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Mientas escribía estas entregas, vino a mi memoria un suceso lejano: en 1927 la U. de Chicago solicitó a don José Vasconcelos como profesor invitado. El tema del curso debió ser referente a la cultura iberoamericana. Lo que sí recuerdo bien, dicho por el ponente, es que el curso terminó siendo un curso sobre Teresa de Ávila y su significación filosófica. No debe extrañarnos esto si tomamos la filosofía en su acepción de reflexionar sobre una experiencia a fin de desentrañar su sentido. Y en última instancia, según lo dicho hasta aquí, Teresa desentraña, en su origen, en su camino y en su fin, el verdadero ser, la esencia del hombre, su verdadero destino. Años después, J.V., dictará una conferencia magistral parangonando las figuras diametralmente opuestas de Francisco de Asís y Nietzsche. Una delicia. Y es que el filósofo en su afán de totalidad coincide con el hombre de religión, con el artista que alcanza una mística precepción de la belleza, el filósofo es un servidor de la función de unidad y un sacerdote de la religión de lo Absoluto, decía don Pepe. Sí, una filosofía que al realizarse sería la síntesis postrera, la filosofía de la belleza, la filosofía de lo definitivo, de lo divino. Sería religión. Religión y belleza por el camino divino de la emoción. Y los santos lo han logrado. “Dichoso el corazón enamorado/ que en sólo Dios ha puesto el pensamiento”.

Igual, Azorín dijo sobre la obra autobiográfica de Teresa de Ávila: “La Vida de Teresa, escrita por ella misma, es el libro más hondo, más denso, más penetrante que existe en ninguna literatura europea; a su lado, los más agudos analistas del yo –un Stendhal, un Benjamín Constant– son niños inexpertos. Y eso que ella no ha puesto en ese libro sino un poquito de su espíritu; es decir, de todos los trances múltiples, accidentales, viceversas y complicaciones de su espíritu. Pero todo en esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades, todo puro, denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una ansiedad trágicos”. Los santos, rebasan, pues, el solo ámbito religioso.

Decíamos hace ocho días que Teresa sufrió y luchó mucho, y con pasión verdadera. Los enemigos más insidiosos, como siempre, son los de adentro, pero también ahí están los amigos. En lo más profundo de su alma encontró esa Presencia novedosa que la desconcierta de tal suerte que de pronto en su interior surge una voz capaz de calmar todo el oleaje. La voz interior le dice: «No hayas miedo, Teresa» «No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé». (Vida. 25,18).

 

A partir de ahí, el trabajo ha de continuar, la reforma, las fundaciones; las luchas se agudizan, la salud decae, el trabajo se hace más intenso, pero hay en el fondo una convicción inquebrantable; es como si resonara en su interior el eterno saludo del Resucitado: “No tengan miedo”.  Este, ‘no tengan miedo’ no es ni un calmante, ni una droga; la batalla solamente adquiere sentido, pero sigue siendo intensa. La batalla de vivir con sentido, con orientación, con una esperanza, con la esperanza que no defrauda, pero que no dispensa de lo duro del trabajo, del esfuerzo, del compromiso, del compromiso de la vida como totalidad, sin fisuras, sin titubeos; que no exonera del sacrificio.  ¿No es esto precisamente lo que falta en nuestro mundo? Solamente en una sociedad enferma, ha escrito Frankl, pueden prender con tanta facilidad todas las formas de degradación.

Dios no se muda,/ la paciencia/ todo lo alcanza/ quien a Dios tiene/ nada le falta./ ¡Sólo Dios basta!

No es terapia de grupo o ingeniosas técnicas de terapia. No son recetas de autoayuda. El alma queda anclada en lo más hondo del compromiso, tiene cabida el dolor, el titubeo, la duda, como lo ha confesado Teresa de Calcuta. Después de todo “es de noche”, según los versos geniales de Juan de la Cruz. Y en nuestra vida, salvo los momentos en que nos consuela la Paloma misma del Señor, siempre es de noche. Salmo hermoso, pues, el que brota del hondo manantial puro del alma de Teresa. Apenas es un suspiro, un murmullo leve como la brisa. Apenas se puede oír, es necesario prestar oído, escuchar atentamente. Ha surgido en lo más hondo del alma, como si la autora no quisiera compartirlo. Alguien se lo ha dictado. ¿Habla con ella misma? ¿Se lo dice a sí misma? ¿Es un intento de autoconsolación? ¿O alguien se lo ha inspirado como en un nuevo Tabor?

