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El lenguaje, como comunicación y realidad exclusiva de los humanos, desmerece ante el exceso de imágenes. Nos movemos ya en un mar electoral muy picado y, entonces, resumiendo, la mentira, la crispación, y la violencia son la norma. No hace falta releer a H. Arendt. El daño que Trump está causando, hoy mismo, a la democracia de EE.UU. es un ejemplo de esa absoluta falta de seriedad con las cosas; y que tiene sus réplicas en el mundo. Muestra como la política se nos ha “convertido en una cuestión de vida o muerte” y hacia donde remiten los populismos.

¿Tomamos en serio las cosas? Esta pregunta va dirigida a nuestra actitud ante el valor de la realidad, ante la verdad de las cosas, ante la verdadera naturaleza de las cosas. Esta pregunta está dirigida a la totalidad: ¿Tomamos en serio la vida y la muerte? ¿Tomamos en serio nuestras relaciones? ¿Tomamos en serio la política, la economía? ¿Tomamos en serio la familia, el amor, las relaciones fraternales? ¿Tomamos en serio el ambiente, la ecología? ¿Nos tomamos en serio nosotros mismos? ¿Tomamos en serio a Dios? Tomar en serio significaría, entonces, una actitud responsable que concuerde con la verdadera naturaleza de las cosas. «El que es capaz de ver percibe cómo por todas partes está gestándose la catástrofe de la realidad manejada falsamente». (R. Guardini). Y sabía de qué hablaba.

Las cosas tienen una verdad propia conforme a la cual deben ser tratadas. Pongamos un ejemplo la verdad propia de la política; significa el trabajo desinteresado por el bien común; esto es lo que la justifica, lo que la hace inteligible; si se maneja falsamente entonces la misma política se pervierte, ya no sirve a su propio fin, se convierte en otra cosa, amenazante para el hombre mismo; y esto porque las cosas tienen una verdad propia con la que nosotros no podemos jugar. Ver el Capitolio asaltado es escena bananera y revela lo que sucede cuando el poder recae en personas enfermas de odio, de ambición, de soberbia, de resentimientos oscuros. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos?”. (S. Agustín.                                  De.Civ. Dei IV. 4,1).

Por todas partes encontramos acción; por todas partes encontramos organización y trabajo. Pero ¿quién dirige estas cosas? Una interioridad que ya no se encuentra recogida en sí misma, sino que piensa, juzga y actúa a partir de sus sectores más superficiales y egoístas: su mero entendimiento, su voluntad finalista, sus impulsos de poder, de posesión, de goce, o sea personalidades enfermas, resentidas, vengativas. Todo esto no tiene ya contacto alguno con la verdad, con el centro de la vida, con lo esencial y permanente, sino que se agita en cualquier lugar de lo provisional y causal.

Nuestra calidad humana depende de la comunicación y, así, las llamadas «redes sociales» son por excelencia el reino de lo impersonal y de lo superficial; así como no hay forma de controlar su legalidad, tampoco se puede comprobar su veracidad. No tienen rostro, son campo de nadie, o de todos; no son el lugar del diálogo. Ahí se refugia Trump. Face, Instagram, twitter, le han suspendido sus cuentas. Cuando los imperios decaen emergen los calígulas.

Es necesario, pues, que el hombre despierte de nuevo. No podemos estar sujetos a las fuerzas ciegas de la tecnología, del mercado o de la política, que tantas veces se convierten sólo en el juego de los poderosos, con muy poca incidencia positiva en el mundo de los menos favorecidos. Nos urge por ello globalizar también una filosofía en cuyo centro esté el hombre, su valor y su destino, una psicología humanista que sea capaz de contemplar al hombre en su situación y desentrañar las causas de la angustia que lo deshace y la ambición que lo aprisiona; es necesario volver al hombre, a lo humano, pues. Deben existir de nuevo épocas en la vida e instantes en el día en que el hombre se detenga, se concentre y reflexione sobre alguno de los problemas que le han afectado en el día o en la vida. Es necesario que el hombre vuelva a concentrarse, a meditar, a rezar; vivimos tan en la superficie de nosotros mismos, tan alejados de nuestro centro de interés, y por eso seguimos creciendo desarraigados, echando raíces en el aire. Así estemos a merced de todos los vientos y cargando con el miedo, con la angustia, con la inestabilidad.

