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A D. Arnoldo Cabada de la O.
In memoriam.

Llamados al cielo. “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; sea bendito el nombre del Señor”, exclama Job en el paroxismo del dolor. (1,21-22). Job es fiel a la antropología bíblica y sabe que el hombre fue hecho con el polvo de la tierra y al polvo ha de volver; el hombre hecho de tierra vuelve a la madre tierra. En estos tiempos hemos entregado a la tierra a los seres que amamos. Cierto, somos polvo, pero “polvo enamorado”, como dice el poeta F. de Quevedo, polvo capaz de amar al Alfarero, al Hacedor. Y, en última instancia, polvo redimido que habrá de ser revestido de la “incorruptibilidad divina”. Por ello dice la Escritura: “A pesar de todo, Job no pecó ni acusó a Dios de desatino”.

Llamados al cielo. No pocas veces se pide a la Iglesia que no se meta en cosas de la tierra, que hable del alma y de las cosas del “cielo”. Y me vienen a la memoria unas palabras de T. de Chardin: “los hombres del cielo han de mirar más a la tierra, y los hombres de la tierra han de mirar más al cielo”; y es que también hemos sido “redimidos para lo humano”. Y hoy, quisiera hablar del ¡cielo! Es, a la vez fácil y demasiado difícil. Fácil si hablamos de forma imaginaria, con representaciones extraídas de nuestros sueños coloreados de oro, vaporosos hasta  quedar en la fantasía. Se trataría, entonces, un concierto de seres asexuados, sin gravedad, sentados sobre nubes, cantando aleluyas y tocando arpas día y noche. No hay que quedarse con una imaginería infantil. Lo peor es que quedarían como desabridos y falsos los datos verdaderos, dignos de Dios, de nosotros y del mundo. Realmente, el cielo está relacionado con las realidades presentes.  Igual que el infierno, el cielo comienza aquí. En realidad, es el término ideal y el cumplimiento de nuestros deseos más profundos y hermosos, pero consumados más allá de si mismos y de nuestras representaciones actuales. Estas afirmaciones se fundamentan en verdades inscritas en la Escritura: este mundo es imperfecto, está inacabado; la verdad de una cosa reside en su término, está en lo que Dios la llama a ser, de la misma manera que un filme bien logrado, se resuelve y aclara en las escenas finales.

Nuestra fe funda nuestra esperanza. Nos hace ver el mundo y a nosotros mismos en la dependencia de Dios. El Dios de nuestra fe es ya, secretamente, el principio de nuestra existencia presente. Si él nos deja, dejamos de existir. El mismo Dios de nuestra esperanza será de una manera nueva y, esta vez a plena luz, el principio de una existencia renovada y radiante, a su perfecta semejanza. Tal es nuestra esperanza. En estas condiciones, el mundo presente aparece como la primera parte de una obra inacabada, que implica una segunda. Esto es extremadamente importante cuando se reflexiona sobre el enorme problema del «mal», pero también cuando intentamos representarnos seriamente qué significa creer en el cielo y esperar en él. En efecto, muestra que, aunque existe en otro lugar, – ¿lugar o estado? -, este otro lugar no es extraño a este mundo. Es una continuación absoluta, purificada del mal. La Escritura dice que nosotros, firmes en la promesa del Señor, «esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habite la justicia; ya no habrá llanto ni luto ni muerte ni dolor porque todas las cosas serán nuevas». Veremos más adelante cómo este cielo existe ya en esta tierra y qué continuidad realiza con la vida presente. 

Entre el principio y el fin. La condición de esta tierra ha quedado bien expresada por grandes pensadores modernos. Kant mostró que nuestro conocimiento cierto o científico alcanza lo que está condicionado por el espacio y el tiempo. Pero éstas son condiciones que separan y aíslan. Lo que está alejado por una distancia, incluso pequeña, no me es presente. A veces son nuestros vecinos los que nos resultan extraños. Y no es necesario un largo espacio de tiempo para que los seres dejen de estar presentes en mí. Nuestros mismos seres queridos, arrancados de nuestro lado, pronto se pierden en el tiempo. Olvido pronto y preveo poco. Es una muy pequeña porción de la realidad la que aflora, efímera, en la actualidad de mi vida. Este lugar y este momento es todo lo que tengo, realmente. 

