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Hacia el final

La vida.

“Elige la vida y vivirás”, dice la Escritura santa. Para los creyentes, palabra de Dios; para los que no, un dicho de sabiduría más de dos mil años viejo. Y, ¡qué cosa más amenazada que la vida! Más tememos la experiencia del final, de la muerte. Por lo demás, tal parece que no amamos la vida. ¡De cuántas maneras la desperdiciamos, o la tiramos a la basura! El tráfico de armas, de drogas, de personas; la nueva forma de desarrollar la III guerra mundial. El hambre, la enfermedad, la opresión y la mentira. La gran mentira. Si México puede exhibir, miles y miles de vidas segadas en aras de la nada, ¿cómo puede subsistir? Elige la vida y vivirás. Quienes amamos la vida somos mayoría, pero no, noticia.

Al escribir el presente, pienso en todos, es decir, en los creyentes y en los que no lo son. Unos y otros, por lo demás, estamos inmersos en el clima del mismo mundo amenazado, dividido, fragmentado, experimentando el inmenso desierto de la soledad negativa; un sociólogo moderno califica nuestro momento como «la era del vacío». Este clima nos afecta a todos en mayor o menor medida. Y nos preocupa el futuro. El vacío de los que matan en el Nombre de Dios y de los que matan por la droga, vendida o consumida, tienen el mismo sentimiento de vacío.

La experiencia del vacío.

Si nuestra sociedad, en efecto, está comprometida en un gran proceso de personalización, lo cual es bueno, pero al mismo tiempo promueve un individualismo nunca antes conocido. Por lo mismo, los hilos que tejen una sociedad activa y portadora de valores y de sentido para la existencia, se están diluyendo en una especie de apatía o indiferencia. Los referentes sociales, morales y religiosos, se difuminan cada vez más. El orden de los fines reconocidos, desaparece. Cada uno busca su felicidad de acuerdo con sus propios principios y ahí se atrinchera. Las cifras dadas, que reportan en fraude perpetrado por políticos, rebasa todo lo imaginable; y más aún la impunidad. Los efectos de ello son, socialmente, devastadores.

El individuo se encuentra entonces frente a sí mismo en una especie de desierto en el que nada tiene ya sentido. Vive la prueba de la soledad y ve cómo se le impone una forma nueva de narcisismo, que la vida económica con la publicidad, la vida artística con la canción, la novela y el teatro, la vida mediática con sus innumerables expresiones, la misma vida política, no dejan de alimentar y fomentar. Todo trata de seducirnos de la manera más elemental e inmediata y lo más bajo es la norma. En este nihilismo pasivo, la cuestión misma del sentido de nuestra existencia se encuentra obturada: «Vivir sin ideal, sin un fin trascendente, se ha hecho posible».  No se plantean ya las cuestiones últimas, como las de lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo útil y lo inútil, lo que favorece la vida y lo que la destruye, sino que la gente se limita a resolver los problemas de la vida diaria lo mejor o lo menos mal posible. Todo esto se vive por lo general sin drama, con tranquilidad y naturalidad. Pero no por ello se es «feliz». Queda, entonces, el recurso de la evasión, en cualquiera de sus formas incluidas espiritualidades sin Dios.

La valentía de creer.

Aun así, el cristianismo aventura la idea, no solo de la vida, sino de una “vida eterna”. Nos dice que vivir es “ver” a Dios; y cuando lo veamos, seremos semejantes a él. Esa es la vida eterna. Un bello texto del cristianismo primitivo expresa insuperablemente esta idea. San Ireneo, (130-202. Obispo de Lyon a partir de 189), desarrolla con entusiasmo esta correspondencia entre ver y vivir: «Los que ven a Dios están en Dios y participan de su esplendor. Ahora bien, el esplendor de Dios es vivificante. Por consiguiente, los que ven a Dios tendrán parte en su vida.  Este es el motivo por el cual el que es inasible, incomprensible e invisible se ofrece para ser visto, comprendido y asido por los hombres: para vivificar a los que lo aprehenden y lo ven. (…) Porque es imposible vivir sin la Vida, y no hay vida más que por la participación en Dios; y esta participación en Dios consiste en ver a Dios y en gozar de su belleza. (…) La gloria de Dios es que el hombre viva y la vida del hombre es la visión  de Dios». Entonces, la verdadera muerte tiene lugar cuando el hombre se ha alejado de Dios. Así se expresa la loca belleza increíble del cristianismo. El que me vea a mí, ve al Padre, dice Jesús a Felipe. Después de todo, si Cristo fuera solo para las cosas de este mundo, dice Pablo, seríamos los más vilmente engañados de los hombres.

La vida eterna.

¿Cómo hablar de la «vida eterna»? La biblia nos habla a partir de imágenes y experiencias tomadas de la vida temporal. Sabemos que la discontinuidad entre nuestras experiencias de este mundo y lo que nos espera es radical. Radical, pero no total. De no ser así, no podríamos decir absolutamente nada ni creer absolutamente nada al respecto, ni podríamos siquiera hablar de «vida». Al adolescente Vasconcelos, le parecía intolerable la idea de una resurrección; no me resigno a tener que rasurarme todas las mañanas, por toda la eternidad, decía.

La vida eterna es la realización de una comunidad armoniosa y transparente donde no habrá sufrimiento ni violencia, (ni matrimonio), entre la multitud de hermanos y hermanas. Permitirá a la vez relaciones personales y relaciones de todos con todos basadas en la armonía completa.

