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El papa BXVI, fiel a la idea de poner de relieve las virtudes teologales, decidió  convocar un Año de la fe, que comenzaría el 11 de octubre de 2012, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013.

BXVI vio con claridad meridiana que el cristianismo ha de volver a sus raíces más profundas; intentó despertar la conciencia de que ser cristiano no es más que vivir la fe, la esperanza y la caridad. Así quedó claro en sus tres encíclicas sobre cada una de estas virtudes. En ellas y en sus catequesis, en sus mensajes y visitas internacionales, plasmó lo que viene a ser la esencia del cristianismo. Lo demás es historia.

Pero yo quiero abordar este tema desde el testimonio de aquellos para quienes la fe fue un camino largo, difícil y no falto de sufrimiento. Y sorprendente y desconcertante. Después de todo, la fe seguirá siendo don y misterio. Cuando nos hablan de ello los religiosos nos dejan la impresión de que se trata de algo que pertenece y es fácil para ellos, pero que en la vida, en “lo terriblemente cotidiano”, en “la vida real”, es punto menos que imposible. En todo caso los oye uno en silencio y con respeto. Pero la vida se presenta como un inmenso páramo que no sabemos a ciencia cierta cómo habremos de recorrer. Y en este camino, según aconseja Marcel, los que decimos creer debemos de preguntarnos si en realidad creemos, y los que no creen han de preguntarse si están seguros de no creer. “Por lo tanto, escribe este filósofo, quisiera colocarme en principio en el punto de vista de esos «paseantes extraviados» que han perdido hasta la creencia en un fin -, no hablo de un fin social, sino metafísico -, en la posibilidad de conferir un sentido la palabra destino”.

Ya en otras ocasiones me he referido a ese sorprendente fenómeno de célebres y llamativas conversiones que tuvieron lugar en Francia, en la primera mitad del s. XX; se trata de hombres de talla mundial, filósofos y literatos, científicos y hombres de la política. Y los “convertidos son molestos”, como decía Bernanos. En efecto, lo siguen siendo Pablo o Agustín, Francisco de Asís o Íñigo de Loyola o Carlos de Foucauld o Alexis Carrel. O André Frossard, periodista y político de la III Republica que, a los 32 años, fue el primer presidente del partido comunista francés, y nos ha dejado  plasmada su conversión en un obrita titulada: “Dios existe, yo lo encontré”. “

No es diferente el caso de Jean Pierre Jossua. Vengo de un ateísmo perfecto; en mi casa ni siquiera se planteaba el problema. Se vivía aquella situación con total normalidad, confiesa. “Un tarde, Dios se inscribió en mi campo mental como un tú ilimitado. Después mi vida se ha transformado varias veces, pero él no se ha movido. Vivía yo entonces en un estado de carencia existencial; mi vida no tenía sentido. Era también un momento de crisis psíquica y buscaba, sin saberlo, una salida. Cogí un libro en el que autor se dirigía a Dios como cercano, con una convicción total, ardiente y con una nobleza de estilo literario que conmovía. Ante este espectáculo sentí un estremecimiento íntimo tal que me encontré  metido en el mismo movimiento de oración que realizaba el texto.

Después de esta vivencia, la «experiencia» en sentido restringido, ha tenido su importancia, y también su ambigüedad; es imprudente considerar lo más frágil como lo más convincente. A la luz de lo que siguió, lo esencial se me presenta así: la fe había suscitado la fe. Se me ofreció creer y yo he querido, me ha gustado creer. En todos los cambios hay un punto fijo: Dios” (La Condition de Témoin. 1987). Este hombre terminó como fraile dominico y  profesor de Teología en Saulchoir. Escribió parte de su historia en la obra citada, La condición del Testigo, convencido de que en la actual situación de increencia, no le es fácil al creyente dar testimonio de su fe. En todas las épocas, los cristianos han tenido la tendencia a pensar que se encuentran en una situación crítica. Pero las dificultades que experimentan hoy ofrecen nuevas y muy altas cotas que nos obligan a plantearnos la duda y las posibilidades del testimonio.

