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Abría, hace 8 días, citando a esa pléyade de católicos franceses laicos que dieron un bello testimonio de su fe, que no confundieron ni suplieron la fe con la religión. La religión es fácil y tranquilizante, la fe es ardua, duele, es compromiso de testimonio. La religión es virtud natural, la fe es virtud sobrenatural.

Leíamos las palabra doloridas y comprometidas de M. Delbrel viendo el de dolor y abandono del mundo obrero: “Esto la obliga a orar de otra manera, partiendo de la realidad; a leer el Evangelio “desnudo, crudo, orado”, como ella decía (“no sé cuántas veces he leído los evangelios de arriba a abajo; al Evangelio hay que leerlo todos los días como se come el pan…”).

En efecto, profesar la propia fe no significa deleitarse con palabras ni poner la firma al calce en una declaración de principios. En la iglesia tenemos demasiados documentos. De ello estamos hartos. La única cosa que hace mella ante la indiferencia generalizada es una experiencia vivida y auténtica; lo único que puede interpelar al mundo de hoy, al mundo de la increencia y frenar, tal vez, el acelerado proceso de descristianización, es el amor evangélico asumido y vivido, es una actitud real de servicio, de disponibilidad. Lo único creíble es el amor, (von Balthasar); es la única posibilidad de que la iglesia vuelva a conectar con el mundo plural y complejo que nos ha tocado.

A este Dios indescriptible e invisible, el cristiano afirma haberlo encontrado ya y da testimonio de ello. El hombre Jesús, ante el escepticismo y la oposición, ha dado testimonio siempre que Dios está ahí, en el camino del hombre. Pero encontrar a Dios significa renunciar continuamente a la idea personal que nos hacemos de él (y de nosotros); hablar de Dios significa romper con valentía el silencio y quebrar los lugares comunes y las frases hechas. Es la renuncia a la codicia.

A Madeleine le preocupaba la ausencia y el silencio de la Iglesia; que los empresarios católicos dueños de las fábricas de Ivry y bienhechores de la parroquia, fueran los que peor trataban a los obreros; que las comunidades parroquiales vivieran encerradas en sí mismas. Ella observaba cómo en los ambientes cristianos tradicionales se había llegado a cambiar la fe por una simple “creencia en Dios” y los valores cristianos por las que son las virtudes de las “personas honradas”. Madeleine deseaba que los cristianos fueran “personas para las que Dios es suficiente, en un mundo en el que Dios parece no servir para nada”; personas capaces, realmente, de amar.

En la Iglesia de aquel tiempo había un enorme muro que la separaba  del pueblo, a los creyentes de los ateos, a los católicos de los comunistas. Madeleine quiere derribar ese muro y por eso cruza la frontera pasando al otro lado. No lo hace con el afán de convertir a nadie; ella quiere dar testimonio del amor de Dios, hasta llegar a levantar las montañas de la desconfianza mutua y voltear los muros del odio. “Lo que yo quería era poder vivir codo a codo con la gente del pueblo, con el mismo almanaque, con las mismas preocupaciones, los mismos relojes”. Su gran preocupación era que la Iglesia “se presentara amable y cordial a los ojos de los que no la conocen. Y no con una supuesta caridad indescifrable y con un rostro burocrático”. Fue pionera de ese fenómeno profético para la iglesia de nuestro tiempo.

