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En 1947, al finalizar uno de los episodios más negros de la historia, A. Camus escribe una de las obras supremas del arte, arte supremo porque no es puro diletantismo o gusto literario, divertimento o floritura, sino compromiso con la verdad, denuncia, profecía, invitación para ceder a un “fatalismo activo” en el sentido que ni siquiera los momentos más oscuros pueden apagar el amor y el sacrificio encarnados, en esa obra, en el médico y el cura que mueren a lado de las víctimas en Orán, la ciudad devastada por «La Peste».

He vuelto a esta obra impresionado por la facilidad con la que están siendo asesinados tantos seres humanos en nuestra Ciudad, en México, la cantidad y el sadismo con que se consuman pareciera un escarmiento social; la desfachatez, el cinismo, el importamadrismo  nos recuerda a otro personaje de Camus, El Extranjero. Sí, quienes ejecutan talas acciones parecieran seres de otros mundos, extranjeros. Pero no, son jóvenes y niños nuestros, nacidos aquí, solo que en la más completa orfandad en todos los sentidos. Y el otro aspecto de la novela es la indiferencia de la sociedad, el silencio y maquillaje de las autoridades para no alarmar al pueblo. Después de todo son solo unas cuantas ratas que aparecen muertas en las calles; que trabaje el servicio de limpia y eso es todo. Los cafés, los bares, los negocios han de seguir abiertos.

¿Cuál será el monto total de muertes violentas en el sexenio que está expirando? ¿En los últimos tres sexenios? El goteo diario de sangre nos permite adaptarnos al hecho. 2 ó 300 mil muertos vistos así, dispersos, regados en el tiempo y en la geografía nacional, impresionan menos. Aquí son 4 ó 5 diarios, a veces más; no es nada. No se percibe su magnitud. Pero si vemos 2 ó 300 mil cadáveres apilados, decía Camus, comprenderíamos la magnitud del desastre. Nos hemos acostumbrado al lento manar de la sangre, no nos dice nada. Se ha perdido toda dimensión humana; se limpia la sangre y el antro sigue funcionando, bebiendo y cantando.

Todo esto es el absurdo en el sentido del existencialismo ateo. La situación del absurdo es la aniquilación de la realidad, de su sentido y su valor. El valor supremo que es la vida deja de serlo y se puede suprimir a un semejante con toda tranquilidad. Desde el aborto a la voluntad anticipada, eutanasia, asesinar es ya una forma fácil y expedita para dirimir las desavenencias más simples; asesinar se ha hecho fácil, es delito menor. Todo porque estamos asentados firmes en el terreno del absurdo, en un nihilismo simplemente asumido y vivido.

Tal situación, escribe Camus, “hace al crimen cuando menos indiferente y por consiguiente posible. Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y no podemos afirmar cualquier valor, (=absurdo), todo es posible y nada tiene importancia. Sin pros ni contras, el asesino no tiene culpa ni razón. Se pueden atizar los hornos crematorios del mismo modo que cabe dedicarse a cuidar leprosos. Maldad y virtud son azar y capricho”.  Palabras inquietantes.  Creo firmemente que en gran parte vivimos esta situación con buena conciencia, además.

Entonces nos refugiamos en generalidades o simplemente volvemos la cabeza, lo cual equivale, al menos, a aceptar el asesinato ajeno, a reserva de deplorar armoniosamente la imperfección de los hombres, lo mal que andan las cosas, y etc., etc.  “Cabe por último, dice Camus, proponerse emprender una acción que no sea gratuita. En este último caso, careciendo de un valor superior que oriente la acción, habrá que dirigirse en el sentido de la eficacia inmediata”.  Y este es el punto máximo que hemos alcanzado; nadie denuncia, nadie habla de la dimensión moral que el crimen comporta, el crimen en todas sus formas, producción, traslado, consumo. Nos importan otros efectos, pero ignoramos la dimensión religiosa y moral del hecho. Entonces, declaramos la guerra al narco y la república se enciende.  Es lo que dice Camus.

