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Podríamos resumir el mensaje de este domingo de la siguiente manera: todo hombre es, desde siempre, objeto de una elección divina radicada en el amor. Esto establece entre el llamado y el que llama una relación preferencial, que es la espina dorsal de nuestro vivir, y que ninguna otra relación puede construir. Pero, precisamente como elegido y llamado por Dios, todo creyente es enviado a sus hermanos, como el profeta Amós (1ª Lec.), es enviado por Dios a Israel, y como los Doce fueron enviados por Jesús. 

El modo como Pablo presenta (II lectura) la elección que Dios ha hecho de mí en el amor, no puede menos que llenarme de estupor. Me ha elegido “antes de la creación del mundo”: por lo tanto, cuando yo todavía no existía, en el origen primordial de las cosas, había sólo una ternura infinita, que sólo sabe amar. Yo todavía no existía, y Dios ya pensaba en mí y me envolvía en su amor. Me pensaba en Cristo, que es el centro de su proyecto. Y me destinaba a ser su hijo. Y todo esto de un modo totalmente gratuito, porque no existía nada que atrajese este amor o justificase tal elección. Esta gratuidad tiene una fascinación irresistible. En la prisión romana, Pablo encadenado contempla conmovido este designio divino, al interno del cual se ve a sí mismo, elegido para el ministerio del evangelio. Cada uno de nosotros está llamado a realizar el mismo descubrimiento en la oración.

Dios me ha elegido para enviarme. Jesús es el primer enviado; Dios envió a su Hijo al mundo. A su vez, él ha enviado a los Doce como leemos en el evangelio de hoy. Él ha presentado esta misión de los discípulos como una prolongación de su propia misión: “como el Padre me envió, así los envió yo” (Jn 20,21). Y como Jesús ha hecho presente al Padre en medio de nosotros, así aquellos que Jesús ha enviado, lo hacen presente en medio de sus hermanos. El Apóstol, (apóstol en griego significa enviado) es aquel que con su obediencia y su fidelidad une de un modo vivo aquél que lo ha mandado con aquellos a quienes es enviado. Mas aún, lo hace presente. La persona del enviado se convierte en un signo sensible de la presencia de Cristo. Sin esta misión, que se prolonga en el tiempo, la iglesia no tendría razón de ser. No debemos olvidar que la iglesia está cimentada sobre el fundamento de los apóstoles.

El apóstol, el enviado a servir de lazo viviente entre el Señor y los hermanos, debe estar profundamente unido a uno y a otros. Es un puente, y como todo puente tiene dos cabezas. El puente une los dos extremos. El enviado hace de puente entre Cristo, que es la primer cabeza del puente y su fundamento, y aquellos a quienes es enviado. Sobretodo, el apóstol es aquel «para quien su vivir es Cristo» según las palabras de Pablo. Cristo constituye el modelo de todo discípulo. El enviado traiciona su misión si se conforma demasiado con el mundo y se olvida de Cristo. El evangelio de este domingo nos dice como ejemplo cuáles son las exigencias de radical pobreza respecto a la misión. Y este punto me parece importante en extremo porque estamos nosotros en misión. La misión será un éxito en la medida en que nos atengamos al ejemplo de Jesús y que seamos bastante mas pobres también en nuestros proyectos, en nuestros análisis, y sepamos confiar más en el poder de Dios. Pablo VI nos dice en la Evangelii Nuntiandi que el Espíritu Santo es el principal agente de la evangelización y sin él fracasan los mejores proyectos. La pobreza como expresión de la radical confianza en Dios, es condición sine qua nonde la evangelización. Debemos preguntarnos seriamente si no estamos confiando más en nuestros recursos que en el poder del Espíritu.

El enviado, al mismo tiempo, debe estar ligado a los hermanos de la comunidad a la que es enviado. No basta que esté “frente a ellos”: debe estar con ellos y para ellos. Y cuanto más pobres sean los hermanos, tanto más tienen derecho a su intervención. Como Jesús que vino “a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). De aquí brota el estilo de una iglesia misionera que se consagra a salvar todo lo que está perdido, sobre el plano del destino humano igual que sobre el plano del destino eterno. La iglesia no puede cerrarse sobre sí misma: es para el mundo. 

Todo esto se refiere especialmente a la jerarquía, pero no exclusivamente. Todo cristiano es un apóstol: por el sacramento del bautismo y de la confirmación es enviado a los hermanos y se convierte en responsable de su salvación. La misión de la iglesia es asunto de todos, jerarquía y laicos. Bastaría que viviésemos este principio para que el mundo se transformara. Hay demasiados “fieles” que viven la fe solo como una cuestión personal. Signo evidente de que el Concilio Vaticano II no ha incidido suficientemente en la praxis cristiana. Queda aún mucho por recorrer en el camino de la renovación conciliar.

Recomiendo ampliamente leer y releer la Exhortación Apostólica: La Evangelización en el Mundo Moderno. Evangelii Nuntiandi del Papa Pablo VI (1975). Se trata de un documento insuperable por su sencillez, su hermosura y la profundidad de su contenido.