Pero Madeleine no se conforma con un simple testimonio y le repite a sus compañeras una consigna de san Pablo: “No hay que avergonzarse del Evangelio”. Ella se presenta como cristiana que colabora con los marxistas en objetivos comunes, pero sin vínculos orgánicos y manifestando claramente sus convicciones; justamente esto hace que se gane mayormente el aprecio y la amistad de muchos militantes comunistas. Su libro: “Ciudad marxista, tierra de misión”, Madeleine lo dedicó al alcalde marxista de Ivry, Venise Gosnat, con el cual había hecho por muchos años un enorme trabajo social, sobre todo en los terribles días de la guerra bajo los bombardeos. “A Venise Gosnat, del cual soy una mala alumna en marxismo, pero también una amiga fiel, respetuosa de su bondad y de su generosidad concreta, ofrezco de corazón este libro, segura de que, aunque no lo apruebe, lo comprenderá”. El amigo leyó y releyó el libro y le contestó agradecido: “A pesar de las diferencias ideológicas, como amigo le aseguro que la comprendo. La he visto luchar en situaciones dramáticas. Conozco su sinceridad y bondad y lo que más la caracteriza: un amor sin límites para con su prójimo. Somos entonces amigos y enemigos al mismo tiempo; realmente me ha puesto en un lío. El ‘profesor’ no olvidará de todas maneras la calidad de corazón y la delicadeza de su ‘mala alumna en marxismo’”. Esta coexistencia, hasta fraternal, con los marxistas, tenía límites infranqueables: “Me he rehusado trabajar con ellos cuando había que ir en contra de mi conciencia; cuando ha habido necesidad, siempre he recurrido a las palabras de Cristo que rechaza el odio y la violencia”. Madeleine se había anticipado a las palabras famosas de Juan XXIII que invitaba a no confundir el error con el que erra y a “subrayar lo que une a los hombres para hacer junto a ellos, todo el camino posible”. (un discurso de 1961).

El drama de los Curas Obreros. Podemos decir que ella está detrás de la experiencia francesa de los curas obreros, experiencia que terminó mal, como lo reconoció ella, “porque no se supo tener en cuenta los peligros de esta experiencia” y finalmente llega a la conclusión de que “a los curas obreros les ha faltado la base fundamental de la oración. Han querido ser como un obrero más sin anunciar el Evangelio; y la fe no hay que ostentarla, pero tampoco ocultarla”. Como diría von Balthasar a Ratzinger: “La fe no hay que presuponerla, hay que anunciarla”.

Aun así, ella trata de hablar, salvar lo que es posible, relanzar la experiencia sobre nuevas bases; por eso recibe críticas y calumnias, hasta se le llega a negar la comunión. Ella no se desanima y gracias a una donación hace una peregrinación de oración a Roma en tren. Llega a la estación de Roma por la mañana y en seguida va a la basílica de San Pedro donde reza durante nueve horas “a corazón perdido”; la misma noche retoma el tren a París. Fue a Roma a orar 9 horas; abrazada a una columna ora por la iglesia. Ella quiere ser fiel a la Iglesia y reza por ella desde el corazón de la misma iglesia, apoyada a una columna frente a la tumba de San Pedro y al altar del Papa. Después, Pío XII la recibió en audiencia privada y la apoyó en su opción.

El padre Loew, cura obrero que se transformó después en un gran maestro de espiritualidad, dijo de Madeleine que era una “mujer teologal” y la incluyó en su famoso libro: “A la escuela de los grandes orantes”. Madeleine quería vivir “con las manos agarradas a la persona de Nuestro Señor y los pies bien plantados en medio de la muchedumbre de los que no creen”. Para ella “la oración es el bien más grande que se puede hacer al mundo; en nuestra sociedad se precisan hombres de adoración, que arranquen todos los días, al día cargado y difícil, un tiempo para la oración”. En su comunidad, además de la misa en la parroquia, había tres horas de meditación diaria y oración, desde las primeras luces del alba. En 30 años Madeleine no se tomó un día de vacaciones, pero encontraba todos los días un largo tiempo para orar.

A la luz de esta figura podemos preguntarnos ¿cuál es el nuestro papel en la Iglesia? Sin esta visión, los curas mismos, a lo más que podemos llegar es a eficientes burócratas o promotores sociales. Y de esos hay mucho muchos.

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+ ¡Qué felicidad! La medicina llegará, como los refrescos de cola y las papitas, a toda la Sierra. También oí en una ocurrencia mañanera que se suprime el examen de admisión en las Universidades. Unido a que ya nadie puede reprobar, la educación camina por buen camino. Un buen periodismo es más necesario que nunca para enfrentar una información fragmentada y engañosa. Las redes no son periodismo.

+ A los Dodgers se les cansó el ganso, su pitcher estrella ,y…pa’fuera. La Serie Mundial comenzó anoche.