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¡Navidad! Se dice la palabra casi con desánimo; pues ¿quién puede hacer hoy comprender realmente a nadie lo que quiere decir celebrar las navidades? Claro está que no se trata en esta fiesta del árbol o del nacimiento o de poner lucecitas que cuelgan en los árboles y de los petriles, de regalos, del hogar caliente, de cena y dulces y usos semejantes que se continúan con suave escepticismo. ¿Qué hay además de todo eso? Pero la fiesta de Navidad bien vale la pena.

Obertura en forma de oración. ¿Cómo podemos celebrar la Navidad, hoy, Señor? Hay demasiada tristeza en la Ciudad y mucha oscuridad en las almas. Zozobra, miedo, incertidumbre marcan nuestras vidas. La violencia sube de tono; casi podemos hablar de terror. ¿Qué debemos entender, Señor, cuando nos dices por medio de tu Profeta: «Decid a los cobardes: sed fuertes, no temáis; que vuestro Dios viene y os salvará»? (Is. 35,4). Cierto, sabemos que tu Reino crece en el silencio de las almas y que no será el resultado de un golpe de estado; no podemos decir: mírenlo allá, véanlo acá. Tu Reino está en medio de nosotros y crece misteriosamente en las almas, como la semilla sembrada en la tierra. En tu Hijo nos has dado, ya, la paz, la alegría, la libertad. Eso quiere decir Navidad. Entonces, ¿el mal que existe y nos amenaza se debe a que no te hemos acogido, a que no hemos hecho nuestra tu propuesta? Sigue siendo verdad aquello de que: «Vino a los de su casa, pero los suyos no lo recibieron. Vino al mundo, y aunque el mundo fue hecho por él, el mundo no lo conoció». Tampoco nosotros somos, ahora, más hospitalarios.

Angelo Silesius, místico alemán decía: Si Cristo nace cien veces en Belén/ y no nace en ti tú permaneces perdido para siempre… Tal vez sea esta una verdad en la que debamos meditar esta noche: ¿Cristo ha nacido ya en mi vida? Si privan todavía la tristeza y el pesimismo, la depresión y la amargura, Cristo no ha nacido todavía en mi vida.

¿Será, ésta, la tragedia de nuestra historia? No hemos sido hospitalarios con tu Enviado e intentamos arreglar el mundo y nuestra vida sin contar contigo. Pascal se lamentaba diciendo que íbamos al precipicio con los ojos vendados; pero tú también denunciabas a tus contemporáneos su inconciencia, les decías que eran como los habitantes de Sodoma o los coetáneos de Noé: ciegos ante la gravedad de momento. Tampoco nosotros sabemos leer los signos del tiempo. Entonces, Señor, enséñanos y ayúdanos a celebrar Navidad; dinos que es Navidad para siempre. Que siempre estarás ahí, en cada hermano, en cada acontecimiento, confiando en nosotros, para que te acojamos. Esperando nuestro discernimiento. ¡Ven!, es el grito de la esposa. Te diré con el poeta:

Que vienes, siempre vienes

para encontrar cerrada nuestra puerta.

No llames más, Señor, cubre de acero

tus blandas manos como el viento y ¡entra!

 

¿Qué es, pues, la Navidad? Cierto; hoy puede perdérsenos el sentido propio de la Navidad. Navidad quiere decir nacimiento. Celebramos el nacimiento de Alguien. Y ese Alguien es el Logos eterno del Padre, que sin dejar de ser de la misma naturaleza que el Padre se hizo de la misma naturaleza nuestra que tomó de María, su Madre. El cristianismo es la única religión del Dios encarnado. S. Atanacio, uno de los genios del cristianismo antiguo, decía, sin dudarlo: «Dios se hizo hombre para que nosotros nos hagamos dioses». Todo para revelar el amor con que nos ha amado. Un amor que nada ni nadie podrá destruir, ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución ni el hambre, ni el peligro ni la espada; de todo eso salimos vencedores, gracias al que nos ha amado. En términos reales, esto es Navidad.

 

El viejo Papa S. León Magno (430-461) el que aportó la estructura doctrinal a la Navidad, podía escribir estas tiernas palabras al respecto: «Nuestro Salvador, amadísimos hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa. Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca a la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es llamado a la vida.»

Admirable texto. Podemos destacar, primero, el «hoy» de la liturgia. Ésta no es arqueología ni historia, es volver hacer presente aquello que se celebra. Esta noche nace el Niño Dios. Aquí radica el motivo de nuestra alegría, en la renovada presencia de Dios en la liturgia; el pueblo de Dios no existe sin liturgia. La alegría no se debe a motivos simples, ordinarios, se trata en el fondo de la vida, es una cuestión de vida o muerte. El nacimiento del Niño Dios significa la cancelación de nuestra muerte, de la supresión del miedo a la muerte mediante el cual el diablo nos mantenía cautivos, según la Carta a los Hebreos. “No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa” ¡Y cuánta tristeza hay en nuestra vida, en nuestra cultura, en nuestro mundo! La tristeza ha matado a muchos, dice el texto sagrado. Y un último elemento a destacar en el texto de León Magno es, que de esta alegría, nadie, absolutamente nadie, ni los justos ni los pecados, ni los paganos, están excluidos.

 

Por los mismos años, S. Agustín pronunciaba también una hermosa homilía: «Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. ‘Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos; y Cristo con su luz te alumbrará’.(Ef. 5,14). Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre.

Estarías muerto para siempre si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte.

Celebremos, pues, con alegría la venida de nuestra salvación y redención. Celebremos este día de fiesta, en el cual el grande y eterno Día, vino al día tan breve de esta nuestra vida temporal».

 

Esto es Navidad. Sin más comentarios. Esto es lo que celebramos. Te invito, estimado lector a que repases estos dos textos, que los leas en silencio, despacio; así predicaban, así lo vivían los viejos Padres del cristianismo. ¡Qué lejos estamos hoy de presentar, hasta con elegancia, la austera belleza de la Navidad!  Celebramos, simplemente, la vida.

 

Te ofrezco otro texto, este de Karl Rahner, sj., uno de los grandes teólogos del s.XX. «No obstante toda la oscuridad de todo el mundo, si decimos con fe decidida, escueta y sobre todo valiente: “es Navidad”, entonces estamos diciendo que en el mundo y en mi vida ha irrumpido un hecho que ha transformado todo eso que llamamos mundo y vida nuestra, que ha acabado con el “nada nuevo bajo el sol” del orador antiguo y con el cruel mito del eterno retorno del filósofo moderno (F.N.); hecho por el cual nuestra noche, la terrible y fría y  desierta noche, ha llegado a ser la noche de Dios, la noche  santa. El Señor está aquí. El Señor de la creación y de mi vida. Ese Dios no mira ya, desde su eternidad feliz el eterno cambio de mi vida destrozada. La eternidad se hace tiempo, el Hijo se hace hombre, la eterna razón del mundo (Logos) lo que da sentido a toda la realidad se hace carne y por ello transforma el tiempo y la vida del hombre. Navidad dice: Dios ha venido a nosotros, ha venido de tal manera que desde ahora puede habitar en nosotros y en el mundo con su propio esplendor terrible y glorioso. Por el nacimiento del Niño todo ha quedado transformado.

 

Y ahí está Ella, la Virgen Madre. La mujer que pronunció las palabras más importantes de la historia: Hágase en mí, conforme lo que me has dicho.  Esto decidió el cambio de la historia, de mi historia.

Feliz Navidad.