Y, ¿no nos cansaremos un día de estar «viendo»? ¿No haremos nada más? La vida eterna presentada con los rasgos de una liturgia celeste sin fin en torno a Dios, ¿es tan atrayente? ¿Acaso no tenemos experiencia de lo desesperantes que pueden ser algunas liturgias que «no terminan nunca»? ¿No sabemos de esos sermones que no tienen ni pies ni cabeza, o, cuando el orador ‘sagrado’ no encuentra la pista de aterrizaje? ¿No andamos buscando dónde las liturgias sean más breves, con cantos más alegres y mejores los mensajes?

Eternidad.

¿Qué es la eternidad? De nuevo aquí nuestra tentación es representarnos la eternidad con los rasgos de una duración indefinida. La eternidad no es como el tiempo. Es un error representársela como una línea horizontal, continua e indefinida, que se prolongara después del «fin de los tiempos». Seguiría tratándose de una duración. La verdadera imagen de la eternidad es la de un «momento particularmente fuerte de nuestra existencia», uno de esos instantes maravillosos, pero que pasan enseguida, en los que hacemos una experiencia de gran riqueza, – de amor, de entrega total, de plenitud, de comunión -, en los que encontramos la felicidad en la medida en que es posible. Una experiencia amorosa, un sobrecogimiento estético, el logro completo de un proyecto. «Y cabrá en un solo beso/ la beatitud de Dios»; en definitiva, un momento en que nos dejamos llevar por el «entusiasmo», es decir, en el que somos como arrebatados por una felicidad que nos supera. Momento de intensidad en el que uno siente deseos de recitar el verso del poeta: «¡Oh, tiempo detén tu vuelo; y vosotras, horas propicias, detened vuestro curso!» (Lamartine), Pero, justamente, tales cimas de felicidad no duran. “Reloj detén tu camino; haz esta noche perpetua”.  El autor no quería separarse de la amada, y el curso del reloj, le hacía ver la fatalidad de la despedida. Hay que comparar pues la eternidad, no con la duración, sino con el «instante», en lo que tiene de excepcional. «Pero será un instante que no pasará». Eso es la eternidad.

¿No es algo demasiado bello e irreal? De esta eternidad, sin embargo, empezamos a hacer experiencia, aún furtiva, a través de los grandes momentos de nuestra vida, momentos de gracia o momentos de plenitud, en medio de los cuales podemos decir: esto no terminará. O al menos lo deseamos con todas las fuerzas de nuestro corazón. Momento en los que baja la Paloma misma del Señor a consolarnos (J. V.). Hay gestos de amor y generosidad, de amistad profunda, y obras humanas tan grandes que podemos decir de ellas que no pasarán. En este sentido, la vida eterna, que recibimos ya en este mundo como «arras» de la eternidad, la construimos también a través de todo lo que hacemos. Esto no puede sino estimularnos. Tal vez el pecado consista en el intento de eternizar, aquí y ahora, uno de esos momentos que solo son “arras” de la plenitud futura.

También conocemos del final.

Todos, un día, hemos conocido una especie de final: la guerra, la muerte de un ser querido, una enfermedad imprevista, el encuentro con una sociedad dura y, a veces, poco humana, cuando no francamente inhumana… Sabemos que ha sido necesario comenzar de nuevo a vivir y a creer en la primavera, viendo el despuntar de las hojas de la higuera. A veces hemos reinventado el mundo como si se pudiese sacar luz a fuerza de futuro. Jesús no lo sabía todo. Estaba deslumbrado por el sol de Dios, que se filtraba en la calígine de los días amenazadores que se cernían sobre él. Decía a sus amigos el secreto guardado en la precariedad del presente. Aquí está el mensaje luminoso de las palabras apocalípticas de Jesús: hoy, aquí, a través de los éxitos y los fracasos de la vida, es necesario vivir la primavera de Dios. Siempre despuntarán las tímidas hojitas en la higuera de la historia.  Y en nuestra pobre vida amenazada. La eternidad nos espera.

Romano Guardini (1885-1968), santo y genial sacerdote, que guio y acompañó a la juventud católica alemana, entre y a través de las guerras, tiene esta hermosa oración:

“En nuestra vida transitoria, ¡oh! Señor, presentimos tu quieta eternidad.  Las cosas empiezan, tienen su tiempo y terminan. Al comienzo del día, notamos por adelantado cómo se hundirá en la tarde. En toda dicha ya avisa el dolor que viene. Construimos nuestra casa, hacemos nuestra obra, y sabemos que debe hundirse.  Pero, tú, Señor, vives y no te alcanza ninguna transitoriedad.

Tú estás contento en tu sagrada existencia y no te oprime necesidad ni fin.  Eres nuevo por esencia y no conoces saciedad. De nada necesitas. De nada prescindes.  Todo lo eres tú. Tuyo es el conjunto de toda soberanía.

El centro de tu eternidad está ahí donde tú, Padre, y tú, Hijo, estáis cerca uno de otro, en la interioridad del Espíritu Santo. En esta quietud está tu amor y tu paz.  En ella está tu Patria, ¡oh! Dios Eterno.

Desde ahí, tú, Señor Jesús, has venido a nosotros y nos has traído noticias de lo que «ningún ojo ha visto, ningún oído ha percibido, ni ha entrado en el corazón de hombre alguno».  Cuando el tiempo se complete, ahí ha de estar también mi patria.  Hazme consciente de ello.  No dejes nunca morir en mi corazón el anhelo, para que en los cambios de la vida siga yo en el interior de lo que da medida y sentido a toda vida.  Haz que mi alma sea tocada por el soplo de tu eternidad, para que yo haga bien la obra del tiempo y pueda un día llevarla a tu reino.

Amén”.