[ A+ ] /[ A- ]

Prólogo al libro “El proceso militar y eclesiástico de Miguel Hidalgo” de Jorge A. Álvarez Compeán, por el P. Hesiquio Trevizo (Sept. 2016)


Pólogo

Es para mí motivo de honra presentar a los lectores esta obra del doctor Jorge A. Álvarez Compeán, PROCESO MILITAR Y ECLESIÁSTICO DE MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA. Y el título define la obra, la condiciona y marca sus límites. No es, por lo tanto, una valoración de la persona y de la obra, aunque necesariamente se impliquen. Lo que apasiona y reta a nuestro autor, es el tema jurídico, la real situación jurídica – conforme a Derecho – que envolvió el proceso que se siguió al cura Miguel Hidalgo y Costilla. 

Crímenes son del tiempo, que no de España, reza un antiguo refrán, por ello nuestro autor, mediante un toque de Filosofía del Derecho, habla de la complementariedad del Derecho y la historia: “Debo decir que el derecho no puede explicarse sin el apoyo de la historia porque éste no es el reflejo más que de la propia realidad, resultado de un entorno temporal, pero en cambio, la historia siempre se narra independientemente del Derecho, como si no fueran complementarias, coexistentes, unidas, y por ello, un estudio jurídico no puede ser siempre coincidente con la narración histórica, porque cuando se toman los aspectos de justicia, no bajo una simple razón subjetiva, sino a través de la ley imperante en su momento, podemos esperar resultados diferentes y hasta contradictorios”.

¿Cómo debían definirse a sí mismos los códigos, canónico y civil, ante el reo que ambos juzgaban? ¿Quién tenía la prioridad? El reo tenía cuentas pendientes con ambas instancias. Muchas y graves. Y esto ha de ser visto, como dice nuestro autor, no bajo la razón subjetiva, sino bajo la letra de la ley imperante en su momento. Pero para todo hay solución. La instancia eclesiástica se deshace del reo, que no del juicio de la historia, y, ciertamente bajo la presión del poder civil, mediante el ritual infamante de la degradación clerical para luego entregarlo al “brazo secular”, es decir, al poder civil para que este ejecutara la sentencia final.

Largo, muy largo camino recorre el doctor Álvarez Compeán, desde el descubrimiento de América y de México, la naturaleza del Jus Gentium y los códigos concretos españoles y, por lo demás vigentes en el mundo de entonces, para llegar al busilis del tema. Si, han de verse a la luz del derecho vigente los descubrimientos sucesivos de las regiones del continente americano porque se llevaron a cabo “conforme a Derecho”, cualesquiera que fuera su forma. Nuestro autor recorre, peregrina afanosamente por ese campo a veces monótono e interminable, pero decisivo porque ahí están los gérmenes que un día provocarán el cambio definiendo la naturaleza de los acontecimientos. Cartas de Colón y de Cortés, comunicados de los frailes a la Corona, las intervenciones papales, especialmente importantes las de Alejandro VI que advierte a los conquistadores “sobre el alma racional que informa a los naturales de esas tierras”, es decir, que eran seres humanos con todo lo que esto significa. 

Las Cortes Españolas, los conflictos que comienza a vivir España con los borbones, el resurgimiento del poderío británico, la independencia de EE.UU., la invasión napoleónica a España, todo, todo eso, toda esa historia se acumula y un día, un cura, en un pueblo de Guanajuato, será el catalizador que provocará la rebelión; una rebelión confusa e incierta, indefinida, con falta de claridad, como todos los inicios, contra tanta y tan larga injusticia.

El Padre Pimentel, en España, según Don Mariano Cuevas, a los seis meses de firmada la independencia, escribía que las luchas de independencia fueron el resultado final de “la impiedad, la irreligión, y al despotismo de las Cortes, todo esto determinó la perdición de Las Américas, y de que éstas hayan jurado su independencia, pues no pudiendo sufrir el mal gobierno de su constitución y los sacrílegos decretos contra la santa iglesia, decidieron renegar de España”. Quien quiera ver más de esto puede leer las advertencias hechas a la Corona por Abad y Queypo, obispo de la ciudad donde se fraguaron las ideas libertarias.

El hombre que capitaneó en la Nueva España esta lucha, unido a los hombres y mujeres que ya conocemos, fue el cura de Dolores, Don Miguel Hidalgo y Costilla. Fracasó en el intento y cayó en manos de las fuerzas realistas en Acatita, Norias de Baján – hasta donde nuestro autor se desplazó para hacer una ‘inspección ocular’, abogado, al fin -; la historia ya la conocemos todos los mexicanos, pero no tan minuciosamente como deberíamos.

