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Ningún poder puede
imponerse si no tiene hipócritas
que Lo representen.
Nietzsche.

¿Por qué es tan difícil, casi imposible, que los hombres lleguemos a entendernos? ¿Esta incapacidad será un castigo? En el seno de la familia se vive esta dificultad con dolor, en la sociedad, en el ámbito político o religioso; en todas partes la comunicación platea como un problema decisivo. Llegamos a decir: esto es la torre de Babel, un diálogo de sordos. Y esto lleva al fracaso. La mitología se ocupó de este hecho. El mito y el lenguaje mitológico son reconocidos hoy día en su riqueza y vigor elemental. Hace ocho días me refería al relato de Caín y Abel para “explicar” el instinto asesino en el hombre que hace maldita la tierra. El mito es, pues, la forma de expresión para hacer accesible lo que de suyo es inaccesible de forma inmediata. Desde luego, hay que saber leer el mito.

En este campo se sitúa el relato de la Torre de Babel o Babilonia, (Gen. 11, 1 – 9). El relato en sí mismo es de una factura estupenda. Apenas 9 versitos. “El mundo entero hablaba la misma lengua, con las mismas palabras. Al emigrar de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar, y se establecieron ahí. Y se dijeron unos a otros: Vamos a preparar adobes y a cocerlos. Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Y dijeron: «Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra”

El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres; y dijo: «Son un solo pueblo y una sola lengua. Si esto no es más que el comienzo de su actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo». El Señor los dispersó por la superficie de la tierra y dejaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque ahí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde ahí los dispersó por la superficie de la tierra.”

Interpretación. El relato busca explicar un hecho elemental:  el hombre que quiere ser igual a Dios.  Los especialistas titulan este relato “la soberbia torre de Babel” en el que se condena el esfuerzo humano que busca crear un imperio mundial, un reino universal, una gran concentración de poder y dominio capaz de sustituir a Dios determinando incluso la forma de convivencia de los ciudadanos. La creación de una gran ciudad y una torre tan alta capaza de llegar al cielo, es la forma concreta para lograrlo. Con una descripción dramática, el autor polemiza utilizando los recursos mitológicos de fundación, comunes en las civilizaciones orientales, contra el dominio laico de los grandes imperios mesopotámicos que excluían a Dios y que en el ambiente profético eran considerados como centros de idolatra.  

Los hombres hacen su intento y Dios interviene: “Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo. El Señor los dispersó por la superficie de la tierra y dejaron de construir la ciudad”. Y todavía no podemos construir la ciudad. Marco Aurelio, antes que Agustín, habló de “la ciudad de Dios” en contraposición con la ciudad de del hombre.

Por lo demás, así se explica un hecho demasiado humano: la casi imposibilidad de que los humanos lleguemos a entendernos y a empeñarnos en un propósito común para el bien, no para sustituir a Dios. De este modo, la realización de los ideales de país, de ciudad, de progreso, paz y justicia son imposibles porque no nos entendemos, sencillamente. Ante la armonía, la unidad y comunicación primordiales están ahora la dispersión y la incomunicación. Nuestra incapacidad para la unidad y el entendimiento es tal que para explicarla hay que remontarse a un hecho primordial.

El relato se refiere también al paso del hombre de la vida nómada a la vida sedentaria, del pastoreo y la recolección de frutos a los asentamientos más estructurados y a la tecnología. La tecnología, entonces, era el descubrimiento pasmoso de que, para construir, el ladrillo era mejor que el adobe. Expresa, pues, la pugna entre la vida nómada, campesina, tan eventual, y la cultura de la ciudad más estable.

Tras haber emigrado de Oriente, encuentran un valle apropiado y deciden construir una ciudad «para hacerse famosos». La ciudad representa lo que el hombre es capaz de construir con su tecnología, (ladrillos), y con el claro intento de suplantar a la divinidad construyendo una torre “que alcance al cielo”, es decir, que alcance a Dios. Esto es más seguro que la eventualidad campesina.  El proyecto era viable, dado que “eran un solo pueblo y hablaban la misma lengua con las mismas palabras”.

