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En el principio era
la acción.
(Fausto).

En esta contingencia se nos ha impuesto la necesidad de “permanecer en casa”. Pero ¿qué vamos a hacer ahí? Leo que muchos sufren el aislamiento entre carencias, en la pobreza; muchos en la angustia del paro y la alternativa de morir de hambre o a consecuencias de virus. Habremos otros más afortunados que podemos enfrentar la situación con mejores perspectivas, claro, sin una seguridad total. Creo que una experiencia de silencio, de contemplación, de oración, nos ayuda a acercarnos a los otros, a los más necesitados y, en cuanto se pueda, presionar para que las políticas sean más atinadas. En este contexto, he pensado en el tema de la necesidad del silencio, “mientras pasa la calamidad”.

El silencio es algo raro, extraño para nuestra cultura que se apoya sólidamente en el ruido y desconoce el valor del silencio como elemento positivo y creador. Kierkegaard, (1813-1855), escribía: “El mundo en su estado actual y la vida toda entera están contaminadas de la enfermedad. Si fuera médico y se me preguntara: ¿qué recomienda usted? Respondería: ¡Prescribid el silencio!  Llevad a los seres humanos a desear el silencio. En el güiri güiri del mundo actual no se puede oír la palabra de Dios. Y si tuviéramos que aullarla con amplificadores ya no sería la palabra de Dios. ¡Cread, pues, el silencio! (Citado por Max Picard).

Y es que ha sido del del desierto, de donde nos han llegado los mensajes trascendentes. Han sido los que eligieron esa vida de silencio, de oración, de soledad fecunda, de contemplación, quienes hicieron obra perdurable. Y precisamente de esa soledad, nos han llegado los mensajes más trascendentes. De la soledad del paredón, cuando Dostoievski ve, en los fusiles que le apuntaban, la cara de la muerte y ni siquiera se da cuenta cuando segundos antes del ¡disparen! llega el indulto concedido por el Zar. Y de ahí, a Siberia. De esa soledad emerge su mensaje. Porque en ese silencio despojado el hombre se encuentre con lo mejor y lo peor de sí mismo, para potenciar lo uno y luchar contra lo otro.

Para los espíritus más exigentes o especialmente motivados, estas “pausas estériles del acontecer” (JV), como la que ahora se nos impone, pueden también facilitar esos espacios de oración y de una contemplación creyente. Ya que silencio y contemplación parecen estar relacionados. Tal vez esta actitud sea una posibilidad en el confinamiento a que se nos ha obligado. Esos espacios ‘estériles del acontecer’ eran un don de los dioses para los filósofos griegos, era el regalo que les permitía disponer del tiempo, liberarse de su esclavitud y “pescar” en aguas más claras; y para los cristianos, el protocolo para acceder a Dios.

El Diario de Juárez me sorprendió con la publicación de un ensayo de Raz Latif titulado «Deja de tratar de ser productivo», (13.04.20), que define muy bien el espíritu de nuestra época. En resumen, nos dice: “Esta mentalidad es el extremo natural de la cultura estadounidense del ajetreo: la idea de que cada nanosegundo de nuestra vida debe capitalizarse y estar dirigido a obtener un beneficio y a mejorar como persona”. A una cultura así, imponerle quietud y silencio, calma y serenidad, es entendido hasta como una violación a los D.H.

El mismo Jesús recomendaba a la agitada Marta: Marta, Marta, muchas cosas te inquietan, te turban, te alteran, te preocupan y enojan, siendo así que una sola es necesaria. Tal vez, esa única cosa importante en la vida es la que se nos escapa en el ajetreo. Esta pausa del acontecer puede ser utilizada para bien.

Estos espacios nos liberan de las más constringentes trabas de la existencia, y favorecen una actitud de confianza incondicional en la vida y en el ser, en general: es decir, es la propia existencia personal que se aprehende como una realidad segura y consistente, aunque no haya dejado de ser todavía ambigua y se capte en proceso de gestación. En ese estado de silencio, uno se acoge a sí mismo, sin autosuficiencia, pero también sin intranquilidad, como una realidad estimable y hasta preciosa, como un don recibido e insobornable, que brilla con todas las cualidades a los que nos referimos cuando hablamos de dignidad humana, algo sólido y misterioso sin dejar de aparecer también como algo fugaz y frágil en su constante movilidad. El simple descanso nos es desconocido; el hogar es ahora la oficina, debemos aprovechar cada “nanosegundo”. Eminentes estudiosos han denunciado la anormalidad de nuestra cultura, han denunciado la herejía de la acción. Es la profecía maldita del Fausto de Goethe que parece prevalecer.

