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DOMINGO XXIV  A.

Ecclo. 27,33-28.9; Sal. 102; Rom. 14,7-9; Mt. 18, 21-35

 

Ecclo. 27,33-28.9. Lo nuevo y lo viejo. No se pueden leer estas palabras sin pensar en la oración dominical: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. La voz de Jesús y la de ben Sirá, el autor de este libro, parecen confundirse. No es de extrañar dado que Jesús jamás presentó su predicación como novedad absoluta; jamás renegó de la “ley y los profetas”. El Dios que él nos revela no es diferente de aquel de la antigua alianza. Sin embargo, con Jesús todo adquiere un sentido nuevo, pleno; llevando a cumplimiento la alianza antigua, él la vivifica y la renueva a través del testimonio de la cruz.

 

Salmo 102, 1-4. 9-10. 11-12. Himno a la misericordia de Dios. La actitud del vengativo, del rencoroso, está en franca oposición con la actitud de Dios. El salmo 102, salmo responsorial de hoy, así lo expresa. Se trata de un himno a la misericordia infinita y paternal de Dios que perdona todas nuestras culpas, y cura todas nuestras enfermedades, que rescata la vida del sepulcro y nos colma de gracia y de ternura; que sacia de bienes los anhelos y rehace nuestra juventud como las alas de un águila. Pero es preciso no olvidar los beneficios del Señor. Solamente el que no olvida los beneficios del Señor, hace oración.

 

La paternidad de Dios es en el A.T. una comparación, una imagen sugestiva. Pero cuando el Hijo se hace hombre, hermano nuestro, nos hace a todos hijos de Dios. La paternidad de Dios ya no es una simple imagen, sino la gran realidad de nuestra vida: nos llamamos y somos hijos de Dios.

 

«“Mirad que amor nos tiene el Padre, nos llamamos hijos de Dios y lo somos. (1Jn.3,1) Porque hijos de Dios son los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios. El Espíritu que habéis recibido no es un espíritu de esclavos que os vuelva al temor, sino un espíritu de hijos que nos hace capaces de gritar ¡Abba! (Padre). Este mismo Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios”». (Rom.8,14-17)

 

En Cristo se revela el amor del Padre, su comprensión de los hombres, su misericordia perpetua.  Esto es posible sólo porque el Padre nos ha perdonado todos nuestros pecados en su Hijo querido. Y si él nos perdonó, la obligación sin cortapisas ni adjetivos, de perdonar a nuestros hermanos, es absoluta. De aquí brota natural la oración: Perdónanos porque también nosotros perdonamos.

 

Rom.14, 7-9. Nadie vive para sí mismo. (Ni muere para sí mismo)- Ayunar u observar determinadas prescripciones rituales son solo medios facultativos de perfección que alguna escuela ascética puede apropiarse, pero que no pueden imponerse a todos. Lo que es esencial para todos, es la fidelidad a Cristo resucitado y al mandamiento nuevo del amor, (Jn.13,14), que transforma la vida e, incluso, la muerte del hombre.

 

Evangelio.  (Mt. 18, 21-35). ¿Reglamentar el amor?- ¡Era muy fácil vivir, antes de Cristo, cuando se podía tomar venganza inmediatamente! Pero Jesús manda perdonar las ofensas. Ya en las escuelas rabínicas se habían establecido normas: perdonar una vez a la mujer, cinco al hermano … ¿Qué tarifa pondrá Jesús? Pedro se lo pregunta: ¿cuántas veces puedo abofetear a mi hermano sin cometer pecado mortal? Pero el reino no es cuestión de tarifa o de méritos; es buena noticia. Dios que nos perdona siempre. El perdón invade toda conciencia verdaderamente cristiana.

 

El tema. Lo mismo hará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada uno a su hermano. (18,35). La petición del Pater, en la que pedimos al Padre perdón de nuestras deudas, solo y únicamente porque nosotros estamos también dispuestos al perdón, es la única petición que Mateo se siente obligado a comentar en su versión del Padre Nuestro: “Pues si perdonáis sus culpas a los demás, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”.(Mt.6,14-15)

 

La necesidad del perdón fraterno está en el centro, es nuclear, neurálgica, en la fe cristiana. En innumerables pasajes encontramos esta exhortación del Señor. Y de algo extremadamente difícil ha de tratarse porque el Señor nos ha enseñado a pedir la gracia de saber perdonar a nuestros hermanos. Esto, obviamente, tiene su raíz última en el amor. El que diga yo amo a Dios mientras odia a su hermano, es un embustero …. Y éste es precisamente el mandamiento que recibimos de él: quien ame a Dios, ame también a su hermano. (cf. 1Jn. 4,19-21). Incluso, la autenticidad del culto a Dios está condicionado por el perdón y la reconciliación fraternas. (cf. Mt. 5,22-24. 43-48). Sin esta actitud, el culto cristiano es un falseamiento abominable.