Y continúa: “No siendo nada verdadero ni falso, bueno o malo, la regla consistirá en mostrarse el más eficaz, (Himmler), o sea, el más fuerte. El mundo ya no se dividirá entonces en justos e injustos, sino en amos y esclavos. Así, hágase lo que se haga, en el corazón de la negación y el nihilismo, el crimen tiene su lugar privilegiado”. Impresiona lo certero de estas palabras que proceden de un hombre supuestamente ateo. ¿Qué es lo que nos dice? Lo que nos decían nuestras abuelas, lo que dice la tradición cristiana: lo que no tenemos es temor de Dios, es decir, vivimos “como si Dios no existiera”, hemos perdido ese Dador de sentido, hemos suprimido toda referencia a la trascendencia y nos hemos quedado en el firme terreno de la desesperación. Dios ha muerto, pero también la tierra ha quedado vacía y el hielo sobre el que caminos es cada vez más delgado. (F.N).

Roto el espejo, dice nuestro autor, no queda nada que pueda servirnos para contestar a las preguntas del siglo. El absurdo, lo mismo que la duda metódica ha hecho tabula rasa. Nos deja en un callejón sin salida. Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta. La primera y única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia del absurdo, es mi rebeldía. Privado de todo sentido de trascendencia, empujado a matar o a consentir que se mate, solo dispongo de esta evidencia que se esfuerza aún en el desgarramiento en que me hallo. La rebeldía nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible. Solo que nosotros, digo yo, ya no tenemos la capacidad de rebelarnos, sino que simplemente coexistimos con la situación.

La obra de Camus es en el fondo una reflexión religiosa, o como el negativo de una reflexión religiosa en el sentido que la existencia cuando se carece de Dios y de una moral de valor universal, simplemente se destruye. «Cuando suprimimos a Dios, suprimimos el problema del bien y del mal» (Dostoievski).   Aquí estamos firmemente asentados. El narrador hace hincapié en la idea de que, en última instancia, el hombre no tiene control sobre nada, la irracionalidad de la vida es inevitable; así, la peste representa el absurdo de nuestra cultura. El hombre no puede salvarse a sí mismo, necesita ser salvado.

“Pero Dios ni hizo la muerte”. Entonces, ¿por qué existe la muerte, incluso como el mal más grande? ¿Quién y cómo ha introducido este antiproyecto en la obra de Dios? “No os procuréis la muerte con vuestra vida extraviada ni os acarreéis la perdición con las obras de vuestras manos. Porque Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Todo lo creó para que subsistieran. Las criaturas del mundo son saludables; no hay en ellas veneno mortal. Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo; mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan quienes le pertenecen”. (Sab.1,13-15. 2,23-24).

¿Cómo actúa la envidia del diablo? Pablo en Rom. 5,12 dice: “Por el hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte”. El diablo induce al pecado, a la rebeldía contra Dios y la consecuencia es la muerte, por la muerte es a lejanía de Dios. Y, ciertamente, no será legalizando el pecado como suprimiremos la muerte.

Carta de un sacerdote. Recibí una carta de un sacerdote de esta ciudad: “Buenas tardes, espero que se encuentre mucho mejor de salud, hemos pedido por usted en misa.

Le escribo este pequeño correo solo para agradecerle su comentario a la liturgia del día de mañana. (01.07.18. dom. XIV. ver jesusmaestro.tk) Estoy muy emocionado y reconfortado al leer sus palabras tan llenas de fe y esperanza.

Hace unos días, mataron a 4 personas de aquí de mi parroquia, en un puesto de hamburguesas, fue una situación difícil sobre todo porque varias personas de la comunidad se congregaban en ese lugar para comprar; ese día pasé por el lugar y exactamente 3 minutos después mataron a estos jóvenes. Este suceso me ha hecho reflexionar por la muerte que está recorriendo nuestras calles y nuestros barrios, y le confieso que me llene de temor, por mí, ya que soy hijo único y único sostén de mi madre; temor por mis fieles que tanto amo, que pudieran verse en este tipo de situaciones que pueden ocurrir (nos) en cualquier momento. Su comentario del día de hoy me llena de esperanza porque a pesar de estos gritos desesperados de tantas personas flageladas por la muerte, por la enfermedad o por diversas situaciones, uno como sacerdote no debe bajar la cabeza, ni amedrentarse por el mal proveniente del pecado de muchos.

Esas palabras que usted comenta de que Jesús se acercaba al dolor humano, que no huía al sufrimiento de los demás, me anima a amarrarme en la fe que le tengo a mi Señor, llenarme de esperanza y fortaleza”.

“La peste ha quitado, a todos, la posibilidad del amor e incluso de la amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”. (Camus). Bueno, no a todos, señor Camus.