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Nos preguntábamos hace ocho días:  Pero ¿cómo surgió la idea? ¿Dónde nacieron la ilusión, los impulsos y los arriesgos que la hicieron posible entonces y la siguen haciendo hasta hoy? El 24 de junio de 1869, el padre José Manyanet, escribía al obispo José Caixal, proponiéndole la idea de levantar un templo expiatorio a La Sagrada Familia. Esa semilla necesitó decenios para fructificar y fueron luego otros grupos, movimientos y personas quienes con él la sostuvieron hasta el final; pero sin la inspiración y empuje de José Manyanet no existiría.  

Gaudí y Manyanet, forman parte de esos hombres y mujeres presentes en tantos rincones del mundo, que se percataron de que en la vida humana hay realidades nutricias de su dignidad y de su futuro, realidades que Dios ha creado y que él mismo, encarnado, ha experimentado. La primera entre ellas es la familia. Sólo podemos hablar de La Sagrada Familia si a la vez hablamos de cómo es sagrada la familia. Ella es la raíz personal y amorosa de la existencia humana, sin la cual el hombre ni llega a ser ni crece con aquel arraigo, libertad y aposentamiento gozoso que necesitamos para acoger la vida no como un destino ciego y violento, sino como un bello quehacer y una sagrada misión.

En los últimos decenios hemos asistido a una revolución, acoso de la estructura y derribo de los dinamismos de la familia. Como la escuela, la Iglesia y la Universidad, ella forjó sus dimensiones en la cultura rural, preindustrial, local. Hoy éstas han desaparecido y no hemos ido construyendo lentamente las respuestas institucionales, las soluciones legales y morales, que permitan a la familia nueva adaptarse, afirmarse y consolidarse. La familia tiene unos problemas y tareas que son eternos: suscitar la vida, afirmar la libertad recíproca, acrecer el amor, mantener la fidelidad entre los tres lados de ese triángulo constituido por: esposa-madre, esposo-padre e hijos-hermanos. Eso siempre fue una necesidad y a la vez un milagro. Los problemas nuevos derivan de grandes conquistas: la mayoría de edad cultural, la formación profesional y la independencia económica de la mujer, la necesaria igualdad de derechos en la diversidad de funciones, el acceso de todos los hijos a la escuela y a la Universidad, sin que se hayan actualizado la legislación, y sobre todo la resituación del esposo y de la esposa respecto de la responsabilidad en el hogar y para con los hijos. Ante tal diversidad la familia se diluye. No queda tiempo para ella; el hogar se convierte en un hostal. A ello se añaden los problemas de vivienda, desarraigo y anonimato de la ciudad, pérdida de los contextos conocidos y de las instituciones sustentadoras. Y la facilidad para pervertir las costumbres.

¿Qué amenazas pesan sobre la familia? Su depreciación social y su trivialización como si fuera una estructura arbitraria y convencional, disoluble a gusto. Pesa sobre todo el rechazo de la vida, ya que cuando ésta se vivía como don de Dios con la misión de trasmitirla, entonces los hijos eran motivo de profunda alegría y responsabilidad. La vida se recibía con gozo y con gozo se trasmitía. Perdida la fe en Dios, y comprendida la vida como mera posesión propia, ni recibida de nadie ni debida a nadie, la sociedad y la vida pierden su primer fundamento, reducidas a una suma de individuos absolutizados y desentendidos de aquéllas. Pesa sobre todo la pérdida del sentido de fraternidad. ¿Cómo sentir lo que es ser hermano si no se tienen? Los hijos únicos saben lo que es esa herida, siempre abierta, incurable en los costados del ser. A la familia la amenazan la invasión de lo público en lo privado, de lo oficial en lo personal, y la irrupción anónima, despersonalizada y no responsable en el hogar, con mensajes, propuestas y apelaciones que dejan fuera de sí a los miembros de la propia familia, remitiéndolos a la comunicación con los otros más que entre sí, si no permanecen vigilantes y libres. En 1935 escribió M. García Morente su clásico Ensayo sobre la vida privada. Pasar de lo individual egoísta a lo social responsable es un deber sagrado, pero vaciar la vida personal en la pública es quedarse sin resortes propios, sin dignidad y libertad, a merced de los ladrones y de los verdugos. La invasión de la vida personal por lo público es la amenaza más grave que hoy vivimos, y de la que apenas se aperciben las masas, por su carencia de formación cultural y de coraje moral. Más aún, consideran que esa presencia de lo público y su participación en ello es su liberación. Finalmente amenazan a la familia la desatención social y la utilización política.

