbas, Ucrania, en 8 años de guerra hayan costados 40 mil muertes y nosotros, país en “paz” completemos esa cifra en meses, sin bandera, sin ideal. ¿Qué es todo eso? ¿Cuál el fondo? ¿Qué pensar cuando la mentira se hace forma de relación? ¿Qué del engaño, del cinismo, que de la ambición de poder?  ¿No podemos, entonces, descubrir detrás de ello la existencia de un pecado personal y social, del pecado que se hace estructura, forma de gobierno, forma de relación? Nuevamente, no somos capaces de ver en esto más que incompetencia, mal manejo, o sea, mera causalidad sociopolítica, pero nunca una realidad mucho más profunda: el pecado subyacente. El famoso error de diciembre, ¿lo recuerda? Sería entonces solo un hecho fortuito, impersonal, un diciembre, un error, no obstante sus fatídicas consecuencias para el pueblo; descubrir el pecado en el fondo de todo esto requiere una conversión de la mente.

 

Repensar el pecado, no como realidad intimista, personalista, sino en su gravísima dimensión social, tal como aparece en la biblia, es tarea pendiente y urgente de la Iglesia Católica y de las demás denominaciones cristianas de nuestro tiempo para descubrir también en ellas esa fuerza escalofriante que es el pecado. La conciencia del pecado y su gravedad, capaz de lanzar a todo un pueblo al abismo, es una dimensión de la fe judeocristiana que debemos recuperar. Mientras el pecado no sea más que el sentido de una privación y de una falta de plenitud, será solo un límite que mata. Pero en la medida en que el creyente se ponga frente al Dios que lo invita a construir la historia, a preservar la creación, a luchar junto con Él por las causas de la verdad, de la justicia y de la paz, descubrirá que el pecado es el gran obstáculo, la gran negativa, el mal más grande. La muerte.

 

En uno de sus mensaje para la C. JP.II, escribía: “Estábamos muertos por el pecado (Cf. Ef 2, 5); así es como Pablo describe la situación del hombre sin Cristo… Cristo ha venido para redimir a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte.

 

“Es una esclavitud que el hombre experimenta cotidianamente, descubriendo las raíces más profundas en su mismo corazón. Se manifiesta en formas dramáticas e inusitadas, como ha sucedido en el transcurso de las grandes tragedias del siglo XX, que han incidido profundamente en la vida de tantas comunidades y personas, víctimas de una violencia cruel. Las deportaciones forzadas, la eliminación sistemática de pueblos y el desprecio de los derechos fundamentales de la persona, son las tragedias que desgraciadamente, aún hoy, humillan a la humanidad. También en la vida cotidiana se manifiestan diversos modos de engaño, odio, aniquilamiento del otro y mentira, de los que el hombre es víctima y actor. La humanidad está marcada por el pecado…”

 

Por ello es que en C. el tema recurrente y obligado sea el llamado a la conversión, es decir, la invitación para que desandemos el camino equivocado, encontremos el camino recto y avancemos por él. En lenguaje religioso, la conversión es un volver a la casa del Padre, que nos aguarda siempre; a nivel psicológico, significa la revisión de nuestra propia vida, nuestra escala de valores, el combustible mental con el que vamos haciendo la vida, (G. Marcel). A nivel social sería revisar el tipo de sociedad que hemos creado, preguntarnos si está de acuerdo con la dignidad del hombre, si favorece su crecimiento o lo destruye. Pensemos tan sólo en la forma en hoy se dispone de la vida, la propia y la ajena, mediante el asesinato o el suicidio. Se trata, entonces, de la invitación a superar todos los egoísmos, para ser verdaderamente libres, porque sólo una persona libre, libre de adicciones, libre de odios, libre de ambiciones puede ser útil a la causa de la humanidad, útil en las luchas por recuperar algo del mundo que hemos perdido. Porque solamente una persona libre puede amar.

 

La C., pues, no es un camino oscuro, triste, hacia ninguna parte; es un camino hacia la libertad. Camino de amor, de alegría y de esperanza. De hecho, uno de los temas dominantes de la C. es el tema del desierto; a la manera del pueblo de Israel que vaga 40 años por el desierto o de Elías que camina 40 días por desierto o de Jesús que ayuna 40 días en el desierto, donde luchan contra las insidias del diablo: el desaliento, el pesimismo. También nosotros caminamos por nuestro desierto, nuestros desiertos, los desiertos del hombre postpandémico, sus soledades, sus miedos sus ansiedades sus tristezas y depresiones. La C. nos abre un camino que avanza hacia la mañana Pascual que ilumina Cristo resucitado. El leit motiv de la C. lo traza Pablo: “Padecemos juntamente con Cristo, para ser también juntamente con él glorificados” (Rom.8,17). Tal es la ley de la C. Entonces el camino de la conversión es el camino de la alegría, es el regreso gozoso a los brazos y a la casa paternos, es la recuperación de nuestra dignidad de hijos de Dios que habíamos perdido por el pecado. Hijos pródigos. Así lo pinta Rembrandt.

 

La C. no es, pues, un residuo arqueológico de prácticas ascéticas de otros tiempos, sino el tiempo de una experiencia más sentida de nuestra participación en el misterio de Cristo que ya hemos iniciado en nuestro bautismo. El papa León Magno (431-460) nos recuerda que debemos de vivir la C. como si en la noche Santa de la resurrección, Liturgia Pascual, fuéramos a ser de nuevo bautizados. Este hermoso camino se inicia con el rito del miércoles de ceniza.

 

Por último, ¿dónde podemos tener esta experiencia que desemboca en nuestra libertad, en nuestra alegría plena, en el encuentro con el Padre? ¿Dónde encontramos esta oportunidad? No podemos menos de afirmar que todo esto tendrá lugar con nuestra presencia en el cuerpo de la Iglesia. Es evidente que no se trata de cualquiera cosa, todo apunta hacia Dios. A los ojos de un cristiano, Dios se halla en la Iglesia y en Iglesia, La liturgia precisamente, no es otra cosa que esta asamblea de personas reunidas para dar a Dios el culto de su amor, lleno de respeto, de adoración y la acción de Gracias; y lo que debe reunirnos en esta meta común es ese Dios al que nosotros tenemos acceso, en común, nunca en solitario, ese Dios al que encontramos porque Cristo nos lo ha revelado. Ahí en la asamblea, juntos formamos el cuerpo de Cristo porque: «Aun siendo muchos, formamos un solo cuerpo puesto que todos comemos de un mismo pan y bebemos de una misma Copa». (ICor.10.17).