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Alegres en la esperanza, pacientes en el sufrimiento. (Rom.12,12).  

Vivimos con indecible dolor la muerte de nuestros seres queridos arrebatados por la vorágine; y con el doble dolor, de su muerte, primero e impedidos luego para estar cerca y reforzar la común esperanza con los que sufren; nos queda el lazo de la oración, lo único y lo mejor que podemos hacer. Y las iglesias cerradas. ¡Qué dolor!  Escribo el presente pensando en los que sufren tan grande pena para expresarles mi cercanía y asegurarles mi oración. 

Decía Montaigne (1533 – 1592): ‘Quien le enseña al hombre a morir, le enseña a vivir’. Bien, pero falta explicar más. Yo he preferido meditar en una figura gigante de nuestro tiempo, tiempo que ha banalizado, no solo la vida, también la muerte; me refiero a Sta. Teresita del Niño Jesús, (1873-1897).

¿De qué vas a morir?, le preguntó una de las hermanas; ella respondió: «de muerte»; así de simple. ¿Simple superficialidad o una suprema lucidez que sabe distinguir el misterio de la muerte de sus circunstancias, enfermedad, infarto, accidente, fuego cruzado, covid etc.? En definitiva, «La muerte es la enfermedad mortal que contraemos al nacer». (S. Agustín).  

Momentos antes de su muerte exclamaba con plena conciencia: «Yo no muero, entro en la vida». Esta es la suprema, difícil e inaudita verdad de nuestra fe. Y por lo mismo, esto no puede improvisarse. Para decir semejantes palabras en el momento supremo de nuestra vida terrenal, es necesaria antes una vida de desasimiento contemplando a Jesús glorificado, vencedor del abismo, y descubriéndolo como el origen, camino y meta de nuestra existencia. 

Todos tememos este último momento de ruptura. De radical ruptura con nosotros mismos, con los demás, con el mundo. Ruptura con lo que somos y con lo que hemos sido. Ruptura con lo que conocemos y con lo que amamos, es un paso hacia lo desconocido. Ese momento que nos aguarda a todos y al que un día deberemos responder sana o insanamente, es una situación de crisis que abordaremos con nuestra desnuda existencia, con nuestro Yo desnudo. Solos, con nuestra total desnudez, – desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él, decía el santo Job -, con nuestra culpa, con nuestra radical impotencia frente a la eternidad. Ese momento nos revela realmente lo que somos: seres contingentes y desvalidos. Pero qué consolador poder llegar al final con la esperanza que nos da la fe, saber que, en realidad, entramos a la vida, que toda esa impotencia queda absorbida por la victoria.

¿Morir o entrar a la vida? En las dos frases de Teresita encontramos esta doble perspectiva: ciertamente habremos de experimentar la muerte y enfrentar el juicio, pero no es menos cierto, siempre desde nuestra fe, que, “no morimos, entramos en la vida”. «La Santa de la muerte para nuestro tiempo», como la llama un especialista; esto porque ella, muriendo tras una penosa enfermedad y dolorosísima agonía, a la edad de 24 años, constituye para el hombre posmoderno, enajenado, distraído, una enseñanza suprema en el aprendizaje del difícil arte de morir. Y de vivir para Vivir.

Entrar en la vida. “Je ne meurs pas, j´entre dans la vie”. Pero, durante su penosa agonía y en repetidas ocasiones, como una jaculatoria, repetía: “Mon Dieu….je vous aime!….”, “Dios mío, yo te amo”.  Considerar la muerte como un paso a la vida supone que este paso se ha vivido a lo largo de la vida. Un himno de la liturgia dice: “vivir es ese encuentro, Señor, tú por la luz, el hombre por la muerte”. Pero es un encuentro con el Dador de la vida. con la Vida misma. Y cuando en el quehacer de la iglesia esto se oscurece hacemos del cristianismo una mercancía, una ilusión. Pero también a una cultura alejada de Dios, le resulta difícil entender el testimonio de Teresa: “no muero, entro a la vida”, porque sencillamente no importa ya la cuestión. La cuestión más importante de vivir o morir también queda anulada en el mundo de nuestros días lo que facilita el asesinato como forma normal de relación.

