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La Iglesia celebra en su liturgia este domingo la fiesta de la Ascensión. Es una fiesta cuyo significado es decisivo para el hombre de todos los tiempos. Y en especial para nosotros, hoy, pues abre las puertas del futuro. No solo es una propuesta, es una oferta de Esperanza. La Ascensión no es un episodio que se pueda describir aisladamente, sino como una pieza de aquella única corona que es el misterio pascual de Cristo. Entre Pascua y Pentecostés, está la fiesta de la Ascensión, que señala “la desaparición” del Resucitado a los ojos de los suyos, iniciando con ellos otra forma de relación, tan eficaz que todo será colmado por una nueva forma de presencia. Es el momento del paso, en el cual los discípulos son llamados a abandonar la orilla familiar y tranquila de las formas de presencia anteriores, por una tierra desconocida y retadora, en la cual serán invadidos por el Espíritu del Resucitado. Comienza el difícil camino de la fe y de la esperanza.

En una sociedad marcada terriblemente por el sin sentido de la vida que se echa de ver en la violencia fratricida y escalofriante, en el desprecio de la vida, el asesinato patológico, en la asunción de antivalores y la insensibilidad “ante el dolor de los demás”, el testimonio cristiano ha de ser, antes que un proselitismo a troche moche, él de una vida marcada por la esperanza “que no defrauda”.

Así lo testifican los más clarividentes. Tanto desde la filosofía (Bloch) como desde la teología, (J. Moltmann), se sabe que la crisis de nuestro mundo, hoy, es una crisis de esperanza a donde nos llevaron los “maestros de la sospecha”. Hoy caben las palabras de Pablo a los paganos de todos los tiempos: “ante conocer a Cristo vivían sin Dios y sin esperanza”, (cf. Ef.2,12); dioses tenían, y muchos, como nosotros, pero su cultura estaba muerta, como la nuestra, no tenían esperanza y por lo tanto todo era aceptado como una ciega fatalidad, la gran cultura antigua vivía una honda tristeza; el destino, el dolor, la muerte no tenían solución. A ellos, Pablo dice pensando en los seres queridos que la muerte nos arrebata: “No lloren como los que no tienen esperanza”. ¿Cuál es pues nuestra esperanza? “Si la esperanza que tenemos en el Mesías es solo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres”. (ICor.15,19).

B. XVI escribe: “Según la fe cristiana, la «redención», la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que, a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?”. Creo que la fiesta de este domingo es la respuesta.

El haber recibido como don una esperanza fiable, continúa B.XVI, fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. «In nihil ab nihilo quam cito recídimus» (viniendo de la nada, que pronto recaemos en la nada), dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería. En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: «No se aflijan como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4,13). En efecto, ¿cuál es la diferencia entre un hombre que cree y otro que no cree? Creo que la esperanza. Alguien que no cree, ¿qué espera, en realidad, en esta vida?, o, sencillamente, ¿qué espera? En el colapso de nuestras sociedades, ¿no se descubre, acaso, la crisis de esperanza?

La miseria del hombre actual es mayor que la del hombre de la antigüedad porque el hombre hoy es un hombre desilusionado; sobre el hombre de hoy pesa ese fenómeno tan moderno como es el ateísmo, el agnosticismo, la claudicación más lastimosa. Y es, peor aún, un ateísmo simplemente asumido, vivido, jamás reflexionado. De esta derrota del espíritu han surgido las peores catástrofes de nuestro tiempo. Lo peor es que para el hombre de hoy efectivamente Dios ha muerto. Entonces, ¿cuál esperanza? ¿para qué? Entonces, como en el filme El Infierno, el protagonista dice, ante la matazón: “¿Cuál p. infierno, mi Menny? El infierno es esto, no ch”. Es lo que nos queda.

Ante esto, aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una «buena noticia», una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo «informativo», sino «performativo». (B.XVI). Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva. San Ireneo, obispo de Lyon en el s. II, decía: “Las puertas del cielo se abren ante Cristo que, «como hombre» sube al cielo”.

Por ello, en la Misa de hoy, la Iglesia ora así: “Llena, Señor, nuestro corazón de gratitud y alegría por la gloriosa Ascensión de tu Hijo, ya que su triunfo es también nuestra victoria, pues a donde llegó él, nuestra cabeza, tenemos la esperanza cierta de llegar nosotros, que somos su cuerpo”. Se trata de nuestra fe, de la celebración de nuestra esperanza, por lo cual, de nuestro corazón brota un himno agradecido a Dios por el futuro que se abre. En momentos como el nuestro en que todo se nos vuelve difícil y confuso, en un mundo y en una cultura sin esperanza, donde la ausencia del amor, de la fe, se hacen patentes en la degradación humana, debemos proclamar con fuerza, con entusiasmo y alegría, la esperanza, “que nos da nuestro llamamiento”. Esta acción de gracias, por la Ascensión, aparece de nuevo en las oraciones siguientes; le pedimos a Dios una gracia especial que, ya que desde este mundo nos ha hecho partícipes de la vida divina, «avive en nosotros el deseo de la patria eterna, donde nos aguarda Cristo, Hijo tuyo y hermano nuestro». Ese es el espíritu de la fiesta que celebramos hoy.

El crecimiento moderno de la deshumanización, el desvanecimiento de todo los que “hay” entre nosotros, también puede ser descrito como la expansión del desierto, dice la Arendt. Nietzsche fue el primero en reconocer que vivimos en un mundo-desierto, que nuestro mundo es un desierto; vio que, si el cielo quedaba vacío, también la tierra quedaba vacía. El trabajo de la sicología moderna es hacernos sentir bien en desierto. Las tormentas de arena que lo azotan son los regímenes totalitarios.

Pues bien, la Ascensión de Señor no nos permite dudar de nuestro destino: estamos hechos para el cielo. Es nuestro destino cierto. He aquí una certeza que no se paga con nada. Esta celebración ilustra lo que Pablo dice a los fieles de Tesalónica: “Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo…”. La Ascensión concreta nuestra esperanza. En testimonio que el cristiano ha dar a este mundo entristecido, es él de una vida marcada por la esperanza no obstante todos los signos en contrario.