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No somos amados impunemente.

O, el amor es exigente.

 

Con su ampulosa y genial elocuencia, el padre Lacordaire, o.p. (1802-1861), pronunció estas palabras en Notre-Dame: «Si hubiese sido la justicia la que cavó el abismo, hubiera habido todavía remedio, pero ha sido también el amor: por esto ya no hay esperanza. Cuando se es condenado por la justicia, se puede recurrir al amor; pero cuando se es condenado por el amor, ¿qué recurso nos queda? Es la suerte de los condenados. El amor que ha dado su sangre por vosotros, ese mismo amor os maldice. ¿Qué pensáis? Un Dios ha bajado a vosotros, ha tomado vuestra naturaleza, ha hablado vuestra lengua, ha tocado vuestras manos, ha curado vuestras heridas, ha resucitado a vuestros muertos… ¿Qué digo? Un Dios se ha entregado por vosotros a las intrigas,  a las injurias y la traición, que se ha dejado ver públicamente en la plaza entre ladrones y prostitutas, que se ha dejado clavar en una cruz, lacerar por los azotes, coronar de espinas, y en fin, que ha muerto  por vosotros en una cruz,  después de todo esto, ¿pensáis que os estará permitido blasfemar y reír y andar sin temor de la mano de todos vuestros vicios? No, no os hagáis ilusión, el amor no es un juego; no se es amado impunemente por Dios, no se es amado impunemente hasta la cruz. No es la justicia desprovista de misericordia, es el amor. El amor es la vida o la muerte, y cuando se trata del amor de un Dios, es la vida eterna o la muerte eterna. (Conferencia 72).