Los hombres y las cosas nos son exteriores, extraños, adversos. Sufrimos debido a esta exterioridad porque estamos hechos para amar y ser amados, para la armonía, la unidad, la paz, la comunicación. Esta contradicción nos atormenta. Las cosas son opacas y a menudo nos hieren, nos oprimen. Las personas nos resultan opacas. Cada una fabrica cortezas para proteger su propia idea. Y chocamos con esta defensa como los otros chocan con la nuestra. Cada uno permanece prisionero de sí mismo. Sartre vio claramente esta contradicción: «Pienso que la transparencia tiene que sustituir siempre el secreto, e imagino bastante bien el día que dos personas no tendrán secretos la una para la otra porque no habrá ya secretos para nadie, porque tanto la vida subjetiva como la vida objetiva, será totalmente ofrecida, dada.» Y, respondiendo a la pregunta de su interlocutor: «¿Cuál es, según usted, el obstáculo principal para esta transparencia?, contestaba: «es, en primer lugar, el Mal; entiendo como Mal los actos que están inspirados en principios diferentes y que pueden desembocar en resultados que desapruebo. Este Mal hace difícil la comunicación de todos los pensamientos porque yo no sé en qué medida el otro parte de los mismos principios que yo para formar sus propios sentimientos».

Coincide, a su manera, con la experiencia y la enseñanza de los autores cristianos. A la frase célebre de Hius–Clos «el infierno, son los otros», responde Anthony Bloom en su conferencia sobre la muerte: «el infierno … es un lugar en el que Dios no está, el lugar de la ausencia radical, en el que nada nos une los unos a los otros». Los autores espirituales han hablado a menudo de esta condición de oposición y de conflicto, de desorden y de confusión, que es la nuestra. A esta situación nuestra se le ha aplicado la expresión «la región de la disimilitud», de la no-transparencia, de la no-comunicación. El aislamiento insolidario, la confusión, la soledad radical, eso es infierno; y puede comenzar aquí. Al ‘infierno son los otros de’ Sartre, yo respondo: “el cielo son los otros” porque los “otros” son también oportunidad de amor, comunicación, ternura, servicio, desinterés, abrazo. De comunión. 

Nosotros sólo vemos la mitad de la realidad, pero no su principio ni su fin: éstos permanecen escondidos a nosotros. El hombre, no obstante, no puede dejar de hacerse preguntas a este respecto. ¿De dónde venimos?  ¿A dónde vamos? Las religiones aportan una respuesta. Es también la zona de los mitos: dicen poéticamente lo que ha habido antes y cómo haya ocurrido; hablan menos del futuro. Pero la vida cotidiana se organiza a partir de estas grandes preguntas. No sólo ella, sino también la ciencia, las diversiones, la vida social, la política, todo esto se contiene en los límites de este mundo, es decir, en el ambiente de lo real, entre su principio y su fin. 

El cielo. El sentido final de las cosas y de la vida también es sustituido por un sentido inmanente, encerrado en sus límites internos que los aísla y las supone. Bíblicamente esto significa estar entregado al mundo de la apariencia, no de la realidad, al vacío no a la plenitud de ser. «El cielo es comunión». Dios todo en todos— San Pablo da la fórmula más plena en cuatro palabras que se hallan entre las más atrevidas y las más profundas de todas la Revelación: «Dios será todo en todos» (ICor. 15,28). Es esto su reino. Esto es el principio del cielo. En definitiva, el cielo es, por lo que respecta a nosotros, un cierto estado, perfectamente colmado de vida y, por parte de Dios, no es otra cosa que su presencia, su gloria, la irradiación plena de su generosidad. Es el mismo Dios resplandeciente como un sol absoluto, es lo finito totalmente penetrado, irradiado, por lo infinito. Se nos dirá: «entra en el gozo de tu Señor» (Mt.25, 21). El cielo, es pues, comunión. Pues si Dios es todo en todos, el fuego de la luz y del amor que arden en cada uno sin consumirlo, es decir, sin quitarle su personalidad propia, constituye, siendo él mismo en todos, el principio de una comunión infinitamente profunda. La denominamos la comunión de los santos.

Sartre hablaba de «trasparencia» y la veía fracasada allí donde los actos están inspirados por principios diferentes. En el cielo el principio es idéntico: el amor divino que todo llenará. Los filósofos hablan de «reciprocidad de las conciencias». Realmente es esto: una transparencia, una comunicación, una existencia de los unos para los otros, de los unos con los otros. «todo es de Cristo, Cristo es de Dios y ustedes son de Cristo». Tal es la realidad última.

Con esta bella y consoladora esperanza entregamos a la “madre tierra” a los que nos han precedido y amamos hasta el día en que nos amemos con total transparencia. En el “cielo”.