El poema tiene vida propia, se independiza del autor. Tiene vida propia. Uno es el yo del poeta y el otro el yo del poema. Aquí parece que son Ella y su alma que dialogan y se reconfortan en medio del fragor de la lucha. Apenas veintiocho palabras, incluyendo los pronombres y los artículos, forman este salmo. Pero son suficientes para bucear en el alma humana, mejor y más profundamente, y con mejores resultados que en las psicologías modernas, máxime en las psicologías sin alma, o peor aún, sin Dios. Pero aquí parecen identificarse.  Y en este breve salmo encontramos un programa de vida.

Cada uno de los nueve versos que componen este canto tiene una raigambre bíblica impresionable: “No se turbe vuestro corazón”. “La imagen de este mundo pasa”.  “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. “Con vuestra paciencia ganaréis vuestras vidas”. “Solo Dios basta”. El ancla de este breve poema está al final: Quien a Dios tiene/ nada le falta/. ¡Solo Dios basta!

Lejos se quedó Rolland en su heroico y fallido intento pacifista, aunque sea laudable su gran esfuerzo. El hombre necesita más, infinitamente más. Refiriéndose a los hombres ilustres de sus biografías dice que: “ no se dirigen al orgullo de los ambiciosos, sino que están consagradas a los desventurados. ¿Y quién en el fondo no lo es? Ofrezcamos a los que sufren el bálsamo del sagrado sufrimiento, no estamos solos en el combate, pues alumbran la noche del mundo luces divinas y ahora mismo, cerca de nosotros, hemos visto brillar las más puras llamas de la justicia y de la libertad”. Más, infinitamente más que Tolstoi, que Miguel Ángel o Beethoven, nuestros Santos ofrecen las más altas posibilidades del espíritu humano; libres, sin resentimientos, sin amarguras, sin frustraciones, jamás arrepentidos de sus logros porque saben que no fue obra suya. Libres para amar. Por eso, una de las místicas más tiernas del cristianismo, Teresita de Lisieux podía decir «todo es gracia», es decir, gratis.  Respiremos, pues, el aliento de nuestros héroes.

Podemos aplicar sin ningún reparo las palabras de Rolland a nuestros Santos.  “Que no se quejen demasiado los que son desventurados, porque los mejores entre los hombres están con ellos. Nutrámonos del valor de estos hombres (y mujeres), y, si somos débiles, reposemos por un momento nuestra cabeza sobre sus rodillas, que nos consolarán. Mana de estas almas sagradas un torrente de fuerza serena y de bondad omnipotente: no es siquiera necesario interrogar sus obras, ni escuchar sus palabras, para que leamos en sus ojos, en la historia de su vida, que nunca la vida es más grande, más fecunda – ni más dichosa – que en el dolor”.  Para llevar estas palabras iluminadas a su sentido pleno, habremos de agregar: «Nada te turbe/ nada te espante,/ todo se pasa,/ Dios no se muda,/ la paciencia/ todo lo alcanza./ Quien a Dios tiene/ nada le falta./ Solo Dios basta».  Sin este punto fijo todo se convierte en ilusión.

Tenemos necesidad de los santos; son el amén al amor de Dios. Son la única apología creíble de lo verdaderamente cristiano en el cristianismo. En ellos vemos cómo la gracia de Dios triunfa en la debilidad humana, lo que llevaba a S. Agustín a exclamar: “Cuando coronas sus méritos, coronas lo que tú mismo has hecho”. Los santos son la verdadera iglesia, decía, von Balthasar.

“He afirmado con frecuencia que estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad, contra toda negación, son de un lado los santos y de otro la belleza que la fe ha generado.  Para que la fe pueda hoy crecer debemos guiarnos a nosotros mismos y a los hombres que nos encontramos a conocer a los santos y entrar en contacto con lo bello” (J. Ratzinger. La belleza. La Chiesa. 2005).