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Todo es gracia. (Bernanos).

Mañana, día 29 ¡hace 45 años!, estábamos postrados cerca de 400 diáconos, en la Plaza de San Pedro y se cantaban las Letanías de los Santos. Momentos supremos de la vida. La figura diminuta y gigante del Santo Pontífice presidía la ceremonia imponente. La fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y el año XII de su pontificado eran el cuadro de la ceremonia.  

Y en la inmensa Plaza, tan querida a la devoción y al arte, resonaba la voz potente del Pontífice: “Llamados por Dios. La primera palabra, vosotros lo sabéis, suena «vocación». Llamados por Dios, llamados por Cristo, llamados por la iglesia. Cualquiera que haya sido el modo mediante el cual la vocación (=llamado) haya resonado en la profundidad interior de vuestra conciencia y en la realidad exterior de vuestra experiencia, cada uno de vosotros deberá recordar siempre este hecho que cualifica vuestra existencia: la elección divina dirigida a vuestra persona. Palabra de Jesús que desde el evangelio ha descendido a vuestra humana existencia. «Yo os he elegido» (Jn.15,16); a cada uno de vosotros le ha sido dicho por Cristo: «Ven, sígueme» (Mt.19,21); y para todos vosotros la misma voz ha resonado dulce, liberadora e imperativa «vengan y síganme; yo hare de vosotros pescadores de hombres» (Mt.4,19)”.

Así comenzaba su homilía estremecedora, sencilla y profunda a la vez, del Santo Padre. Este fragmento encierra el núcleo de la espiritualidad sacerdotal, un núcleo que, si se pierde, el sacerdote no sabe ya quién ni para qué es; en esas breves palabras se compendia toda la verdad, toda la autenticidad, la esencia de la vida sacerdotal: la conciencia de un llamamiento gratuito, inmerecido y exigente. Llamados, tal es la palabra que “cualifica la existencia” de este pobre y débil ser humano que es el sacerdote.

Se trata, pues, de recordar siempre, sin olvidarlo jamás, este hecho que funda toda la teología de sacerdocio ministerial; no lo hemos elegido nosotros a la manera como se elige una profesión; no es el resultado final de nuestras cualidades, capacidades y méritos, no se trata solo de un “yo quiero”, sino de haber oído en lo íntimo de nuestro corazón esa palabra que llama, suave y delicada, pero con la fuerza de una tormenta en el mar;  y, sin embargo, su fragor no intimida pero no cesa ni de día ni de noche; está ahí siempre, no se aparta de uno, sin lastimar la libertad. “Mira, tienes que decidirte; haz de cuenta que te dislocas un hueso de tu dedo; te va a doler siempre hasta que éste vuelva a su lugar; así tú; si no eres sacerdote, nunca estarás en tu lugar en la vida, nunca serás tú, nunca serás feliz”, esto decía un director espiritual al adolescente de unos 13 años. “A ningún joven le aconsejo el sacerdocio, pero a ti sí”, me decía. Y eso nunca se me olvidó. Ese mi director espiritual murió hace casi 40 años y sigue siendo mi director todavía.

Sí; y un día dije, tal vez en el lugar más impensable, sentado en un montículo de leña en el traspatio del caserón paterno mientras el sol caía en los lomos de la cordillera. Sí, así fue; lo recuerdo perfectamente; fue la conclusión de una larga lucha desigual entre mi resistencia alegando no ser digno, (¿y quién lo es?), y aquella voz interior que no cesaba, que estaba ahí, persistente; Y dije entonces: “Bien, Señor, en tu nombre echaré las redes”.  que luego vine a saber eran las palabras que Pedro dirige a Jesus que daba instrucciones al experto pescador,ni  (Lc.5,5). De inmediato, fui donde el párroco y le comuniqué mi decisión.

Sí; “Cualquiera que haya sido el modo mediante el cual la vocación haya resonado en la profundidad interior de vuestra conciencia y en la realidad exterior de vuestra experiencia, cada uno de vosotros deberá recordar siempre este hecho que cualifica vuestra existencia: la elección divina dirigida a vuestra persona”. Esto es todo.