J. M. Pemán, prologando la edición española de la obra de Frossard, escribe: “Severino Lamping reunió en un tomito, como un Gallup a lo divino, la confidencia de muchos conversos de estos últimos tiempos, y en todos o en casi todos se descubría la dinámica del testimonio. Un boxeador se convierte por el deseo de poder comulgar en la mañana de cada encuentro difícil, como hacia un compañero suyo católico. Por un verso de Rimbaud se empieza a convertir Claudel. Y por un verso de Claudel, se convierte James. La antorcha olímpica de la fe se va pasando y relevando de verso en verso. La de Claudel acaso sea la más típica de las conversiones ocurridas con ese permanente y repetido estilo. Incluso ha podido conmemorarse el instante luminoso con un letrero que adorna una columna perfectamente localizada en la nave central de Notre Dame de Paris. En ella estaba apoyado el poeta”. En efecto, sin saber por qué ni para qué, Claudel  entró a la famosa catedral, apoyó una mano en una columna, mientras escuchaba embelesado el Magnificat que entonaba un coro de niños. Aviene el milagro, entonces. Don y misterio, eso es la fe.

Después de todo, cuando BXVI y los papas anteriores y el actual, nos hablan de la fe, lo hacen para plantear la necesidad del testimonio. “No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta.  Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente”, escribe BXVI en el documento con el que convoca el Año de la Fe.

Me fascina la historia existencial en el camino de la fe de Gabriel Marcel. Hijo único, huérfano de madre a los cuatro años, soportó la dictadura de una madrastra judía que se convirtió al protestantismo, no por la fe, sino sólo para encontrar un imperativo moral que imponerle al niño para hacer de él un buen ciudadano. Vivió en una terrible disciplina y en una helada soledad toda su niñez; unas leyes morales sin fe, sin religión, sin esperanza, sin amor, tal fue su horizonte infantil. Tal vez por eso pudo desarrollar es gran filosofía existencialista en la que expone la importancia de la  relación personal. ¡No se trata de la indiferencia del uno por el otro! Bajo la espiritualidad del yo despertado por el tú, Marcel, coincide en ello con los filósofos de su tiempo, designa una nueva forma de significar, una nueva forma de ser. Es un tú lo que hace que surja mi yo. Solamente si me siento amado puedo existir realmente. Así, es tanto relación como ruptura y despertar: despertar del Yo gracias al otro, es decir, al prójimo. En la fe, esta idea adquiere una importancia decisiva. Dios es también nuestro prójimo, es el prójimo más cercano, es el Tú infinito que nos hace existir porque nos ama infinitamente. Esto permitía exclamar a San Agustín: ¡“Tarde te conocí, Verdad siempre antigua y siempre nueva; tarde te amé”!

En una conferencia del 28 de febrero de 1934, pronunciada para la Federación de Asociaciones de Estudiantes Cristianos, Marcel les confesaba: “Sucede que yo me he acercado tardíamente a la fe cristiana y tras una especie de viaje sinuoso y complicado. No lamento este viaje por muchas razones, pero sobre todo porque guardo de él un recuerdo lo suficientemente vivo como para profesar una particular simpatía por aquellos que lo están realizando en este momento y avanzan, a veces penosamente, sobre pistas análogas a las que yo he seguido”. Esto es hacerse compañero de los que van caminando; antes que desprecios y altanerías hay comprensión, se establece una empatía y éste es el mejor testimonio que se puede dar. Si se entiende la fe como lo que es, un don completamente gratuito, el no compartirlo o el desprecio a los que no participan de él, es una traición.

Se trata de un camino. Y los caminos son siempre incómodos. Marcel sabe que su fe es un camino. “En ningún sentido puedo considerarme como llegado. Tengo la convicción de que veo más claro. Eso es todo. Más exactamente diría que ciertas zonas de mí  mismo, las menos comprometidas, las más liberadas, desembocan en la luz, pero hay otras que no han sido todavía iluminadas por ese sol casi horizontal del alba o, para emplear la expresión de Claudel, que no han sido aún evangelizadas. Pero es preciso ir más lejos: Yo creo que, en realidad, ningún hombre, ni aunque fuera el más iluminada, el más santificado, llegará jamás antes de que los demás, todos los demás, se haya puerto en marcha tras él.