Como en toda mitología, la pugna entre los hombres y las divinidades determina el drama; celosa la divinidad, baja a inspeccionar la obra y descubre la verdadera intención de los hombres: ellos quieren ser dioses. El remedio ha de ser radical: les confunde las lenguas y los dispersa por el mundo. De esta forma primordial se expresa el hecho constatable de que el hombre no puede consumar ni la unidad, ni la comprensión, ni el propósito común. Además, la ciudad como creación del hombre aparecerá siempre en la Biblia y en las mitologías como una entidad maligna, ya que deshumaniza al hombre al privarlo del contacto con la naturaleza, y por la aglomeración misma, la prisa, la pelea en corto y el problema de espacio que hacen imposible la armonía, la comprensión, la comunicación y el entendimiento. Toda ciudad termina siendo una Babel, el lugar donde todos hablan y nadie escucha. Donde la vida es continuada lucha por los espacios, donde las libertades no tienen fronteras. Y así nada se construye. En la ciudad no es posible entendernos; todo se resuelve en un diálogo de sordos. Es el fracaso. El autor del relato reflexiona sobre este hecho y subraya que el hombre por sí mismo, opuesto a la Divinidad, está condenado al fracaso.  

Actualización. ¿Cómo podríamos actualizar el contenido de este mito? Una de las líneas de actualización sería nuestra ingenuidad sobre el progreso. El progreso elevado a la categoría de ídolo; la democracia, igual, promueve una idea del hombre muy parecida a la de aquellos beduinos que se instalaron en el valle de Senaar: la autosuficiencia del hombre y su fe solo en sus recursos. El éxito en el campo de las ciencias es enorme, deslumbrante. Parece que Dios es ya un hipotesis innecesaria. Pero no vemos que estos adelantos no han hecho mejor al hombre; por el contrario, la cultura de la muerte y la destrucción de la naturaleza han adquirido proporciones universales. El calentamiento del planeta es un dato aterrador del que no queremos darnos cabal cuenta. El uso de combustibles fósiles y de la energía nuclear ha determinado la alteración climática del planeta con sus funestas consecuencias.

El hombre no es más humano. Se han globalizado el hambre y la miseria. En su soberbia lleva el hombre la semilla de su propia destrucción. Con su tecnología, con su poder, el hombre contemporáneo se ha cerrado a toda forma de trascendencia y, así, podemos ser testigos tranquilos de la vergüenza de las guerras de todo tipo regadas por el mundo; de la forma desgarradora de las migraciones y de las violaciones de todo tipo de la dignidad humana. Con tranquilidad leemos: “el fin de semana, 22 asesinatos”. Tal realidad debería hacer, igualmente, de los discursos políticos algo más mesurado, discreto y realista. Y más serio y abandonar esa frivolidad con la que se maneja la res pública.

Así, pues “no nos entendemos”, aunque hablemos “la misma lengua y usemos las mismas palabras”. Ciertamente, cuando las caravanas primitivas se asentaron en Senaar, la palabra no había sufrido el proceso inflacionario que padece hoy y que ha determinado su devaluación. Hablamos un mismo idioma y usamos las mismas palabras, pero no nos entendemos, porque la palabra ha dejado de ser el vehículo de la comunicación fundamental del hombre. En el actual proceso devaluatorio de la palabra tienen mucho que ver la propaganda y la intoxicación noticiosa que nos mantiene en “estado permanente de falsa alarma”. Hoy podemos hablar de una sociedad mediatizada, es decir, de una sociedad saturada, intoxicada con exceso de palabras, de tuits y propuestas que no promueve la unidad en torno a un propósito común sino, más bien, acentúan la desconfianza, la desunión y la incomprensión. Se habla de un ejército de tuiteros al servicio de régimen dispuestos a despedazar cualquier crítica por fundada y necesaria que sea. No nos entendemos. Se trata de una Babel. Se trata del fracaso de los intentos humanos de autorrealización.

+ Se ha ido a recibir el premio reservado a los buenos pastores, el p. Daniel Payán, cura con 40 años de servicio, siempre fiel a su ministerio, siempre servicial y callado, humilde entre los humilde y murió como y con ellos, en silencio y sirviendo hasta el último día.  Me quedo con su optimismo y su sonrisa; con la entera serenidad con que vivió su enfermedad y su final.