Un ejemplo en la historia debe darnos que pensar. ¿Por qué ha perdurado el pueblo judío con tal dignidad y fecundidad cultural pese a tanto dolor y genocidio? Hay una respuesta teológica: porque, siendo creyente, está llamado a ser el signo público, no borrable por los hombres, de la existencia y unicidad de Dios creador, iluminador y santificador del hombre, frente a los ídolos y tiranos que se divinizan a sí mismos. Pero hay otra respuesta a ras de tierra y de tejados. Perdura porque en él han sido sagradas estas realidades: familia y madre, casa y libro, memoria e identidad, lengua y religión. Sin familia no hay arraigo en la existencia; sin el amor que ella ofrece, la libertad es mera soledad desesperanzadora; sin el cobijo y propulsión que ella emite no hay implantación gozosa ni germinación creadora en el mundo. Antes de asustarse por las crisis familiares y desmanes matrimoniales hay que preguntarse por sus causas y sobre todo sostener y mantener el fundamento de una real familia, de una familia así sagrada, por amplia, abierta y solidaria.

El filósofo francés, J. Lacroix, ha escrito acertadamente: “…. A fuerza analizar la ‘utilidad’ de la familia, se ha acabado por perder el sentido de la familia. Pues lo útil no solo es significado inferior y parcial, sino que también mina en las conciencias la aptitud para percibir el significado. Así, pues, en vez de considerarla de manera superficial y tratarla como objeto, conviene penetrar en su intimidad y delimitar su sentido. Todo lo cual no puede hacerse sin una ‘conversión’ del conocimiento, lo cual no solo es válido para el ser familiar sino para todo lo que concierne a la ‘existencia humana’ y para lo que se llama pomposamente ciencias humanas”. La familia necesita ser considerada desde la filosofía, desde su realidad ontológica y así lo ha hecho la iglesia; no para qué sirve, sino qué es, tal es la cuestión de fondo.

La verdadera naturaleza de la familia, tal vez se comprenda solo cuando padre y madre ya no existan, cuando los hermanos mayores ya se fueron y nos quede solo la extensión solitaria de la orfandad; cuando los puntos referenciales estén solo en la memoria y las coordenadas de la existencia se hayan borrado. Entonces tendremos que trazar las nuestras. Y aún entonces necesitaremos de un lejano recuerdo vivido.

Tras la muerte de su madre, Gonzáles de Cardenal, traza este panorama: “La muerte de los padres significa que ha desparecido la primera línea en la batalla por la vida y que los demás somos enviados a la frontera de la responsabilidad última y del peligro supremo. Ellos sostenían la vida, en cuanto que ésta es mucho más que trabajo material o ganancia económica, soporte jurídico o defensa física. Sostenían la vida en cuanto que ella es contenido de verdad y de sentido, responsabilidad, memoria acumulada y protectora, finalidad responsable. Mientras ellos existían, estas realidades, sustentadoras del vivir, estaban a recaudo, portadas por sujetos vivientes que les otorgaban persistencia al vivir desde ellas y para ellas. Muertos ellos, ¿estamos los supervivientes dispuestos a portarlas y a otorgarles realidad, defendiéndolas, cultivándolas e identificándonos con ellas? ….. Todo hombre nace de padre y madre; con padre y madre crece y sin padre ni madre se queda en la vecindad de la muerte”. (Madre y Muerte. 1993). Eso es la familia. Los santos tienen la extraña facultad, ¿don especial de Dios?, de ver a través de la niebla del tiempo aquello que el futuro depara, las luchas que se ha de pelear, los peligros y escollos que se han de sortear y revelan la necesidad de mentes clarividentes, de hombres y mujeres que lo sean y sean capaces de un compromiso. Cada familia que se realiza conforme a su verdad íntima es una obra de arte mayor que la de Gaudí

Manyanet y Gaudí así lo pensaron, uno desde la preocupación pastoral, el otro desde el arte supremo, respondieron al desafío del tiempo. La Sagrada Familia de Barcelona es posible porque la familia es sagrada.