¿Pero cómo podemos volver al centro de nosotros mismos? No es posible decir de una manera general y fácil cómo debe hacerse. Ello depende de las convicciones fundamentales que se posean: de su actitud religiosa, de su temperamento y sus circunstancias. En todo caso, el hombre de hoy debe liberarse de la prisa, detenerse y hacerse presente a sí mismo; abrirse a una palabra de piedad, de sabiduría, de honor moral, leyendo a los sabios, a quienes ya han hecho el camino, que han superado la duda y el miedo. Hay tantos y tantas que son ejemplo de cómo se puede vivir la vida con sentido, aún en la adversidad. Debe someterse a la crítica que estas personas ejerzan sobre él y, desde allí, examinar alguno de los problemas que le plantea la vida de cada día. Sólo una actitud ahondada en esta forma puede lograr que el hombre se sienta seguro ante los poderes disolventes del mundo que le rodea.

La otra vía es plantearnos de nuevo la pregunta elemental por la esencia de las cosas a la que aludíamos anteriormente. Un examen superficial nos muestra que tomamos las cosas de una manera superficial y esquemática, determinando su valor y su contenido por conveniencias y manejándolas desde los superficiales puntos de vista, de la ventaja, de la comodidad o del ahorro del tiempo. Pero las cosas poseen una esencia; si se pierde o es violentada, se produce una resistencia contra la que nada pueden ya ni la astucia ni la violencia. (Trump se ha rendido; importantes gentes de su parido han dimitido por vergüenza). La realidad se cierra entonces a la intervención del hombre, se vuelve contra él. Las estructuras se desmontan. Los ejes del sistema social, económico, político se sobrecalientan, y su derrumbe es cuestión de tiempo. A las cosas no se les puede tratar de forma arbitraria, al menos no se puede hacer esto de manera absoluta ni por largo tiempo, es necesario tratarlas tal como corresponde a su esencia.

Así pues, no tratando a las cosas como deben ser tratadas, con el respeto que merecen, solo provocamos catástrofes, y citamos de nuevo a Guardini: “el que es capaz de ver, percibe cómo por todas partes está gestándose la catástrofe de la realidad manejada falsamente”.

Debemos, pues, acercarnos de nuevo a la esencia de las cosas y preguntar: ¿Qué es el trabajo, cuando se le contempla en el conjunto de la vida? ¿Qué son el derecho y la ley, si es que deben ayudar y no estorbar? ¿Qué es la propiedad, y en qué medida está o no justificada? ¿Qué es la obediencia y qué lugar ocupa en la libertad? ¿Qué es el mando verdadero y cómo es posible? ¿Qué significan la salud, la enfermedad y la muerte? ¿Qué significan la amistad y el compañerismo? ¿Cuándo la atracción que se siente por otro merece llevar el gran nombre del amor? ¿Qué significa aquella unión del hombre y la mujer que llamamos matrimonio, y que poco a poco se ha corrompido de tal manera que solo muy pocas personas parecen tener una idea de él, aun cuando sustenta la entera existencia humana? ¿Existe una jerarquía de valores? ¿Qué es lo más importante? ¿Y lo menos importante? ¿Qué es indiferente?” Y en este contexto que vivimos nosotros, ¿qué es la política? ¿Qué es la mentira? ¿Caben la ética y la moral en el ámbito político? ¿Qué es la destrucción de imagen? ¿Qué es la ingeniería electoral? ¿Por qué se comete el fraude? ¿Acaso el fin justifica los medios y lo absoluto es el poder? A todas estas preguntas no nos da respuesta la sucesión interminable de imágenes desvinculadas de la idea y de la palabra, menos cuando se realiza trámite la red impersonal.

La historia no transcurre por sí misma, sino que es hecha por nosotros, y ello no sólo en las decisiones aisladas, no sólo en ciertos períodos o momentos ni en ciertas esferas, sino en su dirección total y en todas las épocas. La realidad del mundo, de la que el hombre puede disponer cada vez más, está entregada a su decisión; pero el hombre pierde cada vez más la conexión con las normas provenientes de la verdad del ser, de la exigencia de lo bueno y de lo santo. Existe, entonces, el peligro de que sus decisiones sean cada vez más arbitrarias. Sin duda, la historia es el resultado de las decisiones nuestras, de las decisiones que hacemos cada día. Trump ha demostrado la solidez del sistema democrático estadounidense y que las urnas son el arma para vencer al populismo. Las urnas son de los ciudadanos que repudian al tirano.

¿No da qué pensar que el presiente busque apoderarse de los Organismos Autónomos? Y las Cámaras, ¿qué hacen?