Esta reunificación de la persona y la consecuente concentración de energías propias, no solo producen un necesario estado de equilibrio y pacificación interior, sino que capacitan para las mejores intuiciones y para las entregas más totales. Es la cuna del misticismo y del arte. Y es en el ámbito pacífico y vibrante de esa soledad personal donde anidan nuestras últimas convicciones, donde gravitan nuestros amores más puros y donde se gestan los proyectos y compromisos más auténticos. También en ese ámbito solemos descubrir nuestros miedos ancestrales. Y lloramos serenos. Esta es también la situación más propicia para el ejercicio de la contemplación.

Contemplación, en efecto, dice conocimiento de los misterios más inasequibles de la vida, misterios que el racionalismo argumentativo suele desconocer y aun rechazar como impenetrables, cuando no como inútiles. Por lo cual no es de extrañar que, a lo largo de los siglos, junto a una actitud o mentalidad racionalista, científica y técnica, haya surgido siempre, casi en paralelo la conducta mental de quienes se orientan a la contemplación. El hinduismo, el budismo, el Tao y el Yoga, el islamismo. Antes el platonismo y las doctrinas filosófico-religiosas grecolatinas. Y la patria por excelencia, el cristianismo. Jesús que buscó siempre el silencio de la noche para hablar con su Padre, y pasaba las noches en ese diálogo filial, es el modelo.

Por ello los grandes hombres y mujeres, los que han hecho andar nuestro mundo con su ejemplo y su mensaje, han buscado la soledad y el silencio. Los santos, Pasteur, Pascal, Beethoven, y tantos otros así lo hicieron. El desierto, – como llaman algunos a esta experiencia de silencio y encuentro interior -, hacer la experiencia del desierto donde parece que todo cae en una parálisis extenuante, donde solo queda el “ocio”, es decir, el hombre solo frente a sí, sin máscaras, sin más apoyo que sus límites, es el lugar también de la tentación, el lugar donde habitan los demonios, donde se pone a prueba su confianza en Dios. No es un lugar geográfico, sino un espacio creado, buscado, mantenido, incluso en medio del ruido inhumano del mundo. Uno de los grandes hombres del s. XX, gran hombre y limpio sacerdote alemán, Romano Guardini escribió estas palabras: 

“El desierto ha sembrado mi existencia de nuevas luces, sobre todo, de nuevas ‘paces’. Desierto es sinónimo de conciencia de los propios límites aceptados como llamada permanente a abandonarse en Dios. Cuando se ha llegado a la profunda convicción de que solo Dios salva, se hace imprescindible la búsqueda de espacios libres en que afirmar y abrirse a la pura gratuidad de la fe. Este es el significado último del desierto. Cristo es mi desierto.

Como fruto de la frecuencia del desierto, los últimos – y creo que más dolorosos acontecimientos de mi vida: la muerte de mis padres, la enfermedad que me limitaba grandemente en mis posibilidades de trabajo, la dificultades en la tarea pastoral y la crisis involucionista de la iglesia, que por lugar común no deja de ser extremadamente dolorosa -, han sido vividos, y lo son, como momentos de mayor acercamiento al Señor de la historia, en un clima de paz interior que hincaba sus raíces en esas largas horas de soledad y de silencio propiciadas por la práctica y la actitud de desierto. Si: el desierto me ha enseñado que, ser hombre espiritual hoy, es saber vivir, sin derrumbarse, en el corazón de la crisis que parece querer despojar de sentido todo valor de universalidad y de trascendencia. Que quiere quitar de nuestra conciencia el sentido cristiano de la vida, del sufrimiento. Y de la muerte”.

Bueno, al menos digamos con Vargas Llosa: “Ahora pude leer 10 horas diarias; me hacía falta”. O bien, con Raz Latif: “Pide una comida india y bebe una botella de buen vino con tu pareja. Estamos pasando por muchas cosas y lo único que necesitamos es tomarlo con calma”.

Pero no olvidemos la experiencia del desierto. Esta experiencia no es aislamiento egoísta, al contrario, al acercarnos al Otro, nos hace capaces de acercarnos a los otros.