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Sé que mi Salvador vive. (Job) 

En el dolor lo más doloroso es el silencio de Dios que parece un dispensador de terrores. Sin embargo, al hombre le queda un consuelo: el grito que se le dirige. “Las lágrimas y el dolor nos han sido por la naturaleza, cuando el hombre no soporta ya más. Pero si en el tormento el hombre es reducido al silencio, a mí un Dios me ha concedido decir lo que sufro”. (Goethe. Torquato Tasso). Y si ese grito es oración, aunque sea rebelde, aunque bordee la blasfemia, sabemos que hay alguien, que la soledad vivida dolorosamente es aparente dolorida.

Lo rotundo de la crisis humana actual, material, sicológica y espiritual, nos basta para medir, no solo la cantidad múltiple, sino la intensidad del sufrimiento, de todo el sufrimiento que se acumula en cada corazón, en cada familia:  soledad, impotencia, miedo y preguntas sin respuesta inmediata. Al hecho definitivo de la muerte, se añade la incertidumbre de los sobrevivientes. Los científicos nos lo fían a largo plazo. Los médicos, luchan. Los templos cerrados y los sacerdotes no pueden llegar a lugar de la muerte y del dolor para consolar; hacen, tal vez, lo mejor y lo único que se puede hacer ahora: orar, y orar mucho y llorar mucho; y la oración atraviesa el muro sombrío de la muerte. Las redes nos han ayudado a ello. Nos urge, sin embargo, otro ángulo de lectura, otra forma de abordar el horror.

De lo profundo, de lo más hondo del corazón del hombre brota el grito de auxilio; detrás del dolor tiene que estar alguien, como detrás de una puerta cerrada. Tal vez ese alguien nos es desconocido, pero se presiente su presencia. “Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, / de noche grito en tu presencia”. Leemos el salmo 88.  Sí, los salmos son la plegaria de todos en uno; es el hombre común que se estremece ante lo ineludible, lo incomprensible, el hombre que vive el mañana y el pasado mañana de los días felices. El compositor del salmo está en condición de hablar a todos los hombres porque sufre lo indecible y quiere gritarlo. A Dios primero, “de noche y de día” e, insistente dice: “Llegue hasta ti mi súplica, / inclina tu oído a mi clamor”. (vv.1-2). No se trata de una suposición, sino de un hecho: todo hombre está marcado por la muerte, que actúa en nosotros y va minando de mil modos el fondo mismo de nuestro ser, inexplicablemente. El momento de la prueba pasada, sigue siendo presente y  futuro  que siempre está ahí, todos nuestros días como un hecho radical, como amenaza latente.

“Porque mi alma esta colmada de desdichas, / y mi vida está al borde del abismo;/ ya me cuentan con los que bajan a la fosa,/ soy un inválido,/ tengo mi cama entre los muertos,/ como los caídos que yacen en el sepulcro,/ de los que ya no se guarda memoria,/ porque fueron arrancados de tu mano”. (vv.4-6).

El “hombre común”, bajo la presión del dolor compone su canto lúgubre. Y lo podemos rezar todos por todos, los que viven la situación límite, los que gozan de salud todavía; es simplemente el hombre que se va rindiendo ante lo inevitable y quiere hacerlo con sentido, no en la desesperación. El salmista se siente ya trasladado al reino de los muertos. Al abismo o gran Sheol donde los muertos existen, pero no viven, no son miembros del pueblo que todavía puede alabar al Señor y no reciben la salvación de Dios porque están fuera de la historia que la mano de Dios conduce y realiza. Es la fosa, el sepulcro, el fondo, el mundo de las tinieblas: la acumulación de sinónimos culmina en ese “fondo de tinieblas”.

Muchos, muchos hombres y mujeres, en todo el mundo, apurados por el virus, se acercan a ese límite y nosotros, – tal vez también ellos -, puedan rezar en la angustia esta imponente oración. ¡Qué terrible acercarse al final sin la fe! De ahí hemos de concluir que el radicalismo de los salmos es lo que conviene realmente a nuestra existencia cotidiana más que las oraciones cómodas y rutinarias que hacemos a diario. El hombre es un misterio muy grande.

Cada vez que abro este libro, los salmos, resulta que soy el hombre abrumado por la injustica, por el absurdo, por la pregunta sin respuesta; que soy yo el hombre sediento, hambriento, enfermo, acobardado. Y se está tentado a pensar que Dios, en nuestra oración, no mira ya nuestro caso particular, sino el drama de toda la humanidad.

