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El Papa Pío XII, por la Constitución Apostólica “In Similitudinem Christi”, del día 10 de abril de 1957, decretó la erección de la Diócesis de Ciudad Juárez (Civitatis Juarezensis), para que la Iglesia hiciera partícipes a un número mayor de fieles de los bienes eternos de la salvación, ‘a semejanza de Cristo Salvador de los hombres’. El decreto de erección fue ejecutado por el Delegado Apostólico don Luigi Raimondi, el 7 de septiembre de 1957; al día siguiente, festividad de la Natividad de María, fue consagrado el primer Obispo de la Diócesis, don Manuel Talamás Camandari.

Su territorio fue desmembrado totalmente de la Diócesis de Chihuahua y en ese momento, la naciente Diócesis contaba con una superficie de 114 mil km2, 19 parroquias, 19 sacerdotes diocesanos y una población calculada en 390 mil habitantes. Se eligió para que fuera la Catedral el templo parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe, designada luego Patrona titular de la nueva Diócesis. Han sucedido al señor Talamás los obispos Juan Sandoval, Renato Asencio y J. Guadalupe Torres Campos, hoy obispo nuestro. 

Semana, pues, pródiga en recuerdos y celebraciones que nos hacen elevar al cielo plegarias de gratitud por tantos dones. Pero ¿qué sería una diócesis sin su seminario? El obispo así lo comprendió. Luego de acciones urgentes como instalar oficinas para despachar, de inmediato puso manos a la obra. Único testigo de esa época, es el p, Isidro Payán.

Se dio, pues, a la tarea de construir el Seminario implicando a todos los fieles en el proyecto. En la ciudad, obvio, pero enviaba sacerdotes a todos los rincones de la Diócesis para animar a los católicos a contribuir a este proyecto, a hacerlo propio.  Era una gran labor pedagógica, sobre todo; se trataba de entender la iglesia y el seminario como algo de interés primordial para la comunidad. A mi pueblo, recuerdo, llegaron, entre otros, el p. Juanito Figueroa y el p. R. Olvera, párroco que había sido en aquella zona, para promover la participación en la construcción del Seminario, hablar de su necesidad e importancia y animar a los párrocos. En las casas y en las tienditas del pueblo había unas pequeñas alcancías donde todos, niños incluidos, depositábamos alguna moneda y se nos hablaba del Seminario que se construía en Cd. Juárez, donde se formarían los futuros sacerdotes. Indiscutiblemente, todas estas iniciativas, más allá del monto, iban formando una mentalidad de pertenencia, de corresponsabilidad. Era un afianzamiento, en última instancia, de la conciencia de iglesia.  Así, el seminario fue asumido como causa propia por todos los católicos.

Estas iniciativas, aparentemente sencillas, pienso que están a la base de muchas vocaciones sacerdotales de aquél entonces, incluyendo la mía. Era una aventura, un sueño. A la visita de sus delegados se sumaban las visitas pastorales del Obispo y todo ello hacía que se asumiera una corresponsabilidad en el proyecto. Se vivía un gran entusiasmo, mucha actividad y mucha alegría. Uno de los factores decisivos en mi vocación fue ver la alegría y la entrega sin límites de los sacerdotes de mi infancia. Descubrí en ellos hombres plenamente realizados y capaces de una feliz entrega total. Todo esto hervía en la mente juvenil. El ejemplo arrastra. Dentro de otras muchas iniciativas, pues, para el obispo, el seminario era de importancia capital.

El Seminario tiene un fin específico, propio que consiste en ser el lugar privilegiado de la formación de los futuros sacerdotes. Una formación que abarca la nivelación humana y la formación cristiana plenas. Lugar privilegiado de disciplina, silencio, estudio y oración, decía Pablo VI. Ahí se forman los que han de ser los “dispensadores de los misterios de Dios”. “Concretamente, sin sacerdotes la iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y su misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús «Vayan, pues y hagan discípulos míos a todos los pueblos» y «Hagan esto en memoria mía», refiriéndose al sacrificio eucarístico, o sea, el mandato de anunciar el evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo entregado y su sangre derramada por la vida del mundo”. (JP.II). Esta es la razón fundamental de la existencia de los seminarios. Es el futuro eclesial lo que se juega. De hecho, los seminarios nacen como respuesta a un problema específico: la dispersión y la falta de preparación, en todos los órdenes, de los sacerdotes. 