 

Soporten unos el peso de los otros y así cumpliréis la ley del Señor”. (Alter alterius onera porate et sci implebitis legem Domini. Gal.6,2). D. Bonhoeffer, hace esta bella reflexión al respecto. “El pecado del prójimo es, aún, más difícil de soportar que su libertad, porque el pecado destruye la comunión con Dios y con los hermanos que Jesús Cristo ha venido a instituir entre nosotros. pero es, también, la ocasión en que puede manifestarse todo el poder de la gracia para aquellos que saben so-portar el pecado de los hermanos. No despreciar al pecador, sino tener el coraje de «portarlo», significa no considerarlo como cosa perdida, llegar a aceptarlo y tenerle abierto, con el perdón, el acceso a la comunidad.  Dado que Cristo nos ha ‘portado’ y nos ha aceptado a nosotros, también nosotros, pecadores, podemos ‘portar’ y aceptar a los pecadores en la iglesia, fundada en el perdón de los pecados. No debemos juzgar los pecados de otros, pero podemos ‘so-portarlos’.  … Toda culpa es una carga, una acusación que pesa sobre toda la comunidad; por ello, la iglesia acoge con alegría todo nuevo dolor y todo nuevo peso que debe ‘portar’ por culpa de sus miembros porque así se manifiesta digna de `portar’ y perdonar”

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Perdona la ofensa a tu prójimo y entonces, por tu plegaria, te serán perdonados tus pecados”. (Sir. 28,2;) el Señor perdona todas tus culpas….no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas; (Sal.102); así el Padre del cielo hará con ustedes si no perdonan de corazón a su hermano” (Mt. 18,35)  De ésta manera, nuestra vida es un vivir para Dios y nuestra muerte es un morir para el Señor: es la síntesis de la liturgia de este domingo. con estas frases yuxtapuestas, tomadas de la liturgia de hoy, es posible reconstruir con facilidad el hilo conductor de la reflexión que se propone a la asamblea cristiana: el mutuo perdón fraterno. Si no hay perdón, no hay comunidad que subsista: ni la familia, ni la comunidad, ni la iglesia, ni la sociedad. Prevalecerá entonces la ley de talión, la venganza, el odio, los oscuros resentimientos que a veces dominan nuestra alma, los celos y la envidia, la duda, la sospecha, la desintegración comunitaria como resultado final. ¡Cuánto trabajo tenemos que hacer en este terreno! ¡Cuánta desunión, cuánta violencia, cuánta intimidación, cuánto terror, cuánto miedo domina nuestra sociedad!  Entre nosotros, el cierre de fraccionamientos que se ha convertido en una actitud general necesaria, es la expresión de una sociedad y  una ciudad fallidas, donde se expresa el encerramiento interior antes que el de nuestras calles. No es exclusivismo, se ha convertido en necesidad.

 

Primera lectura.

Pareciera que, como homilía, bastaría con leer el texto del Ecclo., lentamente y con leves comentarios, con las menos palabras posibles, invitando a la comunidad a interiorizar estas palabras. Tan simples son, tan sencillas y profundas. Sin embargo, son un retrato de nuestra alma enferma de rencor, de odio, en todas sus vertientes. Esta actitud que destruye la propia alma, cuando se proyecta y se hace norma social de convivencia y destruye también la sociedad. Uno de los elementos que hacen posible la homilía, es, precisamente, el tener en cuenta la realidad que vivimos y tener la capacidad de iluminarla con la Palabra del Señor.

 

Sirácide es una obra escrita, posiblemente al inicio del siglo II a.C. ha llegado a nosotros en su versión griega hecha por un sobrino del autor y ha sido retro traducida al hebreo valiéndose de recientes descubrimientos arqueológicos. El autor que podemos definir como “un conservador iluminado”, intenta realizar una teología sapiencial tradicional actualizada que refleja las instancias de una sociedad en evolución y que enfrenta modelos y aportaciones que hoy llamaríamos “secularizadas, laicas”. El fragmento sobre el perdón y el rencor está redactado al estilo de la reflexión sapiencial para hacer confluir en la religión exigencias vitales, concretas e inmediatas. El rencor, ya no digamos el odio, contra el hermano, se convierte en un muro que interrumpe el diálogo con Dios.

 

Sería el momento de llamar poderosamente la atención a nuestras comunidades, porque, nuestra experiencia pastoral nos autoriza a decirlo, encontramos demasiado resentimiento y rencor, cuando no sentimientos más agudos en contra del hermano, y, sin embargo, no sentimos ningún reparo, incluso, para recibir la sagrada comunión. Podemos tranquilamente despellejar a nuestro prójimo, darle muerte civil, guardar en nuestro corazón todo el resentimiento posible por reales o supuestas ofensas, desatar energías negativas mediante la murmuración, la calumnia, la sospecha, que desintegran las comunidades, y creer que estamos en muy buena relación con Dios. La gran tentación es creer que podemos llegar a Dios pasando por arriba del hermano. Nunca debemos olvidar que el hermano es el camino hacia Dios. Además, el rencor es el odio de los impotentes. (FN). Así es que, psicológicamente, el rencor envenena y paraliza el alma porque brota de un sentimiento de inferioridad, de envida, de impotencia.