Paul Claudel ha escrito un hermoso pasaje inspirado en la vida, agonía y entrada en la vida, de Teresita. Lo comparto con ustedes: «Nadie, creyente o no, puede evitar la pregunta: ¿por qué el mal? Si yo tuviera que resumir lo que mejor mide mi vida y mi fe, respondería a esta cuestión preguntándome: ¿Qué has hecho tú de la muerte?, y ¿qué has hecho del amor? Y si ahora debiera confesar qué es lo que más me ha ayudado, después de los evangelios, a continuar el viaje hasta el final de estas preguntas, sin duda respondería: Teresa de Lisieux.

Bajo los castaños del (convento) Carmelo de Lisieux una pequeña joven se enfrenta a la misma pregunta que Dostoievski, Pascal, Lutero, San Agustín, San Pablo o San Juan.  Lo mismo que estos gigantes de la historia, gracias a su fe, hace explotar la pregunta, transmitida a lo largo de nuestra historia, como un grito del que no se libera jamás.

Muy pronto ella descubre que “la verdadera vida comienza más allá de la desesperación”. Ella no nos dice solamente a cada uno de nosotros: «¿Qué dices del mal?», sino «¿Qué dices tú de la muerte?, ¿qué dices del amor?

Es por esto que ella me fascina: Ella no me da un catecismo sobre Dios, ella me habla de mi vida y de Dios al mismo tiempo. Ella conoce la búsqueda desesperada de un sentido para la vida. Sabe que no hay respuestas hechas, pero ella no rechaza las preguntas.

Ella me recuerda que ahora, en la hora de las máquinas, (de la tecnología), ante la muerte, no somos más que seres primitivos, simples artesanos. Sí, todos tenemos que vencer el miedo: al porvenir, al pasado, a los otros, al sufrimiento, a todos los límites y, finalmente, el miedo a nosotros mismos. Teresa, entonces, llega a ser igual a los más grandes revolucionarios: Sí, nosotros poseemos una fuerza infinita, una fuerza explosiva, loca, que permitiría a todo hombre trascenderse. Aquél que dice: mientras más Dios más límites y más miedo, Teresa le responde: la única oportunidad, es que Dios me ama hasta la locura; vengan, todos estamos invitados; para beneficiarnos de esta fuerza victoriosa de todos los miedos, basta una sola cosa: haberla escogido, (en el sentido de una opción); ciertamente, tienes que pagar un precio, terrible y cercano: renunciar a ti mismo, cotidianamente, a causa de Cristo.

Vencer el miedo por el «pequeño camino» de la confianza absoluta, desarmada, loca: «vengan, no teman, soy yo», es la solución. Teresa sabe que ahí está la victoria. Pero también sabe que hay telarañas mentales que no te van a permitir entender esta cuestión. ¿Qué has hecho de la muerte? ¿Qué has hecho del amor? Cristo ha ido hasta el final; Teresa también fue hasta el final para invitarnos a ello». En realidad, lo que nosotros hemos hecho de la vida, de la muerte y del amor, es una banalidad.

La confianza. La fe ha de traducirse necesariamente en confianza; una fe sin confianza no puede ni pensarse. ¡Cuántas preocupaciones y angustias nos invaden! Nietzsche decía que el preocupado es aquel que quiere ser su propia Divina Providencia. Por su parte, Teresita escribe: “La confianza es la llave de los tesoros de Dios”, de las innumerables riquezas de Cristo. “La confianza y nada más que la confianza es el camino hacia el amor”, decía. Y el amor es el tesoro por excelencia. Nada podemos ante alguien que no nos tiene confianza, que no nos ama; igual, si queremos anular a alguien, neguémosle la confianza. Sócrates decía a una madre: “nada puedo hacer por tu hijo porque no me ama; no me tiene confianza”.

Muchas veces, en los evangelios, Jesús invita a los suyos a la confianza: “Confiad en mí; yo he vencido al mundo”. Teresita asume esta verdad hasta el extremo de exclamar: “Sí, lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a Él”. Tal fue el “pequeño camino” de esta santa.

Bien comprendió, ella, las palabras del salmo 36: “Porque en ti está la fuente viva/ y tu luz nos hace ver la luz”. Nuestra fe no es, pues, una droga que nos insensibilice ante el dolor, sino luz que alumbra el camino, a veces muy difícil, y que puede transformarlo en aurora de resurrección.

El Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de paz y de amor.