La enfermedad y la muerte revelan la cólera de Dios como reacción a la rebeldía del hombre. Las olas de Dios son los males arrolladores de la vida; así lo veía el hombre de la biblia: «Tu cólera pesa sobre mí, / me echas encima tus olas, / has alejado de mí a mis conocidos, / me has hecho repugnante para ellos: / encerrado, no puedo salir, /los ojos se me nublan de tanto pesar» (8-10) A los dolores y angustia personal se suma el abandono de los conocidos, temerosos, hasta la superstición, del contagio. ¡Y esto se escribió hará unos 2,400 años! ¿Quién es ese hombre que nos presta sus palabras para orar hoy, nosotros, en nuestra circunstancia? ¿Hay algo más actual? ¿Algo mejor qué hacer? No, no es este virus, es nuestra condición de hombres, la que nos atemoriza. Si no es este virus, será otra cosa la que nos haga cruzar el umbral.  

Y continua el salmista: “Todo el día te estoy invocando, / tiendo las manos hacia ti./ ¿Harás tú maravillas por los muertos?/ ¿Se alzarán las sombras para darte gracias?/ ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia,/ o tu fidelidad en el reino de la muerte?/ ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla/ o tu justicia en el país del olvido?”. (11-13). La belleza de las imágenes es lapidaria.

El hombre sufriente interpela a Dios con preguntas urgentes. La grave tragedia del abismo es la separación de Dios. Así lo vive el salmista: ni Dios auxilia a los muertos ni ellos responden dando gracias. Reino del silencio, en que no se alaba ni se canta a Dios; reino de la ignorancia, en que no se conocen las acciones de Dios; reino del olvido y de la tiniebla.

Pero hay siempre una mañana bañada de sol, nueva esperanza; es la hora de la oración. Todo es nuevo nuevamente. Es ocasión propicia para recibir los dones divinos. Esta fugaz referencia a la mañana, luz, esperanza, alegría, es el único momento luminoso de este largo grito lacerante; pero luego vuelve a experimentar el desvío de Dios y el recuerdo redobla la tristeza. “Pero yo pido auxilio, / por la mañana irá a tu encuentro mi súplica./ ¿Por qué, Señor, me rechazas/ y me escondes tu rostro?/ Desde niño fui desgraciado y enfermo,/ me doblo bajo el peso de tus terrores” (vv. 14-16).

Los últimos versos, 17-19, son como el final de una ópera de Wagner, dramáticos y estremecedores, capaces de hacer morir al intérprete. “Pasó sobre mi tu incendio, / tus espantos me han consumido:/ me rodean como las aguas todo el día, / me envuelven todos a una, / alejaste de mí amigos y compañeros:/ mi compañía son las tinieblas” (vv. 17-19).

Fuego y agua son los símbolos de las desgracias que el salmista siente como enviadas por Dios. La suprema angustia son “tus terrores, tus espantos”. Concluye el salmo con un verso de soledad y oscuridad sin remedio (v.19). Obra maestra de la lírica hebrea.

Si aceptamos la manera de orar de los salmos, el grito de los hombres oprimidos y amenazados viene a invadir nuestro espacio, a ocupar nuestra plegaria y, quizá, a fundir nuestras preocupaciones en su desdicha. Esto es más que dar a los desgraciados la limosna de una oración, pues son ellos los que nos transforman con su grito. La plegaria de los salmos penetra a veces en la estrechez de nuestros corazones, pero es para ensancharlos. El salmista se enfrenta al mal radical, su finitud y su muerte. Y no sabe, no puede responder. Pero no niega a Dios, solo le pregunta como Job, multiplica las preguntas a Dios y Dios nos las rehúye.

Cierto, el salmo es simplemente humano, demasiado humano, pero el salmista sabe que está frente a Dios y el salmo espera, como Job, una respuesta al sinsentido. El salmo, después de todo, no es la última palabra, espera la plenitud de su sentido, la respuesta que haga clara esa situación inconprensible.

El salmista no conocía lo que nosotros sabemos hoy por la revelación: la dicha de la vida eterna que nos aguarda. Conocemos las palabras de Pablo que lanzan la potente luz de Cristo resucitado sobre el mundo del dolor y de la muerte y abren de par en par las puertas del futuro: “Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo, si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor; o sea, que en vida o en muerte somos del Señor. Para eso murió el Mesías y se levantó de la muerte para ser Señor de vivos y muertos” (Rom. 14, 8-9). En torno a este misterio gira toda la vida cristiana. Es la respuesta más radical de Dios a la radical interrogante dolorida y del hombre, genialmente planteada en el salmo 88, obra insuperable.  Siempre, en el horizonte cristiano, brilla la vida “para que no se aflijan como los que no tienen esperanza” (ITes.4,13).