 

¡Qué oportunas, pues, las palabras del Sirácide!: Ten presente los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo. Piensa en tu fin y deja de odiar, piensa en la corrupción del sepulcro y guarda los mandamientos. Cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas. El Señor se vengará del vengativo y llevará rigurosa cuenta de sus pecados. Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿puede pedir, acaso, la salud al Señor?

 

Setenta veces siete.

Muy propio de la mentalidad oriental es la venganza cruel. Nietzsche decía, incluso, que la cruz fue la venganza oriental contra el águila imperial de Roma.  Hasta nuestros días sabemos perfectamente lo que es esa crueldad en los actos terroristas que se suceden diariamente. El canto de Lamec a sus dos mujeres lo expresa perfectamente: escuchadme, mujeres de Lamec/ prestad oídos a mis palabras: / por un moretón mataré a un hombre,/ por una cicatriz a un joven./ Si la venganza de Caín valía 7,/ la de Lamec valdrá setenta veces siete. La crueldad oriental es proverbial. La vemos en los fusilamientos sumarios de los yihadistas.

 

No es de extrañar, entonces, que para contrarrestarla, Mateo tome pie de la expresión de Lamec para inculcar ahora, no la venganza, el odio o el rencor, sino el perdón: ¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces? Y Jesús le responde: no sólo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.  Es decir, siempre.

 

Para ilustrar esta verdad, Mateo nos propone una parábola temblante, plástica, llena de color y de vida. No olvidemos que esta parábola está en el contexto de la Regla de la Comunidad y cierra el capítulo 18; además, sólo Mateo la transmite. Dios nos ha perdonado todo, simplemente todo, y cuando nos ha perdonado nos ha devuelto la vida y nosotros, en cambio, no podemos perdonar una ofensa, olvidando que tal vez la hemos merecido y que muchas veces nosotros habremos ofendido a nuestros hermanos. Sin esa lógica del perdón, sólo queda el espiral de la venganza.

 

Alexander Sand nos da la siguiente síntesis de esta parábola.

a.-  “El discurso a la comunidad termina con la exhortación, según la cual la misericordia no es una actitud que ha de tenerse en cuenta sólo en casos excepcionales, sino una disposición interior y permanente del hombre, que se reconoce infinitamente colmado de dones de parte de Dios Padre. Según la parábola, y por lo tanto la intención de Jesús, la convivencia en la comunidad puede existir sólo en la medida en que la misericordia (y amor al prójimo) determinan el comportamiento recíproco.  Remontándonos a la invocación del Padre Nuestro: «perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores», se explica, de frente a la comunidad, el principio de que la liberación de la prisión por deudas es experimentada sólo por aquél que está pronto para hacer partícipes de ella a otros”.  (El texto original del Pater, habla del perdón de las deudas. Perdona nuestras deudas). En otras palabras, lo que queda claro es que sólo quien perdona puede pedir y recibir perdón.  Ahí donde la misericordia (y el amor fraterno), tiene el carácter de un ordenamiento por su esencia, la misericordia no puede ser una excepción, sino la regla.

 

b.- La advertencia contra la dureza del corazón de los hombres: si los miembros de la comunidad no se perdonan mutuamente, está en juego su salvación eterna. El día del juicio tiene la probabilidad de obtener el perdón de sus culpas, solo aquél que ha hecho lo mismo con sus hermanos.

 

c.- La medida del perdón de Dios: En la parábola, el perdón de las deudas por parte del Rey, supera todos los límites humanos. Pero en la comunidad cada uno debe saber que también a él esta dirigida esa inmensa misericordia; cada uno acumula pecado sobre pecado, deuda sobre deuda, cada uno se asemeja así al primer deudor.

 

«La relación recíproca entre los hermanos queda de esta manera puesta en un plano completamente nuevo. Los hermanos están uno frente al otro en cuanto hombres que viven de la misericordia del mismo Señor». (W.Trilling)

 

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Cristo responde a Pedro que prácticamente hay que perdonar siempre, pero evidentemente no cree que esto sea una especie de imperativo ético o un precepto. Cristo quiere decir que nosotros vivimos el perdón que recibimos, el cual simplemente lo volvemos a dar a los demás. Vivimos del perdón como del aire: lo recibimos y lo damos. La parábola del rey que condona la deuda a su siervo pone de relieve, en efecto, que también el siervo con la deuda perdonada debería perdonar a su deudor. Cristo muestra la enorme desproporción entre lo que se le perdona al siervo y lo que, en cambio, el no perdona. El rey le condona diez mil talentos, que correspondería a unos 200 años de trabajo sin gastar nada; él, en cambio, no es capaz de perdonar cien denarios, que corresponderían al salario de 100 días de trabajo.

El amor que  se nos da con el amor de Dios es la abundancia de la vida. Por eso, de esta riqueza desbordante sacamos nuestra capacidad de perdón a los demás.