Hidalgo cayó junto con lo restante de su ejército, y cayeron también sus generales y muchos frailes que lo acompañaban. Hidalgo y los generales fueron trasladados a la Villa de San Felipe del Real, Chih., los restantes fueron trasladados a Durango. Chihuahua era una parroquia foránea de la Arquidiócesis de Durango. Los que fueron destinados a Durango, salvaron, al menos por el momento, la vida; los que fueron enviados a Chihuahua, una villa periférica, ya estaban sentenciados a muerte. Nuestro autor cree ver en esto una decisión perversa y puede que una aplicación de tortura al Derecho, y cree que el arzobispo de Durango quería que el juicio se llevara a cabo en esa ciudad episcopal con la intención de salvar, por lo menos, al cura Hidalgo. 

El padre de la patria, en su proceso admitió que todavía seguía creyendo que la independencia sería un bien para México, pero reprobó los medios que él había empleado y se declaró plenamente responsable. Así mismo, admitió que había comenzado sin ningún plan definido militar o político lo que determinó la anarquía. “Se preparó a morir cristianamente, confesó sus pecados y entregó su alma a Dios” (J.H.L. Schlarman). El 30 de julio de 1811 fue fusilado con saña; no murió a la primera descarga por lo que hubo de ser rematado.

Pero en fin, debemos leer este interesante momento histórico que capta el doctor Álvarez Compeán en su obra. Nos hace asistir “en primera fila” al proceso que se le siguió al cura Hidalgo en Chihuahua, desde el doloroso ritual de la degradación hasta el cruel fusilamiento y la subsiguiente decapitación. Obra, pues, interesante que invita a una paciente y atenta lectura; los cultores del Derecho, y de historia del Derecho, van a disfrutar de la obra; los legos podremos captar aquello que esté a nuestro alcance. La consulta bibliográfica es casi exhaustiva, se trata de una obra seria y bien definida en su propósito. 

“El historiador imparcial necesita ser un extraño que juzgue los hechos fríamente, como se estudia un proceso de orden biológico. Nadie puede escribir en este tono de su propio país, y menos una historia reciente. El que escribe sobre su propio pueblo y con miras a encontrar en la historia las fuerzas dispersas que acaso puedan contribuir a salvarlo, tiene que poner en la obra dolor de parte ofendida y pasión de justicia, exigencias de rehabilitación del futuro”, escribe J. Vasconcelos. No nos sirve el historiador turista que solo husmea buscando sensacionalismos, tal es el sentido de investigar la historia. Y esta pasión mueve a nuestro autor. Comprendemos, entonces, que la historia es disciplina trascendente.

El hombre pasa y atraviesa por todas esas formas de ser; peregrino del ser las va siendo y des-siendo, es decir, las va viviendo, escribía Ortega y Gasset. El hombre no tiene naturaleza, decía, lo que tiene es historia; porque historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente, movilidad y cambio. Se puede ser, si se quiere menos enfático, pero no menos claro y más certero. Resulta, pues, que para saber lo que el hombre es – lo que importa a la historia para saber lo que es una nación, una comunidad, un pueblo, un territorio -, hay, ante todo, que saber cómo han llegado a ser lo que son. Desconocer la historia, es como carecer de derechos.

Con razón J. P. Fusi afirma que la historia cobra, así, una dimensión trascendente. Tal vez la única lección esencial que quepa concluir de la historia es la que ya vio Voltaire en su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones: constatar la diversidad y multiplicidad de culturas, pueblos y costumbres, idea cargada, desde luego, de profundas connotaciones éticas y políticas, y que para el propio Voltaire debía fundamentar un valor cívico supremo: pluralidad, tolerancia e integración. La historia es, pues, pluralidad, sí, pero no dispersión.

Esta gran obra del doctor Álvarez Compeán lanza una luz poderosa sobre ese momento decisivo en el que, como en todo parto, con sangre y dolor, con desgarramiento, nacíamos como pueblo independiente. Entenderlo, comprenderlo, superar las contradicciones que necesariamente comportó, es decir, dentro de la pluralidad buscar la integración, es la aportación que la obra del doctor Álvarez Compeán nos ofrece. Tal es la tarea de la historia; no lujo de ociosidad ni remembranzas inútiles, antes al contrario, se trata de preservar la memoria colectiva y educar a las generaciones en el amor a la patria, en el esfuerzo creador, en la superación de infecundas divisiones ya pasadas que no pueden ya determinar nuestro presente ni nuestro futuro. Después de todo, la historia también necesita ser redimida y avanza hacia una Plenitud a través de sus avatares. Así lo intuía Byron: 

Lo pasado ya es nada, y por fin

el futuro será también pasado.

Bienvenida la obra del doctor Álvarez Compeán. Felicidades; y debemos esperar más trabajos de este calibre. Van a venir.