En un momento muy difícil, en el postconcilio, cuando los seminarios se vaciaron y miles y miles de sacerdotes abandonaron el sacerdocio, Pablo VI invitaba a los sacerdotes a “escribir la biografía de su vocación”. Sí, a volver al primer amor, a recordar los momentos de intimidad, de oración ante el Crucificado, los años de formación; a recordar las veces que los directores espirituales les hablaron de esa vocación, de ese llamado, de esa invitación. “Crisis de identidad” es una frase terriblemente usada y abusada (overused), pero en el caso sacerdotal da en el blanco. Toda crisis sacerdotal es una crisis de identidad, cuando ya no se sabe ni quiénes para qué somos, cuando se ha olvidado que fuimos “Llamados por Dios, llamados por Cristo, llamados por la iglesia”, y que, ante el obispo, el día de nuestra ordenación, dijimos al oír nuestro nombre: ¡Adsum! ¡Estoy presente! ¡Qué abismo tan insondable! ¡Dolor inefable! ¡Qué paradoja cuando el pecado arranca de las manos consagradas la bandera! ¡Que drama tan sombrío cuando el sacerdote comienza a dudar de su elección! ¡Cuando la fe decrece! ¡O cuando se ha instalado en la zona de confort, en una cómoda rutina, sin brío, sin celo, sin ilusión! Forma fácil de colocarse en sociedad, haciendo del sacerdocio un egoísmo útil; algo terrible. Termina siendo un asalariado (papa Francisco).

“¡Oh Dichosos vosotros hijos y hermanos queridísimos! Dichosos vosotros que habéis tenido la gracia, la sabiduría, el coraje de escuchar y acoger esta invitación determinante!, … ¡Oh dichosos vosotros¡ Reflexionad siempre sobre esta sobreelevante fortuna de vuestra vocación, y no dudéis jamás, no penséis jamás haberos equivocado en vuestra elección inspirada en un superlativo carisma de sabiduría y amor (Mt.9,11; ICor,12,4ss.). “Cierto, esta vocación os ha insertado en el dramático seguimiento de Jesús”, decía sereno y enérgico el Pontífice.

Cierto, pero esta bendita y dramática vocación no cambia nuestra condición humana. No se trata de cohonestar lo que está mal. Pero el sacerdote es un hombre, un miembro de la iglesia, un cristiano como los demás. Es un hombre tomado de entre los hombres y puesto en favor de los hombres en todo lo que se refiere a Dios; por ello es capaz de comprender a los extraviados porque él mismo está rodeado de debilidades y tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados y por los pecados de los demás, dice Hebreos (5,1ss). No es un ángel; ello quiere decir que nosotros somos hombres como ustedes, hombres pobres, oprimidos, débiles, pecadores. Hombres con su masa hereditaria, con su constitución concreta, con su finitud y limitación, cansados y necesitados de la misericordia y del perdón siempre, de Dios y de los hombres. “Yo confieso ante Dios y ante ustedes, hermanos…”, no es un simple rito, es una verdad, tal vez amarga, pero liberadora, con que inicia la celebración eucarística.

 A hombres así ha llamado Dios para que sean servidores del altar y dispensadores de sus sacramentos. Para ello el sacerdote ha de creerle a Dios, es decir, confiar en él. Meditamos ayer domingo el fragmento de Mt.10,37-42) que remarca la necesidad de que el apóstol, testigo de Jesús, enviado al mundo, ha de revestirse de una confianza a toda prueba en el poder de quien lo envía, una confianza ante la cual todas las demás seguridades pasan a segundo término. Se trata de algo, pues, exigente y difícil que solamente podrá realizarse con la ayuda misma de Jesús inspirándose en su ejemplo. El modelo es él. Y este ejemplo lo han seguido y nos lo han dado todos los grandes evangelizadores a lo largo de dos mil años. Es necesario confiar totalmente en Cristo con el riesgo de que esta opción radical por Cristo comporte la posibilidad del martirio. Kierkegaard escribía lo siguiente:” El discípulo quiere ser, y se esfuerza por ser aquello que admira, y meta de la admiración es la exigencia de ser o de querer ser la persona admirada”.

Es obvio que el llamamiento es para el envío. “Osaremos indicar con acento profético el panorama apostólico que está delante de cada uno de vosotros: ¡el mundo tiene necesidad de vosotros! ¡El mundo os espera! aún en el grito hostil que tal vez lanza contra vosotros. Cada uno deberá repetirse a sí mismo: estoy destinado a la iglesia, al pueblo. El sacerdocio es Caridad. Ay del que cultivase la opinión de hacer de él un egoísmo útil. El don total de la vida propia abre ante el sacerdote generoso una nueva maravilla: el panorama de la humanidad. Si hay un servicio que exija la inmersión de quien lo ejerce en la experiencia multiforme y tumultuosa de la sociedad, más aún que la del maestro, del médico, o del hombre político, ese es el servicio del ministerio sacerdotal. «Vosotros sois la sal de tierra, la luz del mundo», os dice el Señor”. así concluía su mensaje san Pablo VI aquel lejano 29.06.1975. 

La rendición incondicional tuvo por sede un montículo de leña en el traspatio del viejo caserón, largos años de ‘formación’, siempre inacabada, y 45 de servicio activo, tal es la hoja de la gracia divina que actúa en la debilidad. (2Cor.12,9).