Aquí, la intuición de Marcel es genial. A la fe no podemos acceder en solitario. Una antigua verdad de la Iglesia dice que nadie se salva o se condena solo. Tampoco a la fe podemos llegar solos. Siempre habrá testigos, siempre habrá personas que nos llevarán a la fe. Muchas personas, no sabemos quiénes, cuántas ni donde, oran, o para que perseveremos en la fe o para que lleguemos a ella. Nunca sabremos quién intercede por nosotros. Y esto es lo que hace que Marcel se sienta cercano a todos aquellos que van haciendo el mismo y penoso camino. “Trato de reflexionar en presencia de los que me siguen. Así quizá, pueda echar una mano a algunos en la especie de ascensión nocturna que representa para todos nosotros nuestro destino y en el cual, a pesar de las apariencias, jamás estamos solos. La creencia en la soledad es la primera ilusión a disipar, el primer obstáculo a vencer, en algunos casos, la primera tentación a superar. Está claro que deseo dirigirme en especial a los menos favorecidos, aquellos que desesperan de alcanzar jamás un cima, aún más, que han acabado por persuadirse que no existe esa cima, esa ascensión, y que esta aventura se reduce a una especie de estancamiento entre la niebla que no acabará sino con la muerte, en una extinción total en la que se consuma o consagre la ininteligible vaciedad.”

Este existencialismo cristiano fue reconocido, incluso, por los existencialistas franceses ateos. Pero Marcel se sustenta en una verdad muy sólida. Sartre gustaba de representarse solo en una isla; una soledad total. El hombre es una pasión inútil, decía. Marcel, por el contario, sabe que no está solo; que a la postre nadie estamos solos, nunca. Marcel descubrió esa honda verdad del credo cristiano, perfectamente ignorada por los cristianos, que se llama «La Comunión de los Santos». Por eso pudo decir que la soledad es una tentación que debemos superar. La fe es esencialmente la certeza de una compañía que nunca nos abandona, ni siquiera en los momentos más adversos, cuando todos los horizontes parecen cerrados. El objeto de nuestra fe, Dios, siempre está ahí.

En el año de la fe convocado por BXVI, en los documentos emanados, en el Sínodo General de Obispos, en fin, el denominador común a todas estas iniciativas de la Iglesia católica tienen una y única finalidad: Dar testimonio del evangelio. ¡Evangelizar!, he ahí el reto gigantesco que espera a la iglesia de nuestros días. Y esta acción no va a ser posible más que por medio del testimonio. Según Lucas, el Resucitado dice a sus discípulos: ¡Ustedes son testigos de todo esto! No se trata, entonces, de la transmisión burocrática de una verdad neutra; es una vida la que se ofrece, la que se trasmite.

La incredulidad es un rechazo, decía Marcel, es permanecer en el pesimismo, y el pesimismo sólo puede ser una filosofía de la decepción.  Es una doctrina puramente polémica, en la que el pesimista entra, por lo demás, en guerra consigo mismo o con un contradictor exterior a él. Es la filosofía del “Pues bien, pero no”. Solamente un testimonio de alegría y de sentido puede entrar en el oscuro mundo del pesimismo en nuestros días.

Podemos terminar con las palabras de BXVI: “Podemos  preguntamos, ¿la fe es verdaderamente una fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello determinante que la implica por completo? La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de “conquistas de la civilización”: la fe afirma que no existe una verdadera humanidad si no es en los lugares, en los gestos, dentro del plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás. Donde hay dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde está la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido, desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más aun, la vuelve plenamente humana”.

Paseantes extraviados, llamaba Marcel a los van haciendo el camino de acceso a la fe. “Tales extraviados son innumerables, y no hay que hacerse ilusiones sobre la posibilidad de volver a captarlos mediante explicaciones o exhortaciones. No obstante, confío en la virtud parenética de cierta reflexión. Creo que en la situación trágica en al el mundo se debate hoy, más que el arte o poseía, es una metafísica concreta y como ajustada a  lo más íntimo de la experiencia personal la que puede desempeñar para muchas almas un papel decisivo”.

Tal vez todo esto parezcan solo palabras. Pero no es así. Hechos brutales, como el hemos vivido hace  ocho días, otro  episodio más de esos que han colocado a Juárez en las páginas más negras de la historia del crimen, no dice lo que es la no fe, la falta de destino. Es la ilustración más radical y escalofriante de lo que significa la lejanía de Dios. Roza en lo demoniaco en cuanto que lo demoniaco no es otra cosa que el hombre abandonado a su poder de destrucción y de autodestrucción. Estamos en el mundo de la no fe. Es un completo extravío existencial. Y todos vamos en ello. Esto debería movilizarnos más que la temida e injusta reforma hacendaria. Pero ello nos habla, a su modo, acerca de los “valores” que nos animan.