El seminario, más que un edificio, es una comunidad de cristianos que trabajan juntos y arduamente en el discernimiento vocacional para asumir una misión especial que Cristo mismo les confía. Cierto, se necesita también un lugar físico donde reunirse, donde estar juntos, orar juntos, abrirse a la iniciativa divina juntos, discernir juntos qué es lo que Dios quiere de nuestra vida. Ahí, los candidatos se preparan para lo desconocido. ¡Mar adentro! ordena Jesús a los suyos.

Las nuevas circunstancias y los medios nos han obligado a reflexionar seriamente sobre la naturaleza de nuestros seminarios. En un artículo sobre el particular, N. Hausman S.C.M. concluye su artículo sobre la crisis sacerdotal actual, afirmando: “Los padres del desierto y los fundadores del monaquismo tenían a este respecto prácticas bastante más enérgicas de limpieza, y los primeros obispos igual, agrupaban a su alrededor a los que iban a ser sus sacerdotes; no se podría llegar a ser nunca un sacerdote diocesano sin llevar una vida comunitaria con el Obispo. S. Agustín tenía en su palacio episcopal a su clero donde hacían una vida monacal y de ahí partían a sus quehaceres pastorales. ¿Se puede todavía en nuestros días practicar esa suerte de ordenaciones absolutas que intentan formar a los pastores completamente al margen de las comunidades cristianas a las que están llamados a servir? ¿No hemos aprendido nada de las crisis precedentes como la que nos asfixia hoy cuando nos limitamos a reproducir el modelo tridentino de seminario cuya fecundidad ha sido rebasada desde hace tiempo? N.R.T. 132 (2010) 619-627

Igual se expresa JP.II: “El Seminario, que representa como un tipo de espacio físico, es también una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce. En realidad, los evangelios nos presentan la vida de trato íntimo y prolongado con Jesús como condición necesaria para el ministerio apostólico. Esta vida exige a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y específico, el desprendimiento – propuesto en cierta medida a todos los discípulos, del ambiente de origen, del trabajo habitual, de los afectos más queridos. Marcos subraya la relación profunda que une de los apóstoles con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar, a curar, a expulsar demonios, son llamados «para que estuvieran con él»”. Es decir, se trata de una experiencia personal, profunda, transformante, que afecte y decida la vida, con y ante Cristo. El Seminario sería el lugar y momento privilegiado para que se opere ese encuentro transformante, más allá de todos los condicionamientos históricos y explicables. Y que nunca termina. 

El Obispo Cardenal de París, Aron J. M. Lustiger, judío converso que fue, narra su política al respecto: “Los jóvenes que quieren ser sacerdotes y vienen a nosotros, vienen de una sociedad herida y tristemente deformada, con una experiencia religiosa mínima; incluso, con una deficiencia en la formación humanística seria. Proceden en muchos casos de familias desintegradas o inexistentes. Pero los aceptamos igual. A este fin he dedicado un edificio en donde durante cinco años se lleva a cabo un trabajo profundo y delicado de reconstrucción de estos jóvenes. En primer lugar, es llevarlos a un auténtico y verdadero encuentro con Cristo para que su vida se reoriente y se decida frente a él. Y durante este tiempo, igualmente, les ayudamos a subsanar todas las deficiencias humanas y de escolaridad de que adolecen los sistemas educativos contemporáneos. Se les familiariza con los idiomas clásicos, la literatura, la filosofía y ya, por último, en serio y definidos, inician la formación teológica en Bruselas. El acompañamiento personal, el arte y la necesidad de oración y la solidez en la fe, deben de quedar definitivamente asentados”. 

Que nuestro seminario, pues, viva con fidelidad su misión y que sean muchos los que descubriendo la vanidad y el vacío existencial que genera nuestra cultura, se decidan por algo más sólido y sean capaces de consagrar su vida a Cristo en el servicio a sus hermanos, anunciando el evangelio de la libertad y la esperanza, de la belleza y de la redención; que curen a los enfermos, que expulsen a los demonios y resuciten a los muertos. El mundo los necesita. Fue la mente de los fundadores. ¡Felicidades a nuestro Obispo, a nuestra diócesis! ¡A nuestro Seminario!